27 de noviembre de 2006

Decisiones.

Mirando a las personas que tengo a mi alrededor, he descubierto últimamente que no somos sino el cúmulo de decisiones que tomamos, nada más. Es algo muy parecido a internarse por un estrecho laberinto: cada cruce a derecha o izquierda nos va a conducir tarde o temprano a otra encrucijada existencial. Emocional. Sensorial. Incluso sentimental.
Los cambios en los rostros de los personajes que acompañan mi tránsito terrenal me ofrecen pistas sobre sus avances, retrocesos, inquietudes, desesperaciones, incertidumbres, triunfos o los temidos callejones sin salida. ¿Cómo no entienden que la mayoría de las soluciones reposan justo enfrente de sus narices? Allí, al alcance de la mano...
Conforme vamos avanzando, vamos coleccionando experiencias, trucos y puntos para poder acceder al siguiente nivel: ¡Es todo! A medio camino he descifrado que si ahora estoy aquí, es porque así lo decidí yo, nadie más lo hizo por mí. Desde ahora escojo no quejarme por las circunstancias, pues éstas no me determinan tanto como yo a ellas. De hecho, siento que debo sentirme agradecido hacia cada uno de esos fracasos que me condujeron hasta la mañana de hoy: sin cada uno de esos maestros mi senda hubiese sido distinta y menos brillante.
Así, pues, que tomo la disciplinada decisión de prestar atención consciente a las escogencias que se me presenten; me gustaría tener una diáfana idea de hacia dónde me dirijo. Puede ser la derecha, la izquierda, adelante... incluso unos cortos pasos hacia atrás, ¿por qué no? Todo con tal de corregir el rumbo.

20 de noviembre de 2006

¿Quién eres?

¿Quién eres?
¿Dónde vives?
¿Cuál es tu hora favorita del día?
¿Qué te gusta comer?
¿Amas?
¿De qué color son tus besos?
¿En qué posición duermes?
¿Qué tipo de música prefieres?
¿Te gusta leer?
¿Escribes?
¿Compones?
¿Pintas?
¿Sueñas?
¿Alguna vez te han roto el corazón?
¿Crees en la pasión?
¿Qué haces ahora?
¿Cuántos husos horarios nos separan...
... o cuántos minutos?
¿Cuál es tu color favorito?
¿A quién admiras?
¿Qué cantante prefieres?
¿Qué poder mágico del Universo propició tu existencia?
¿Acaso existes?
¿Sabes, incluso, que yo existo?
¿Sería posible que nuestros caminos se crucen?
¿Cuándo?
¿Qué esperas?
Aquí estoy...

13 de noviembre de 2006

¿Dónde está la llave?

Después de tantos sinsabores y de experiencias agridulces, mi corazón, sin mi consentimiento, se ha ido cerrando herméticamente. Los pocos valientes que se atreven a intentar descubrir sus secretos se topan de frente, colisionan, con una pared de concreto, con un cofre cerrado, con una cuenta secreta de la que se ha olvidado la contraseña. Esto no significa que me he convertido en un ser amargado y cínico, no; si acaso, en todo lo contrario: con los años he aprendido a soñar más, a fantasear más, a esperar mejores ofertas... Pero aún no llega nadie con la llave adecuada que encaje en mi rebuscada cerradura.
Por todo esto, a veces me preocupa el inexorable paso del tiempo. ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Acaso estoy manteniendo mis expectativas muy elevadas? ¿Tal vez mis sueños se han transformado en inalcanzables? ¿Tanto así han sido mis decepciones? ¿Tanto así son mis esperanzas? No lo sé. Y quisiera saberlo.
No quisiera hipotecar mis sentimientos para conformarme con menos de lo que espero, sólo que algunas noches de brillante luna llena, mi idílico Príncipe Azul parece deambular entre mundos fantásticos, inexplorados, lejanos, poco reales.
¿Dónde estás?
¿Dónde está la llave?

7 de noviembre de 2006

Credo.

Creo en el amanecer, como fuente de divina inspiración.
Creo en el amor, la fuerza más pura del Universo.
Creo en la paciencia, como crisálida de todas nuestras transformaciones.
Creo en el arte, canalizador de todas las pasiones.
Creo en los recuerdos, como único preámbulo hacia nuevas ilusiones.
Creo en el sexo, comunión terrenal de las almas.
Creo en el planeta Tierra, escenario de las mejores maravillas.
Creo en la bondad, puerta hacia la hermandad.
Creo en mis amigos, espejos de mi tránsito pagano.
Creo en los libros, umbrales del conocimiento.
Creo en la humildad, la mejor de las virtudes.
Creo en la naturaleza, madre de lo mejor que hay en nosotros.
Creo en el mar, donde se dirigen todas nuestras lágrimas.
Creo en la lluvia, manantial que lava las impurezas.
Creo en el atardecer, reflejo de la ternura humana.
Creo en ti, mi hermano, mi compañero, mi amigo.
Creo en mí... Porque existo, porque amo, porque sueño. Y porque quiero creer que nunca dejaré de hacerlo.

5 de noviembre de 2006

Innombrable.

¿Qué importa tu nombre?, si fue tu sonrisa la que me saludó por vez primera. Tan diáfana, brillante y luminosa. Enmarcada con unos labios tersos, delicados y sugerentes. No supe tu nombre, pero eso resultó irrelevante al encontrarme reflejado en tu mirada espontánea y sincera, con unos ojos grandes y comunicativos. Compartimos un inesperado diálogo visual, saturado de símbolos e imágenes. Un encuentro inesperado. Sublime.
Un día perfecto. Un escenario idílico: la playa de una isla paradisíaca. A nuestro alrededor, una explosión de colores intensos: azul, verde, dorado. Y entonces, tú. Tan enigmático, atractivo, interesante dentro de tus silencios tan estridentes. Tú. Un cuerpo anónimo. Un rostro inolvidable. Un tropiezo fantástico.
Hablaste con soltura, intentando hallar las palabras adecuadas dentro de mi idioma, hacer las traducciones precisas para que pudiera comprender el significado de una lengua materna rica, sibilante, acariciadora; el placer de una lengua extranjera. La conversación fluyó amena y distendida, ofreciéndonos la oportunidad de asomarnos con cautela al vertiginoso abismo de nuestros sentidos sublevados. Desarrollamos una charla lineal y placentera. Única. Nuestra.
La tarde nos encontró caminando por la orilla del mar, mientras las tenues olas luchaban por escuchar lo que tan misteriosamente compartíamos; disfrutamos de la arena bajo nuestras pisadas, del sol impertérrito y del bálsamo acuático que nos rodeaba; pero, en especial, de la comunión de nuestras almas solitarias.
Juntos, también, regresamos a tierra firme, mientras el crepúsculo intentaba darnos alcance con sus colores difuminados y espectrales; unidos, tú y yo, más allá del vaivén del bote que nos regresaba a la incolora realidad. Nos despedimos con efusión, de nuevo sonriendo; no pudimos hacer más. Mis amigas esperaban, tus compañeros aguardaban. El día finalizaba.
Un instante antes de partir, recordaste decirme cómo te llamabas... pero eso ya no importaba. Un hombre. Un rostro. Un ser innombrable.

1 de noviembre de 2006

Menos es más.

En definitiva, parece que muy pocas veces nos percatamos de lo mucho que tenemos dentro de los pequeños detalles que nos conforman. A mi mente acude el reiterado cliché de que menos es más y sólo ahora descubro la sabiduría intrínseca de esa frase. ¿Por qué? Porque llega un momento en la vida de cada quién cuando descubre (por las malas o por las buenas) que dentro de la sencillez reside la verdadera felicidad; ésta permanece allí: oculta, agazapada, silenciosa; como esperando por un sorpresivo desenvolvimiento para explotarnos en la cara, para sonreírnos, segura de que hemos descubierto su resguardado secreto.
Nos preocupamos mucho buscando seguridad económica, status social, prestigio; rodeándonos lentamente por una insalvable muralla construida con los pequeños ladrillos del orgullo, la soberbia, la vanidad y la arrogancia. ¿Para qué? Para descubrir tarde o temprano que esos espectros sólo nos conducen a la inenarrable soledad. La aridez. El desencanto.
El poeta sir Edward Dyer nos legó una infinita sabiduría dentro de uno de sus versos:
"Algunos tienen demasiado, pero aún ansían más;
poco yo tengo y más no busco.
Pobres son, aunque más tienen,
yo con menos rico soy.
Ellos ricos, yo pobre; ellos piden, yo doy;
a ellos les falta, yo dejo; ellos languidecen, yo vivo."
Es por eso que debemos aprender a encontrar y reconocer la belleza y la paz de las pequeñas cosas: una tarde de domingo, un viejo y fiel libro, un silencioso amanecer, un diálogo con las olas, una meditación con las estrellas, una botella de vino entre amigos, una sonrisa porque sí, una mirada cómplice; el arduo trabajo de, sencillamente, no hacer nada. Porque menos es más.