18 de noviembre de 2007

Excusas.

A todas aquellas personas que se tomaron la molestia y el tiempo necesario para leer e interpretar mis páginas internas, les quedo profundamente agradecido. Quisiera contar con razones verdaderas que justifiquen mi ausencia, pero se ha debido, más que todo, a una inexcusable indisciplina. Poco después de mi última anotación comencé con la etapa final de mi curso de pintura al óleo, lo que desequilibró mi balanza literaria. En el taller de narrativa hubo también nuevos desafíos, dejándome poco tiempo y espacio, si acaso, para dedicarme con mayor ahínco al diario manuscrito, el cual ha crecido exponencialmente. Así, pues, que mis letras virtuales se vieron obligadas a pagar el precio.

Ahora mi vida se ha llenado, además de múltiples anotaciones íntimas, de pinceles, matices, degradaciones, cuentos cortos, ensayos, tubos de pintura, bocetos y escasa (por no decir nula) actividad sentimental. Me he convertido en una máquina de trabajo pictórico y literario. Pero me siento increíblemente feliz y expectante por adentrarme en esta nueva etapa.

No obstante, la ausencia no ha sido del todo estéril. Insisto en agradecer cada una de sus palabras sinceras, que me han acompañado durante todos estos meses, desde que inicié esta odisea virtual. Muy pronto regreso con material nuevo; no sé si la espera valdrá la pena, pero supongo que ustedes sabrán comprenderme.

A cada uno de mis fieles visitantes, un fuerte abrazo y un gran beso…

He vuelto.

27 de septiembre de 2007

Las Estrellas del Ballet Ruso.

¿Qué podían tener en común aquél ecléctico grupo de personas? Muchas señoras mayores, aristocráticas y elegantes; hombres serios, de aspecto académico; un extraño y bullicioso grupo de jovencitas adolescentes. Tampoco podía faltar el componente gay: culta representación de la diversidad sexual; incluso muchas parejas de mediana edad con un gusto sofisticado y sereno. ¿La ocasión? Solemne.

El Teatro de la Ópera de Maracay se preparaba para ofrecer una noche de ensueño artístico: las estrellas del ballet ruso concedían una única presentación (la noche anterior lo habían hecho en Valencia y posteriormente lo harían en Caracas). Una docena de los mejores solistas del Bolshoi y el Stanislavsky recorrían América Latina, ofreciendo recitales muy particulares. La esencia del evento consistía en que los bailarines habían escogido momentos culminantes de varias obras y así poder ofrecer un espectáculo heterogéneo. Dos horas con lo mejor del ballet clásico.

Se le concedió entrada al público puntualmente. No hubo escarceos, discusiones ni personas adelantándose. Quizás se debía a lo refinado de la cita, pero ha de resaltarse el buen comportamiento de los asistentes. Muy pronto todos tomamos asiento porque muy pronto las luces comenzaron a degradarse, anunciando el comienzo del primer acto. Sin dilación, sin desasosiego; entonces las notas de Tchaikovsky retumbaron por todo el recinto, sumergiéndonos en el brillo y la maestría de un ejemplar pas de deux, de La Bella Durmiente. ¿Cómo sustraerse al hipnotismo de aquellos cuerpos tensos, gráciles, simétricos? Formas ingrávidas que usurpaban el escenario. Olga Tubalova y Pavel Dimitrichenko captaron por completo nuestra atención, preparándonos para las subsiguientes destrezas desplegadas por Anna Tikhomirova, Roman Malenko, Natalya Krapivina y los demás, en una delicada sucesión: Giselle, El Corsario, Cascanueces, El Quijote, El Lago de los Cisnes; modernizando la sustancia con coreografías contemporáneas, tales como Gopak, una exuberante danza ucraniana, hasta navegar por los acordes de un conocido tango del célebre Astor Piazzolla.

La excitación y el regocijo del público resultaban contagiosos, electrizantes, arrolladores. Durante todo el tiempo que duró la representación, el mundo exterior cesó de existir. Los dos actos, con el intermedio incluido, condensaron un placer rara vez disfrutado. La idea principal, por supuesto, resultaba innovadora. Los bailarines rusos escogieron decantar lo mejor de sus demostraciones para presentar extractos a una audiencia imposibilitada de disfrutar con las obras completas; a menos que las presenciaran en París, Madrid, Londres, Nueva York o Moscú.

Así, pues, que contamos con la inestimable oportunidad de maravillarnos con los orgullosos descendientes de lo mejor de la Escuela Imperial Rusa: cuna del ballet clásico. Un regalo mágico para unos espectadores poco familiarizados con estas dispersiones cosmopolitas.

17 de agosto de 2007

"El otro infierno".

Como parte del enorme privilegio de ser escogido como uno de los integrantes del Taller de Narrativa de Monte Ávila Editores Venezuela, se nos pidió modificar el punto de vista en un texto del escritor mexicano José Joaquín Blanco, llamado El otro infierno. He aquí la versión original:

“Cuando Teresa y yo llegamos al infierno, Minos se ciñó dos veces el cuerpo con la capa y nos mandó a ese círculo que se ha hecho famoso por la historia de Francesca de Rímini y Paolo Malatesta. ¡Imposible soñar paraíso semejante! Desde que llegamos se dejó sentir el impulso afrodisíaco de las llamas y nos entregamos a una lujuria insistente. No tardamos mucho en contagiar a los demás condenados y así el Segundo Círculo del infierno se convirtió de pronto en escenario de increíbles orgías. Como es de suponerse, el Señor se enteró en el acto y cambió nuestra sentencia; desde entonces estamos en el paraíso, colocados a insalvable distancia, confundidos por los coros angélicos, purificados los dos de tal manera que parecemos creaciones de Botticelli, contemplándonos, solamente contemplándonos, mientras todo el cielo tiembla y se desbarata como flamita nerviosa de cirio pascual ante las notas triunfales del tedeúm…”.

Y aquí, mi versión:

“He perdido cualquier recuerdo de cómo o cuándo llegué a este sitio, obligado a ser castigado por mis pecados. Sólo hay oscuridad, lamentos y este torbellino lacerante que nos arroja y devuelve, en un carrusel eterno. Y he allí al majestuoso Minos, tan altivo y desgraciado en sus sentencias. Su mirada me ha traspasado más de una vez; dolorosa, afilada, recurrente. ¡Cuánta intoxicación desprende!

Sodomías inenarrables e indescriptibles. ¡Oh, cuánto placer en vida! ¡Oh, cuánto sufrimiento en esta no-existencia! Qué gozo tan culpable debo pagar ahora. ¿Cree que no me he dado cuenta? Pero hizo falta la llegada de Francisco y Teresa a este segundo círculo infernal para contagiarnos de nuevo con lo que antaño disfrutábamos. El éxtasis demencial que todo lo puede, que todo lo olvida, que nada resuelve; porque su elíxir es venenoso y adictivo: yo lo confieso.

¿Cómo negarme a su inflamado avance, lleno de dolor y sabiduría? ¿Cómo negarme al fálico entumecimiento de mis entrañas? Él, el poderoso; él, el verdugo; él, la fuente de mi deseo depuesto. Maldita sea Pasifae, que arruinó mi torpe embelesamiento. Y en su lugar escoge tomarme, ensanchando con escaso consuelo mi estrechez anímica. A nuestro alrededor el deleite es contagioso, flamígero, colectivo. Minos me esconde, secuestrando mi goce luctuoso, impostergable. No quiere que los demás descubran nuestro secreto recogimiento. ¡Qué escándalo infernal!

Mas la infección a la que hemos sido expuestos dura poco en este sitio atemporal. Francisco y Teresa son sometidos a un castigo divino de menor cuantía. Ahora reposan en el Paraíso, separados, confundidos; si acaso purificados en su malsano estrechamiento. Pobres almas carentes de satisfacción. Sin embargo, yo continuo aquí; raptado por mi carcelero de vez en vez; silencioso ante sus embates, lamentando mi placer, atormentado por su venganza carnal.

He olvidado quién soy.”


Las críticas de mis compañeros fueron muy admirativas; la verdad, no lo sé. Pero sí sé que disfruté mucho reescribiendo el texto. ¿Qué les parece a ustedes?

5 de agosto de 2007

Los diarios.

“…And they say that you don’t know where you’re going,
until you know where you’ve been”.

Barbra Streisand.


Los diarios comenzaron como una catarsis.

Un desahogo. Un monólogo introspectivo que intentaba encontrar respuestas y soluciones. Nada más. Mis intenciones nunca fueron artísticas; escribía porque necesitaba desahogar mis sinsabores, mis fracasos, mis flirteos con algo prohibido y secreto. Las páginas en blanco me ofrecían un paliativo que no encontraba a mi alrededor. A nadie le conté por lo que estaba pasando, no porque evitara compartirlo, sino porque carecía de amistades que pudieran orientarme. La sensación de soledad nunca fue tan intensa como entonces. Sólo el diario atestiguaría mis cortos pasos hacia la eternidad.

Por supuesto, como en todo, el comienzo estuvo plagado de torpezas. No hubo diferencia entre el primer beso, la primera caricia, el primer sexo y la página inicial donde comenzó mi historia. Inicié de forma abrupta, como si viniera de una anotación anterior; los descalabros, el tormento y la inmediatez de mis sentimientos quedaron reflejados allí; todavía hoy sonrío al evocar y releer la forma en que se gestó el periplo amoroso que me llevó a redescubrir mi oculta sexualidad y la pasión por explicarla a través de las letras.

¿Por qué continué? No lo sé; pero se hizo adictivo vomitar todo, TODO, allí dentro. Poco a poco comencé a reseñar la dinámica que nos envolvía, los personajes que giraban a nuestro alrededor, sus historias, sus ilusiones y vergüenzas. Y sin que me percatara del todo, se construyó un trabajo monumental. Ya no sólo escribía sobre nosotros, sino también sobre las motivaciones ajenas, las traiciones, los viajes, los descubrimientos y la evolución que nos arrastró. Aunque lo más importante lograría discernirlo después: al analizar mis impresiones y conclusiones, fui aprendiendo, cada día, nuevos datos que me ayudaron a armar un rompecabezas mayor: mi propia personalidad contradictoria.

En determinado momento, mucho más adelante, me armé de paciencia para ensamblar una coherente correlación de hechos, protagonistas e historias. El trabajo de editar y separar los distintos volúmenes me llevó algún tiempo, pero quedé satisfecho con el resultado. Separé el diario basándome en las distintas etapas por las que he pasado, coloqué títulos a cada libro, agregué fotografías, boletos aéreos, entradas al cine, invitaciones, tarjetas de cumpleaños y cartas manuscritas. Sé que quizás suena un poco pedante decirlo, pero me siento muy orgulloso de lo logrado. Es sin duda mi mejor trabajo literario. La lista completa quedó así…

Diario I: El espejo de las metamorfosis.
1.990 – 1.992

Diario II: Los disfraces del pecado.
1.993 – 1.994

Diario III: El baile de las mariposas.
1.995 – 1.998

Diario IV: Las caricias del camaleón (diario paralelo).
1.998 – 2.006

Diario V: La ronda de los depravados.
1.998 – 2.001

Diario VI: Ángeles & Demonios.
2.001 – 2.003

Diario VII: El eco silencioso.
2.003 – 2.005

Diario VIII: El país de las luciérnagas.
2.005 – (Aún en marcha).

El hombre sobre quien comencé escribiendo ya no existe en mis páginas, ha desaparecido de mi memoria manuscrita; pero hasta el final le agradeceré su inestimable regalo: impulsarme, sin imaginárselo, a dejar constancia de nuestras relaciones y tragedias. Es por él y a través de él que mis diarios comenzaron. Otros hombres vinieron después, otros amores, otras historias… Pero han sido 17 años que nadie podrá arrebatarme ni hacerme olvidar; todo está allí, en esas casi 2.000 páginas secretas.

Hoy, cuando me permito hurgar en lo escrito, algunas veces descubro las causas de determinadas consecuencias. Me gusta poder leer sobre lo que he hecho, pues me ayuda a decidir sobre lo que puedo hacer ahora. En otras palabras: sabiendo el camino que he tomado, alcanzo a ver hacia dónde me dirijo.

29 de julio de 2007

Él (II)

“¡Qué lenguaje tan secreto hablamos! Hablamos en voz baja,
con sugerencias, matices, abstracciones, símbolos”.
Anaïs Nin, en su diario.


Extracto de mi diario manuscrito…


“Él estaba esperando por mí allí. Me gustaría saber en qué pensaba mientras aguardaba sentado. ¿Qué cruzaba por su cabeza? ¿Quizás recordaba nuestro encuentro anterior? O tal vez planificaba lo que diría al vernos, igual a como lo hacía yo mientras descendía por las escaleras del centro comercial. Caminaba como en sueños; seguro, por anticipado, de que sería memorable, no importaba su resultado. Incluso hubiese querido detener el tiempo, hacerlo más lento, para poder disfrutar de esa excitación contenida a duras penas. Crucé junto a la fuente de la planta baja, buscando con la mirada la sombra que proyectaba la última vez que nos vimos. Le sonreí a su figura imaginaria y avancé.

Un grupo de plantas impidió que lo viera antes de tiempo, por lo que la sorpresa fue genuina. También me hubiese gustado llegar más temprano, buscar la mesa antes utilizada y poder concentrarme en lo que entonces compartimos; no obstante, disfruté como un adolescente de su mirada fija, intentando llamar mi atención entre la muchedumbre. Ni siquiera se levantó de la mesa, se limitó a estrechar mi mano y ensayar el esbozo de una sonrisa. Si no lo conociera ahora como lo hago, pensaría que le molestaba nuestra cita, ese encuentro preestablecido al que habíamos accedido de común acuerdo. Pero hoy sé que le cuesta ser expresivo, mostrar sus emociones; un rasgo particular que hallo muy interesante y atractivo. No es que juegue a ser enigmático; es que lo es.

Encontrarme con él hoy significó adentrarnos un poco más en esta misteriosa relación que nos envuelve. Fue permitirnos deslizar la luz por algunos rincones oscuros. Nuestra conversación se permitió ser explorativa, una especie de experimentación continua. Pero eso vino mucho después; al principio, con toda lógica, nos deshicimos en frases cortas, tímidas, un absoluto despliegue de torpeza verbal. Pienso ahora que nos asemejábamos a una pareja de baile que no tiene mucha práctica y debe intentarlo hasta que descubren el paso sincronizado; sólo así pudimos volar por toda la pista.

¿Me incomodé esta vez? ¿Me dejé deslumbrar por su reciedumbre? Ni siquiera presté atención. ¿Cómo hacerlo, si su mirada penetrante parecía traspasar mis pensamientos? Aunque sí puse empeño en no dejar que mi imaginación se volatizara. Intenté ubicarme en el momento preciso de su verbo, de sus descripciones, de la magia sonora que desprendía su boca.

-¿Nos tomamos unos jugos?

Su pregunta parecía un mero formalismo; ¿acaso no percibía que me encontraba ya rendido a sus sugerencias? Fluí detrás de él, dejándolo asumir el mando por completo. Desde ese momento hubiese podido hacer conmigo lo que le viniera en gana. Pero mi sumisión era consciente: sé dónde estábamos, entendía lo que me decía, disentía en los momentos precisos; mas fui de él desde el primer segundo. Por completo. Sólo interesaba lo que me pudiera contar, todo el cúmulo de información disfrazada que escogíamos compartir.

Al tomar los jugos del mostrador, rió dos veces. Fue la única vez. A veces parece tan difícil, siendo tan serio, sonsacarle una sonrisa. Y eso que su sonrisa es muy luminosa; tímida pero armónica con su rostro.

Una vez que superamos la reserva inicial y compaginamos el ritmo, la fluidez resultó mejor de lo que yo esperaba. El diálogo se hizo espontáneo, familiar, relajado. Él me hablaba de los últimos acontecimientos laborales que ha enfrentado, mientras yo contaba sobre las incidencias del taller de narrativa. Ni siquiera tuvimos la necesidad de recurrir a viejos tópicos ya zanjados; me maravillé de lo bien que podíamos interactuar. Y me gustó comprobar su plácida comodidad, ese distendimiento verbal y muscular que lo embargaba visiblemente. ¿Cómo no sentirme inspirado?

Desde el principio me dejó saber que su esposa llegaría en cualquier momento, más adelante; pero parecía más una acotación natural, pasajera, que una advertencia. También he descubierto que nunca hablamos sobre ella, a no ser que se deba a un comentario explicativo, un puente lingüístico que debemos cruzar para trasladarnos de un escenario a otro. Hasta el momento no me ha importado; a él tampoco, aparentemente. Ambos sabemos que está casado, que no piensa divorciarse, que ama a su hija; el entorno familiar, hogareño, no es un tópico recurrente en nuestras conversaciones. Al menos, hasta ahora. Percibo entonces que no se siente amenazado por mí o por lo que yo pueda sentir; no es necesario reafirmar su posición para mantenerme a prudente distancia. De hecho, ahora que lo pienso, nunca ha sido así.

En determinado momento, se levanta. Sugiere que caminemos, ir hasta el cajero automático de un banco; supongo que necesita efectivo. Él no lo menciona. Paseamos por el centro comercial con paso lento, sin prisas; he descubierto que entre nosotros nunca ha existido el apresuramiento. Los dos nos adecuamos a su propio paso mesurado, sincopado, como si contáramos con todo el tiempo del mundo. Parece estar disfrutando del encuentro tanto como yo. Aquí y allá se presentan varios silencios en el trayecto. Al principio no puedo evitar sentir una ligera incomodidad, luego entiendo que no debo preocuparme. Son espacios lógicos, llenos de una ausencia de palabras innecesarias. Es un mutismo cómodo, neutro.

Él consigue un cajero disponible. Le ofrezco espacio para que realice su transacción electrónica, al mismo tiempo que me entretengo detallando los libros expuestos en la vidriera de una librería cercana. Luego se acerca y se detiene junto a mí. En ese preciso momento me invade una repentina oleada de conformidad. Parecemos una pareja cualquiera, en un paseo indeterminado, en un establecimiento anodino; pero lo que llama mi atención, una vez más, es la patente confortabilidad que nos arrastra a ambos. No hay nada en nuestra caminata que resulte perturbador. Me siento bien, con él, allí. De pronto, una rápida llamada telefónica:

-Ella viene con retraso; al menos, una hora más.

El comentario pretende ser intrascendente. Leo entre líneas que sólo quiere saber si estoy dispuesto a pasar otra hora junto a él. Ni siquiera respondo. Imagino que no hace falta. En silencio me precede hasta una cafetería cercana.

-Vamos a tomar café ahora.

Ya no hay más jugos, hemos superado esa etapa. Accedo, aunque estoy consciente de que él no debería tomar café, debido a sus problemas gástricos; pero sobre la marcha decido no protestar ni recordarle su dieta especial. Quizás hemos establecido un lugar secreto donde podemos saltarnos las reglas, flexibilizar las normas; quejarme ahora significaría adoptar un patético tono marital que debo evitar a toda costa. Yo no soy su esposa. Jamás deberá percibir en mí la cantaleta típica de una esposa/madre preocupada. El tratamiento de mi pasividad femenina tiene que ser extremadamente sutil, muy cuidadoso. Algo muy similar a la ambivalente dinámica que hemos establecido en la finca. De hecho, más adelante, se permite un fugaz desahogo:

-Si yo hubiese sabido que esto sería así… Créeme que preferiría… no sé. Todo fue tan… precipitado.

Los puntos suspensivos resultan aún más estridentes que lo que pretende decirme. Su mirada, siempre tan directa, es huidiza, esquiva. Por supuesto, me mantengo en silencio. Intuyo que hay más de él de lo que alcanzo a ver y a especular. Tengo ante mí a un hombre reservado, acostumbrado a no exteriorizar nada personal. Pareciera que ser circunspecto va implícito en su naturaleza. Es un individuo que se comunica a través de silencios, de miradas; puede llegar a ser tan poco verbal.

-¿Sabes? –me aventuro-. En un principio puedes llegar a caer muy mal. Eres un sujeto muy mal encarado.

Sus labios tiemblan, se sacuden casi imperceptiblemente en lo que puede ser el inicio de una sonrisa.

-Sí. Ya me lo han dicho.

-Bueno… Tampoco puedo criticarte mucho. A mí me pasa lo mismo. Siempre me dicen: ‘Antes me caías mal; parecías intransigente’. Malinterpretaban mi timidez con orgullo y frialdad. Tú, en cambio, no ofreces posibilidades. Es como si dijeras: ‘Esto es lo que hay, si no te gusta, no es mi problema’. ¿Entiendes? Casi como si no te interesara el mundo.

-Lo que pasa es que siempre he sido así. Mis compañeros del trabajo me preguntan: ‘¿Cómo haces para vender, para entenderte con los compradores?’; y yo les digo: ‘Bueno, ¿qué quieren? Yo no voy a socializar ni a perder mi tiempo. Sencillamente llego, saludo, hablo con el dueño, le muestro la mercancía y ya. Si le interesa, bien, y si no, también’.

-Exacto. A eso me refiero. ¿Ves? Es como si no te importara.

-Es que me cuesta mucho entablar conversación con alguien que no conozco…

-Y con conocidos, también.

-Bueno, sí… también. No me gusta hablar mucho.

Su comentario resulta paradójico, incongruente. ¿Qué cree que hemos estado haciendo la última hora y media? Es una hermosa contradicción; porque lo he visto interactuando con otras personas y sé lo parco que puede llegar a tornarse. Lineal. Monosilábico. Distante. Sí: creo que esa es la palabra clave: distante. Sólo que conmigo se permite ser tibio, asequible y sutil. Logro acceder a un rincón permeable, no común, dentro de su armadura. Reconozco en ello un privilegio que debo preocuparme por respetar y salvaguardar.

Él es el típico macho del llano venezolano; inconmovible, seco, poco comunicativo. Puede ser tosco, rudo, nada diplomático, directo… distante. Inaccesible. A los hombres de su tipo les cuesta mucho pronunciar una frase amable, condescendiente, cariñosa. Están acostumbrados a seducir con reciedumbre. La virilidad que exudan es apabullante. Es por eso que desde el principio me he sentido confundido por la interacción que sostenemos. Los de su estirpe y condición no se sienten cómodos cerca de un homosexual. Para ellos, nuestra orientación sexual es por entero contranatural. La idea de dos hombres retozando, amándose y sosteniendo coito es inadmisible, risible y asquerosa. De allí que el interés que él parece sentir despierte mi curiosidad. Incluso el hecho de citarnos y encontrarnos en un sitio público escapa a mi comprensión.

¿Qué cruza por su cerebro mientras está allí, escuchándome? ¿Qué siente? ¿Qué es eso que provoco en su fuero interno? ¿Qué mecanismos ocultos logra activar mi naturaleza sexual? A veces pienso que puede ser curiosidad; una curiosidad que está forzada a saltar muchos obstáculos, siendo el temor hacia lo desconocido el más fuerte. Una de mis mejores amigas ha dicho que para él tiene que ser evidente mi inocultable gusto, la particularidad del lenguaje que empleo, la gestualidad; entonces, siendo tan obvio, ¿por qué lo acepta? Porque el simple hecho de mostrarse amable, educado y deferente es una clara señal de que no se siente amenazado por mi atracción. La asimila, juega con ella, la pospone; ¿no sería más natural mostrarse hosco, reticente y desconfiado?

En un determinado momento de nuestra charla me cuenta que planea asistir a un campeonato de coleo de toros a principios del mes entrante. Bromeamos al respecto porque dice que si su mujer no va, otra ocupará su lugar. En juego reclamo su falta de tacto, su desparpajo, el patente descaro. Pregunto por qué no se lleva a uno de sus viejos amigos…

-No, chico. ¿Qué voy a estar yo llevando hombre pa’ unos toros?

Los dos reímos. Su respuesta es lógica, predecible; la típica de un llanero vernáculo y machista. Es por ello que un poco más adelante quedo sorprendido por su ofrecimiento…

-¿Podemos vernos otra vez? –pregunto-. La semana que viene, cuando te toque venir a la universidad, podemos reunirnos más temprano, ¿no crees? Un rato, si puedes.

-Si quieres, la semana entrante, en vez de vernos aquí, puedes venirte más temprano y comemos… almuerzas en el apartamento conmigo.

Recibí su invitación con un estoicismo exterior, porque internamente me estaba derrumbando. Fue tan grave la impresión que ni siquiera pude responderle. La incomodidad no resultó palpable, pero podía sentir su inequívoca pulsación en la boca de mi estómago. ¿Acaso me estaba invitando a comer, con él, en su apartamento? Necesité un par de segundos para poder digerir las implicaciones que tal situación sugería. Un macho recio y circunspecto invitando a comer a un homosexual confeso y convicto. Resultaba una paradoja muy irónica.

Aunque es probable que esté magnificando todo, como ya es costumbre; pero me cuesta compaginar los sentimientos involucrados, desvincular el afecto abierto que él sabe provoca en mí. Si está consciente de que me atrae sexualmente, ¿por qué insiste en prolongar esta atracción? ¿Qué espera de mí? Y también es probable que lo esté subestimando. Tal vez sólo sea un amigo convidando a otro a un intrascendente almuerzo. No obstante, siento que hay algo allí, inconfesable, que me elude en su intencionalidad. ¿Qué espero descubrir con este juego inconexo? Más importante aún, ¿qué pretende él?

Eventualmente, su esposa y su hija llegaron hacia el final de la tarde. La burbuja que nos contenía se fracturó con tal delicadeza que casi ni nos dimos cuenta. Ella me saludó sin mucha emoción, permitiéndome apreciar la escasa animación que sintió al encontrarme con su marido. ¿Hablarán ellos de mí? ¿Qué le dirá ella sobre nuestros ya regulares encuentros? ¿Lo sabrá? Creo que sería prudente averiguarlo.

-Es un cuarto para las seis, ¿no piensas ir al taller? –dijo él.

Yo simulé una repentina molestia:

-¿Me estás corriendo?

-No… claro que no. Es que creí… Es por la hora y el tráfico.

No lo dejé terminar. Su hija permanecía sobre sus piernas, pues la madre había desaparecido pronto; un asunto bancario, creo. En realidad, presté poca atención. Aproveché para despedirme, seguro de que nos volveríamos a comunicar pronto. Salí de allí sintiéndome seguro, sorprendido, expectante y enamorado. Sí: enamorado del momento vivido, del intercambio realizado y de las posibilidades expuestas”.

14 de julio de 2007

Esferas.

El almuerzo está sazonado con comentarios sueltos, picantes, muy bien dispuestos. Las amigas que poseo en Valencia me sirven de conducto hacia una de esas realidades alternas que a veces disfruto. Esta vez se discute sobre la ambivalente situación política del país, los próximos viajes de placer en agosto, la maternidad de una y la inminente boda de otra. Y así, lentamente, su nombre se deja colar… él está presente, sin saberlo, sin imaginárselo, en nuestra cita gastronómica.

Las muchachas debaten sobre su supuesta y encubierta homosexualidad. Ellas opinan, ofrecen, especulan; yo, mientras tanto, me aferro al silencio de mi copa de vino. Contemplo una jauría de depredadoras que parecieran aguardar por mi frase lapidaria; se asemejan a una bandada de buitres sobrevolando un animal herido. Pero insisto en mi retraimiento: no deseo mancillar su resguardada reputación.

Ellas no pueden (no saben) manejar los códigos secretos que yo, homosexual confeso, ya he aprendido a conocer tan bien. Pocas veces he compartido abiertamente con él, pero han sido suficientes para leer a través de sus ojos. ¿Cómo explicarles a estas mujeres la certeza de un roce inesperado? ¿La caricia efímera de una mirada? ¿Un estrechar de manos que se prolonga sutilmente más de lo debido? ¿Un mensaje cifrado entre las líneas de un comentario intrascendente? Pero lo ignoran. Y me cuido de no arrojar luz sobre sus tinieblas.

A través de una paciente lentitud fui coleccionando piezas de un rompecabezas inconexo: hijo de padres burgueses; fracasos sentimentales consecutivos; un padre desempeñándose como uno de los más respetados representantes del poder judicial; una madre absorbida por múltiples tareas benéficas. Ambos soñando y programando un brillante futuro político para el muchacho en el cual han colocado todas sus esperanzas. Una trampa mortal en la que todos han caído irreduciblemente.

Ustedes preguntarán: ¿y él? Bueno. Él juega a equilibrar sus esferas, hacer malabarismos con sus distintas personalidades; y es esto, lo último que he sabido, lo que llama mi atención. El personaje en cuestión trabaja arduamente para una compañía transnacional. Ejerce un alto cargo que le brinda desahogo económico y respeto social; pero no es feliz. Ha implementado un delicado plan para salvaguardar sus múltiples círculos. En un lado, compactos, tiene a sus amigos de Valencia; en otra parte, reposan sus amistades y contactos laborales; más allá, la sagrada estructura familiar, vigilante y esnobista; difuminadas aparecen ciertas conexiones que ha hecho en Caracas, lugar donde trabaja; y en el claroscuro que se sucede, se agazapa el rumor de un clandestino affair con un funcionario del Banco Mundial.

Lo insólito es que balancea todo sin permitir roces entre unos y otros. Ninguno conoce a nadie del otro grupo y así ha sabido llevar su celosa vida privada y pública. Y lo hace con éxito.

Entre nosotros se ha establecido un sutil e inocente flirteo ocasional. Ambos lo sabemos. Ambos lo respetamos. Los dos jugamos a fantasear con las posibilidades. Mi instinto me susurra sobre la certeza de que para él sería yo la pareja ideal, acorde a sus requerimientos; y sé que en su cuerpo se materializan todas esas cualidades fantásticas que he ambicionado en un hombre ideal: sibaritismo, cultura, educación, carisma, virilidad… savoir-faire, pues. Pero el precio es muy alto. Su familia se escandalizaría hasta límites estratosféricos. El hijo ejemplar baja la cabeza. Yo me contento con ver más allá.

Convertirme en su pareja equivaldría a aceptar un papel sombrío en su vida; oculto, secreto, vergonzoso. Y he llegado muy lejos para eso. Sí, él es el hombre ideal, salvo que las circunstancias no son las idóneas. No ahora. Mientras tanto, nos entretenemos en flirtear; él sigue jugando con sus esferas. Y yo… Bueno; yo prosigo mi incesante viaje existencial.

¿Quién sabe con qué otra persona puedo cruzarme sin esperarlo? Allí radica lo esencial de la vida, el viaje infinito, la sorpresa del azar; el romanticismo inquebrantable de un alma crédula y descarada.

6 de julio de 2007

8 confesiones.

Un querido amigo virtual me convidó hace algún tiempo a realizar una cadena que ha discurrido a través de muchos bloggers. Al principio, me sentí renuente de intentar explorar ocho intimidades para colocarlas en mi blog; pero luego, poco a poco, recuperé esa vieja predilección adolescente por contestar los tests de mis amigas en el liceo. No sé qué tan bien salga esto, pero aquí voy…

Soy muy indisciplinado y disperso para escribir. Algunas veces mi cabeza bulle con infinidad de ideas, pero aún enfrento dificultades para sentarme y plasmarlas en el papel. Me animo, me arrepiento, me aventuro, sonrío. Establezco un juego unipersonal del que usualmente salgo perdiendo.

La única constancia escrita que sostengo (y absoluta fidelidad) es con mi diario manuscrito. Llevo 16 años escribiéndolo y a estas alturas no creo que me detenga. Por supuesto, reconozco que a veces lo empleo como muletilla para mis dramas reales. Corro a refugiarme en él, secreto y silencioso. Quizás se ha convertido en un tipo de neurosis, no lo sé; y no pretendo explorar esos recovecos de mi psique.

Hace aproximadamente 5 años que no sostengo romances de ningún tipo. He sostenido flirteos ocasionales, salidas a cenar una que otra vez; pero mi corazón se mantiene congelado, esperando por la llama abrasadora del verdadero amor. No ha faltado quien me catalogue de perfeccionista, idealista, utópico, fantasioso; todos vocablos que se acercan a la realidad, pero fallan en definirme por completo.

Me considero (a pesar de todo) muy sexual, muy sensorial. La parte que más disfruto es la referente a la seducción inicial, cuando establecemos ese juego sensual de flexible danza emocional; mas una vez que determino mi triunfo, corro despavorido en la dirección contraria. Algunas de mis amigas creen que saboteo mis propias oportunidades. Quizás sea otra neurosis inexplorada.

Me considero bastante tímido y cualquier avance inapropiado (que me halague) puede hacerme sonrojar hasta la médula y vomitar balbuceos inconexos. ¿Contradictorio? Totalmente.

En los momentos en que me bloqueo literariamente, recurro a las tres musas que iluminan mi escritura: Anaïs, Marguerite y Virginia. Sin ellas, no creo que hubiese podido llegar hasta donde lo he hecho. Adoro la lectura de diarios ajenos y salivo con ponerle las manos encima a un ejemplar de los de Susan Sontag, Jacqueline Susann, Raymond Carver y Thomas Mann.

Confieso una carencia absoluta de amistades artísticas. Creo que me sentiría muy estimulado si estuviese rodeado de escultores, pintores, escritores, poetas y compositores. Sueño con establecer debates ideológicos hasta bien entrada la madrugada, en un café parisino.

Siento una terrorífica debilidad por los hombres casados. Creo que disfruto con la sensación de imposibilidad que tal atracción implica; quizás se deba a que adoro los retos, no lo sé. Estuve 10 años con uno y eso debería servirme de escarmiento, pero ¿quién gobierna los sobresaltos del corazón?

He aquí mis 8 confesiones, si es que pueden llamarse así. Agradezco a Sergio por instarme a experimentar con las sombras iridiscentes de mi vida. Ha sido una terapia muy estimulante.

13 de junio de 2007

Senderos II.

Resulta prodigioso cómo, algunas veces, ciertos eventos aleatorios provocan y conectan ideas inconexas; son como piezas de dominó dispuestas en sucesión: al caer la primera, detona una cascada lineal que no se puede parar. Fluye en contra de nuestra voluntad, se sucede siguiendo una coreografía desordenada y enigmática. Eso fue lo que pasó con la inesperada noticia de Angel.

Creo que, en el fondo, lo que pasa es que siempre he sido un idealista sin remedio, un cultor impenitente de los cuentos de hadas; por eso es que acuso los golpes de la vida con tanta sorpresa y melancolía.

Una de las ideas que había echado raíces en lo profundo de mi mente era la de que “en la época del liceo establecemos esas amistades que serán para toda la vida”. Una utopía que, hasta cierto punto, se hizo realidad; porque Angel no fue el único con el que compartí nexos tan fuertes.

Hoy quiero escribir sobre Carmen y Yira.

A ambas las conocí en ese período turbulento de la adolescencia, cuando todo es más fuerte y visceral: los amores, los odios, las fiestas, las emociones y las ambivalentes amistades. En el salón donde recibíamos clases estaban aglutinados 30 muchachos/as con tan dispares puntos de vista que era tarea difícil hacernos callar. En torno a esta torre babilónica coincidí con Carmen. Desde el principio compartimos esa química perfecta que bendecía nuestra unión. Inmediatamente nos contamos todo, compartimos secretos, establecimos alianzas y discutíamos a nivel estratosférico. Nuestro vínculo era tan fuerte que no podíamos postergar nuestros comentarios. Al mediodía, después de clases, era obligatoria una prolongada llamada telefónica.

- ¡Pero si se acaban de ver! –vociferaba mi abuela-, estos muchachos son un caso. Estuvieron juntos toda la mañana y todavía siguen hablando… -y desaparecía por los rincones murmurando.

Lo cómico es que, aún hoy día, mi abuela a veces pregunta por Carmen.

Una de las cosas que más teníamos en común, era la predisposición ineludible de embarcarnos en amores turbulentos; ella tuvo una sucesión de novios incongruentes, un matrimonio fallido, un hijo muy despierto y finalizó con una irreverente relación lésbica. Todo esto fue contribuyendo a que nuestros senderos se separaran poco a poco, hasta ahora, cuando el contacto es nulo. Todo esto lo he recordado a propósito del bizarro episodio con Angel. ¿Dónde quedó Carmen? ¿Adónde fueron a parar todos los secretos que compartimos? ¿Y las risas? ¿Las vivencias? ¿El tránsito de la adolescencia a la madurez? Ahora no es más que un recuerdo agridulce, una sombra, un susurro pretérito. Ni siquiera fue que nos peleamos y decidimos separarnos, no; sencillamente tornamos a desencontrarnos, con tanta suavidad como se asimila la vigilia que precede al sueño profundo. Sí: creo que nuestra amistad se durmió sin avisarnos que quería hacerlo.

Mejor suerte tuve con Yira. Nuestra unión se inició como una combustión incandescente. Era muy parecida a la sostenida con Carmen, pero magnificada en su intensidad. Las conversaciones con la primera eran, si se quiere, banales en su contenido, porque se limitaban a las vivencias compartidas; con Yira todo fue varios pasos más allá. La esencia del vínculo que sobrellevamos era sublime, dinámico; compartíamos algo que ella ajustadamente definió entonces como “una simbiosis humana”.

Establecimos como pauta ineludible reunirnos todos los miércoles por la tarde y ha sido la amiga con la que más cartas he cruzado: a veces hasta dos en un mismo día. Nuestro chispeante diálogo estaba salpicado con disertaciones filosóficas, literarias y existencialistas; a través de ella vislumbré por vez primera la clase de vida que quería tener. Hoy agradezco haberme cruzado con sus pasos y desearía que cada uno de ustedes hubiese tenido una amiga tan iluminadora e iridiscente.

En este particular caso, ambos realizamos esfuerzos por no someter a las inclemencias del olvido lo que habíamos construido; pero la vida, con sus desviaciones en la ruta, nos enseñó mejor. Después de estudiar psicología, mi más querida amiga partió a España, donde prosiguió sus estudios y contrajo matrimonio con un hombre muy especial. Siempre hubo una carta (de uno u otro lado) para mantener oxigenada la relación iniciada hace poco más de 15 años. Con eso nos contentamos por un tiempo.

Ya casada, se ocupó de organizar viajes consecutivos para ver a su familia venezolana y reencontrarse con sus amigos (este servidor incluido). Y tales veladas resultaban reconfortantes: podíamos hablar como antes, recordar o reacomodar reminiscencias; pero nunca le hablé sobre la inquietante madurez que pendía sobre nosotros. Parecía, a veces, que jugábamos a ser los de antes, no más de allí.

Por supuesto, no pretendo anclarme en lo que alguna vez fuimos, pero hubiese querido que nuestra relación madurara a la par nuestra. Hoy quisiera tenerla cerca y poder interactuar con la misma intensidad de entonces, la misma fuerza y fidelidad; mas el sendero se ha desdibujado. Y si se lo comunico, temo que no me entienda. Cómo decirle que a veces añoro su mirada franca e imparcial, sus palabras certeras y sedosas; su mano tibia, pues.

Pero entiendo que su camino la ha llevado a vivir experiencias enriquecedoras e inolvidables; no soy tan egoísta. Quiero concentrarme en lo más importante: tuvimos la invalorable oportunidad de conocernos, caminar juntos y compartir una época idílica, llena de sueños y promesas.

Hoy comprendo que debo aprender a decir adiós con una sonrisa. No debo aferrarme. Ayer estuvieron Angel, Carmen y Yira; mañana no sé con quién podría encontrarme. No obstante, tengo fe en que me aguardan aún encuentros decisivos. Quizás no tan intensos, pero sí tan memorables. Si veo hacia atrás observo cómo mi sendero se ha bifurcado sin remedio; pero también alcanzo a ver, si me volteo, que hacia delante se perfilan nuevas aventuras, otros senderos.

De todas formas, Yira me escribió hace poco. Pronto vendrá de visita y espera verme. Aguardo con ansias hasta entonces.

Y sonrío.

12 de junio de 2007

Senderos I.

Todo comenzó con una inocente llamada telefónica. Poco podía saber sobre el descubrimiento que se dirigía hacia mí a una velocidad supersónica. Imagino que su trascendencia me tomó desprevenido, pero reconozco que la mayoría de tales eventos no suelen avisar acerca de su contenido.

Allí estaba yo, intentando comunicarme con Angel: si acaso el amigo que he tratado por más tiempo en mi existencia; casi 25 años compartiendo risas, lágrimas, desamores e ilusiones. El clímax de nuestra relación se produjo en la época del liceo; entonces nos limitábamos a vivir la vida un día a la vez, sin preocuparnos por lo que sucedería después. Y a pesar de nuestras diáfanas diferencias (socioeconómicas, de orientación sexual, culturales), nos ocupamos de encontrar siempre un punto de equilibrio.

Angel estuvo allí cuando enfrenté mi primera relación homosexual, tendiéndome su hombro atento para soliviantar mis dudas; juntos transitamos el dolor del fallecimiento de su primera hija; mis palabras le brindaron aliento luego del penoso divorcio y él se ocupó de darme apoyo cuando asumí que, tras diez largos años, el hombre con el que compartía mi vida no era el mismo del que me había enamorado al principio.

Eventualmente, por supuesto, fuimos tomando una discreta distancia. Yo continué mis estudios fuera del pueblo donde nacimos, comencé a interesarme por la escritura y a satisfacer mis ansias de ver mundo. Él se permitió entregarse al gozo de su nueva soltería y abrió una pequeña consultoría académica. Matemáticas, Física, Biología, Química, Trigonometría, Cálculo… su lenguaje se adecuó a los números que tan bien aprendió a manejar, mientras yo me encontraba con Simone de Beauvoir, Anaïs Nin, Gide, Duras, Sartre y Heidegger.

Estos últimos años parecíamos haber perdido cualquier nexo restante, pero nos las ingeniábamos para intercambiar llamadas y cortas visitas. Reíamos igual, seguíamos compartiendo el mismo pasado y evocábamos graciosas reminiscencias. ¿Qué fue entonces lo que pasó? ¿Dónde estuvo la ruptura definitiva?

Ayer me dejó saber, muy despreocupadamente, que nuestro acostumbrado encuentro de la semana pasada no se efectuó porque estaba de viaje, preparando todo lo concerniente a la fiesta…

- ¿Qué fiesta?-pregunté con inocencia.
- Bueno… Todo lo del matrimonio, pues.
- ¿Matrimonio? ¿Y quién se casó ahora?
- Yo mismo.-remató con una risa fría.

Hacía mucho tiempo que mi mente no quedaba en blanco por completo. No supe qué decir ni cómo reaccionar. El amigo más longevo que tenía había contraído matrimonio y ni siquiera pudo participarme. El silencio abrupto que se sobrevino plasmó con amplitud la mezcolanza emotiva que me asaltó: incredulidad, desilusión; un peso muerto.

- ¿Y por qué no me avisaste?
- No fue nada importante. Además, todo se mantuvo íntimo y pequeño.

¿¡Íntimo y pequeño!? O sea, ¿yo era un desconocido?

La conversación finalizó entre bromas estériles y pausas graves. Colgué el teléfono sintiendo como si me hubiesen arrebatado un pedazo de vida sin mi consentimiento. Después de tantos años, quedábamos reducidos a… ¿a qué? Al principio, luego de asimilar la noticia, estuve tentado de justificar todo a un berrinche de mi parte; quizás estaba maximizando mis reacciones, la forma de ver las cosas… Pero, ¿era así?

¿Tanto nos habíamos alejado sin darme cuenta? ¿Podía la transformación y los senderos tomados separarnos tan abruptamente? Y él se notaba tan relajado, tan lineal. Incluso, sobre la marcha, planifiqué discutirlo con él; pero casi al mismo tiempo me golpeó la simplicidad del hecho: era como pretender llorar sobre la leche derramada. No nos hemos convertido en extraños, mas el fuerte vínculo que alguna vez nos unió se ha distendido mucho, inexorablemente. Irremediablemente.

Somos senderos que se bifurcan. Él con su nueva esposa; yo con mis páginas secretas. Sé que no estoy haciendo una tormenta en un vaso de agua; sólo me impacta internalizar la magnitud de lo sucedido, porque no estoy enfocándome nada más en lo acontecido ahora; contemplo más allá, hacia los viejos caminos abandonados.

Continuará…

7 de junio de 2007

La revolución de los claveles.

1.968. Francia.
A través de una pequeña (al principio) manifestación estudiantil, la sociedad francesa se pronunció en contra de un sistema que consideraba obsoleto y no ajustado a la realidad; querían y clamaban por reivindicaciones. Hayan tenido o no la razón, no es mi punto; lo que encuentro relevante fue el surgimiento inesperado de un poder que amenazaba con derribar lo establecido: los jóvenes estudiantes. Nadie, dentro del gobierno o en la sociedad gala, sospechaba entonces lo que esos muchachos desencadenarían con sus acciones. Fue un movimiento histórico que arrojó ecos; ecos que resuenan, aún hoy, vibrantes, a más de 5.000 kilómetros de distancia. Ahora es mi país. Ahora les toca el turno a nuestros estudiantes. Ahora es Venezuela.

Superando las diferencias geográficas, ideológicas y argumentativas, el pueblo venezolano se ha visto sorprendido por un sector subestimado. Desde que Hugo Chávez comenzó su ordalía de atropellos y bravuconerías, la oposición se limitó a trastabillar en un error tras otro. Asistimos impávidos a los desagradables sucesos de abril de 2.002; un referendo revocatorio amañado y unas elecciones presidenciales adulteradas. Para el mundo entero es muy difícil comprender a cabalidad la compleja situación interna que nos aqueja. Los organismos internacionales se presentan atados de manos debido a la burocracia y la diplomacia. Los gobiernos vecinos se limitan a resolver sus propios problemas. ¿La Organización de Estados Americanos? ¿Las Naciones Unidas? ¿La Comunidad Andina de Naciones? Un puñado de testigos de palo. Nada más.

Me resulta poco comprensible la actitud de los demás países. ¿Es que acaso no existe ningún mecanismo internacional para ponerle freno a este desastre político? Imagino que algo parecido cruzaría por la cabeza de alguien durante el tiempo que duró Hitler al frente de Alemania, Mussolini en Italia, Stalin en la extinta U.R.S.S.; incluso apuesto que debe haber más de un cubano pensando lo mismo acerca de su propio desquiciado líder revolucionario. ¿Qué hizo el mundo mientras esto sucedía? ¿Qué ha hecho la sociedad civilizada tras tantos descalabros? Nada. Y ella continúa cruzada de brazos. Lo estuvo frente a la hambruna en Somalia, el genocidio en Rwanda y en la Camboya de Pol Pot.

Pero los venezolanos hemos aprendido, por las malas, que nadie vendrá a resolver nuestros problemas; e irónicamente lo descubrimos a través de los estudiantes. Me cuesta un poco no pensar en el Mayo Francés, cuando la causalidad histórica ha querido que se desarrolle nuestro propio Mayo Venezolano; sin ánimos de comparar.

Los estudiantes nos han sacado de nuevo a las calles, nos devolvieron la esperanza y la fuerza para protestar por nuestros derechos. El gobierno descalifica y despliega unas fuerzas policiales desproporcionadas. ¿Los muchachos? Pues ellos se limitan a esgrimir claveles en contra de los fusiles y la cruda represión. Piden paz, con sus manos teñidas de blanco, donde han pintado en grandes caracteres la palabra “Libertad”. La respuesta del pueblo es estrepitosa. Los estudiantes triunfan allí donde los políticos fracasaron vergonzosamente.

Por ahora, las marchas y concentraciones prosiguen. Con flores, muchas flores. Quiero conservar la esperanza. Quiero creer que no todo está perdido. Quiero imaginar con claridad la luz al final del túnel.

La revolución de los claveles ha comenzado…


“Ce n’est qu’un début, continuons le combat”.
Consigna estudiantil. Mayo del ’68.

27 de mayo de 2007

En pie de lucha.

La verdad es que he tenido que suspender el escrito que pensaba consignar hoy aquí. Decidí suplantarlo por una breve nota para elevar mi voz en defensa de la libertad de expresión que se cercena hoy en mi país. Entiendo que para muchos de ustedes significa sólo un murmullo aislado: un grupo de personas protesta en un mínimo país latinoamericano porque lucha por decir lo que piensa y que es reprimida por el simple hecho de disentir.

Ustedes viven en sociedades pluralizadas donde no les resulta familiar el desencanto que ahora vivimos; lo entiendo y lo celebro, pero para nosotros, los que vivimos en Venezuela, la realidad es otra. Sólo les pido un poco de comprensión y apoyo para mis compatriotas.

Trataré de mantenerme al día con mi blog, pero no me avergüenza escribir aquí que me siento impotente, indignado, frustrado y menospreciado. La realidad interna que vivimos es muy diferente a la que se percibe desde la comodidad de sus hogares en el extranjero. No obstante, no me quejo: entiendo que como pueblo, nos toca el turno de luchar por nuestras libertades, a solas. Esta nota no pretendía ser política, nunca he querido mezclar mis escritos con ello; pero quisiera que entendieran mi derecho a expresar mi voz.

Agradezco su apoyo, solidaridad y lectura.

Espero que podamos leernos, de nuevo, muy pronto.

20 de mayo de 2007

Él.

De mi diario manuscrito…

"Vamos a tomarnos un jugo", decide él, dueño por entero de la situación.
Yo acepto.
Acepto porque sí, porque no tengo otra opción, no existen alternativas; como si estuviera
preso dentro de un mundo onírico, ni siquiera se me ocurre sopesar otras posibilidades. Él, el macho, toma la iniciativa; y yo lo sigo, en silencio.
Pero no se imagina que internamente sonrío.


Me siento atrapado, debo reconocerlo, aunque no obsesionado.

El recuerdo de nuestro último encuentro me acompaña, superponiéndose a la cascada de reminiscencias que de continuo provoca. El lugar donde nos conocimos; la serenata que me ofreció por mi cumpleaños; los viajes nocturnos por la sabana, en rústica cacería; los toros coleados… Tanto, en tan poco tiempo. ¿O acaso me confundo? ¿Ha sido tanto? ¿Es poco el tiempo?

Añoro su sonrisa traviesa, sus ojos entrecerrados al reír, la tonalidad pálida de su piel, el porte recio y varonil; todo. Me siento enamorado de un sueño, una fantasía, un espectro proyectado para amalgamar mis deseos; pero dudo en reconocer este enamoramiento. No puedo hacer más.

Y él no es mío. Es un hombre casado.

¿Contradictorio? ¿Una vergüenza? ¿Un pecado? Quizás; pero ya hace mucho que dejé de preocuparme por los convencionalismos. Ahora sólo importa lo que él (sin poder remediarlo, sin saberlo del todo) provoca en mi cuerpo, evoca en mi mente y convoca en mis sentidos. Es una pasión flamígera, imprudente e irracional. Pero, ¿cuándo un deseo ardiente ha visto la realidad tal como es?

Él nada sabe sobre este sentimiento repentino que suplanta todo lo vivido. No se lo he dicho. Tal vez sea irresponsabilidad de mi parte. No obstante, lo único que importa es lo compartido, la simbiosis secreta y taciturna que hemos desplegado. La pasión clandestina resulta más fuerte, más intensa… y más peligrosa, a nivel emocional: lo reconozco.

Es poco probable que el autor de mis tormentos esté del todo ajeno a lo que enciende en mis entrañas. Establecemos un lenguaje simbólico, gestual y bidireccional que ambos interpretamos sin lúdicas confusiones. Cuando digo que él nada sabe, me refiero a la certeza de la confesión. Pero estoy seguro de que ha sabido leer más allá de mi lenguaje corporal.

Aún así, permanece allí: viril, sereno, incólume, sonriente.

En alguna parte he leído que todos los seres humanos nacemos predeterminados hacia la bisexualidad, sólo que la pacata sociedad se encarga de establecer parámetros disímiles entre mente y cuerpo. ¿Sería posible que su anuencia se deba a algún recóndito rastro de atracción homosexual? No lo sé.

Sólo sé que él continúa allí. Atento. Deferente. Solícito. Reservado.

Múltiples fantasías pueblan mis noches. Ignoro hacia dónde me dirijo.

Pero él no se imagina que internamente sonrío.

6 de mayo de 2007

La señora Dalloway latina.

"Oh what snobs the English are. How they love dressing up".
Mrs. Dalloway.
Virginia Woolf.
Nunca sabré si su día comenzó con la idea de comprar las flores ella misma, pero sí sé que estuvo plagado de múltiples decisiones banales para poder ofrecer una cena tan memorable y placentera. Mi querida amiga Rosaxna cumplió años y decidió ofrecer una íntima comida en su casa, al aire libre.
Puedo imaginarla batallando con los encargados de las mesas y las sillas, con el cocinero que se encargaría del menú, las diferentes llamadas telefónicas para confirmar la asistencia; la visualizo perfectamente discutiendo los últimos detalles referentes a la decoración, la distribución de bebidas y la música. Ella puede quejarse todo cuanto pueda (y quiera), pero es incuestionable que se encuentra en su elemento: distribuye, planifica, ejecuta, supervisa; y más aún en esta fecha, su propio cumpleaños. Lucha por ser una anfitriona ejemplar.
La noche se presenta no tan calurosa, a pesar de la época en la que estamos. He decidido llegar no tan pronto, tampoco muy tarde, lo suficiente para encontrarla desplegando sonrisas y prestando atención a los detalles; nada puede salir mal, no hoy. Es así como compruebo que mi apreciación no estaba equivocada: contemplo una versión latina de la mítica señora Dalloway. Es su noche, es su cena; y el éxito descansa precariamente sobre un delicado tinglado de conveniencias sociales.
No deseo brindar la impresión de que mi amiga sea tan superficial, pero reconozco que el círculo de amigas que la rodea se preocupa más por prendas de vestir que por la masacre diaria en Irak. Son mujeres (y hombres) que disfrutan de estas periódicas escapadas para reír despreocupadamente, comparar modelos de teléfonos celulares y planificar próximos encuentros. Han nacido así, han crecido así, interactúan con personajes similares y privilegiados, y es probable que partan de este mundo de la misma manera: sin traumas, sin lamentaciones. ¡Qué gozo! ¡Qué delicia!
Y ellos disfrutan intentando olvidar por unas horas que vivimos en un país lleno de miserias, con un presidente poco responsable que se preocupa más por figurar en el exterior que por ocuparse de las carencias que enajenan la nación que se jacta de gobernar. Esta noche no existe el desempleo, la creciente delincuencia, la corrupción vergonzosa ni los atropellos arbitrarios en contra de lo que alguna vez fue una de las democracias más sólidas del continente.
Pero he allí que Rosaxna ha triunfado: la cena ha quedado perfecta y el vino es inmejorable; la conversación fue rica y chispeante, permitiéndonos a todos coincidir en la maravillosa velada que hemos compartido. Quizás mañana nos toque, de nuevo, lidiar con las realidades postergadas; pero, por esta noche, la señora Dalloway ha triunfado en su cometido.

28 de febrero de 2007

Vocación.

Uno de mis primos llega para solicitar mi ayuda con una de sus tareas académicas. Él está estudiando Comunicación Social en una prestigiosa universidad, pero algunas materias y asignaciones escapan a su comprensión. Ahora le toca redactar el formato de una crónica de opinión y pide: "¿Conoces algún personaje famoso sobre el que podamos escribir?". Por supuesto, ha detallado las tres fotografías que mantengo en mi escritorio: tres mujeres que me sirven de inspiración literaria; mis musas, pues. En blanco y negro, los rostros de Marguerite Duras, Anaïs Nin y Virginia Woolf parecen intemporales y eternos. "¿Quiénes son esas viejas?", pregunta él, al mismo tiempo que no puedo evitar poner los ojos en blanco.

J. J. es un adolescente promedio; un adolescente homosexual promedio. Ha escogido estudiar periodismo porque le parece chic e interesante; pero no lo hace por vocación. Es un joven soldado, cuyas armas serán las letras y al que no le gusta, paradójicamente, leer el periódico. ¿Pudiera existir mejor contradicción? En realidad, no le gusta leer, escribe lo necesario (en clases) y no se siente motivado a explorar la corriente artística de nuestro país. No obstante, estudia para convertirse en periodista. Se encuentra anclado en una edad en la que prefiere saltar de una relación a otra, trasnocharse en las discotecas y descargar música de la red.

Su completo desinterés me tomó desprevenido. Sin imaginárselo, propició incandescentes pensamientos en mi memoria. Recordé el principiante amor que sentí por la palabra escrita y las consecuentes decisiones que me vi obligado a tomar por sugerencia familiar. En ese entonces, Administración de Empresas Turísticas era la carrera adecuada en un país tropical y con una infraestructura en pleno desarrollo. Escribir nunca fue una opción rentable. Era cuestión de sentido común. Nada más. Sin poder evitarlo, me vi reflejado en este muchacho desgarbado sin orientación definida.

¿Con qué sueña J. J.? ¿Qué es eso que en el fondo lo motiva? ¿Qué persigue?... ¿Acaso lo sabe? Resulta abrumador contabilizar la cantidad de seres humanos que transitan por esta vida sin prestar atención a su yo interno; entes anónimos insatisfechos por el día a día que les toca vivir. Algunas veces parece una tarea difícil descubrir lo que de verdad nos ilumina, aquello que enciende nuestra chispa divina y nos impulsa a redescubrir nuevos horizontes... Me pregunto cuánto tiempo le tomará a mi primo... si es que alguna vez lo hace.

26 de febrero de 2007

Inspiración.

"...escribir, escribir y luego escribir algo más, y nunca permitir que el cansancio, la falta de tiempo, el ruido, o cualquier otra cosa, me desvíe de mi camino".
L. Ronald Hubbard.
Me he sentido ausente, atrapado entre mis propias páginas internas; buscando una absolución literaria para mis demonios particulares. Pero persevero... y es lo que importa.

9 de febrero de 2007

¡Cumpleaños Feliz!

33 años. Treinta y tres años. Hoy es mi cumpleaños. En términos de longevidad no parece mucho, pero reconozco que resultan muy significativos para mí. Termino de consolidarme dentro de lo que muchas de mis amistades definen como "adulto contemporáneo"; pero, ¿qué es eso? ¿Cómo definirlo? ¿Cómo se caracteriza esa transición entre tardía juventud y temprana madurez? No lo sé... pero me arriesgo a averiguarlo.
Si me permito realizar un balance existencial a estas alturas, descubro que no puedo quejarme. He hecho lo que he querido, he intentado perseguir mis sueños, he luchado por mantenerme fiel a mí mismo y, lo más importante, siento que aún no he hipotecado mi corazón. No obstante, cumpliendo 33 años vagando por esta tierra: ¿quién soy?
Soy un homosexual convicto y confeso. Me enamoré por vez primera siendo adolescente, que es cuando resulta más turbulento y tormentoso; ofrendé mi virginidad sexual a quien fuera mi primer amor y con él proseguí mi escabroso aprendizaje durante los siguientes diez años. No fue una relación perfecta, mucho menos idílica; pero reconozco que me sirvió para evolucionar y aprender como ser humano sentimental. De hecho, a esa pretérita sombra deberé eternamente la chispa literaria con que di inicio a mis clandestinos diarios. Con él descubrí la pasión, el deseo, la lujuria y su contraparte: las lágrimas, la depresión, el sacrificio y el dolor. Pero insisto: no me quejo, estoy aquí. No me arrepiento.
Las convulsiones se efectuaron no sólo dentro de mi corazón; tuve que desperdiciar varios años para poder descubrir que la fuente de mi felicidad reside entre las palabras escritas. Comencé estudiando Antropología, luego Psicología y terminé graduándome en Administración de Empresas Hoteleras. Incluso tuve la oportunidad de trabajar para una prestigiosa cadena internacional, sólo por poco tiempo, el suficiente para descubrir que me ahogaba entre tanta férrea disciplina y horarios agobiantes. Hizo falta mucho valor para ariesgarme a renunciar a un estilo de vida preestablecido e intentar perseguir mis aspiraciones literarias. ¿Una locura? No lo sé; lo único que tengo seguro es la aceptación propia de perseguir un sueño, una utopía, una fantasía narrativa que me llena mucho más allá de la comodidad económica. De eso tampoco me arrepiento.
Después de mi primer amor, se sucedieron otros amores no menos significativos, aunque ninguno permanente. Me acostumbré paulatinamente a la soledad. Una soledad creativa, enriquecedora, cómoda y flexible. Aún sigo creyendo en el amor, sólo que ahora mis escogencias se han simplificado en la medida en que se han vuelto más delimitadas. Sé quién soy, por ende sé ya lo que quiero y cómo lo quiero. Atrás han quedado las experimentaciones pueriles y estériles que sirvieron para aclarar mi perspectiva. Sí: estoy solo, pero no me siento solo. Aquí, por supuesto, no cabe el arrepentimiento.
Mis círculo de amistades también se ha contraído. Ahora me rodean personas interesantes, luminosas, positivas; hombres y mujeres que me regalan una diversidad de matices que va más allá de su color de piel, su escogencia sexual y su cuenta bancaria. Son seres humanos con quienes he escogido compartir mi tránsito, mi desplazamiento corporal por esta vida. Estoy orgulloso de ellos. ¿Cómo arrepentirme?
Si lo tomo con calma y observo hacia atrás, descubro muchas decisiones tomadas, almas dejadas en el camino, amores traicionados, ofertas tentadoras y experimentos fallidos; pero cada una de esas encrucijadas me ha traído hasta esta noche, cuando escribo estas líneas. Es probable que pudiera haber hecho algunas cosas de manera diferente, pero estoy satisfecho con el resultado. Barbra Streisand alguna vez dijo que para poder saber hacia dónde vamos tenemos que averiguar de dónde venimos... Bien; mi senda ha sido turbulenta porque buscaba la paz de corazón, de espíritu y de mente. Ciertamente no estoy muy seguro de descifrar lo que me espera más adelante, pero sé que lo más difícil ya quedó atrás. Me siento contento, satisfecho, esperanzado y lleno de ilusiones renovadas.
Doy gracias por lo que tuve y por lo que no tuve; agradezco lo que tengo y lo que no. Tengo fe en esperar lo mejor... Sé que no me voy a arrepentir.

23 de enero de 2007

Buenas noches, Ringo...

¿Cómo puedo comenzar a describir fielmente el inesperado dolor que me causó la muerte de Ringo? ¿Cómo puedo transcribir al papel las oleadas de impotencia que cruzaron mi cuerpo ante el tibio cadáver del animal? Lloré; lloré como hacía mucho tiempo no me lo permitía. De nada sirvió que una pequeña voz se manifestara insistente en el fondo de mi cerebro: “Él está bien, ahora ya descansa. Se ha ido a un lugar donde está lleno de luz, amor y paz. Ha evolucionado”. Me sentí derrotado, vulnerable, confundido. Ringo se ha ido; ha partido.
Mamá entró exasperada a mi habitación: una pequeña histeria dominaba su ánimo; sólo se limitó a gritar que algo le pasaba a nuestra mascota y salió despavorida. De inmediato, corrí detrás de ella. Papá intentaba ayudar al pobre animal, quien parecía desmayado en un inexplicable charco de sangre. Las múltiples manchas rojas enmarcaban la imagen central: Ringo se sofocaba; parecía haber perdido una batalla incomprensible para nosotros. En el fragor de la situación, parecíamos entes inermes ante el súbito desenlace que nos tomó con la guardia baja. Nos arrodillamos en torno a él, luchando por ofrecerle una esperanza dentro de la tortura que representaba su transición.
Papá contaría después que sencillamente el animal se levantó para salir de la habitación y entonces, sin previo aviso, comenzó a vomitar sangre. Ni siquiera su última comida; sólo enormes coágulos sanguinolentos. Creo que la mayor impresión fue darnos cuenta de la vulnerabilidad de la situación: Ringo se notaba tan incapaz de defenderse contra aquello que amenazaba con arrebatárnoslo. Su pequeño cuerpo se sacudía con leves espasmos, como si acaso no pudiera respirar; Mamá le exigía que reaccionara, gritando y susurrando alternativamente. Y por un breve momento (aunque es posible que se debiera a un truco de mi imaginación), él pareció querer aferrarse, luchar por este retazo de vida que le tocó vivir. Hubiese querido levantarlo y correr, correr, correr… lejos de esta realidad cruda que me enfrentaba con la muerte sin pedirme permiso. Pero no pude.
De pronto, con dolorosa lentitud, todo su ser se fue quedando inmóvil, fláccido; asemejándose a una vieja muñeca rota. No emitió ningún sonido. Se fue tan silenciosamente como había llegado. Fue entonces cuando sentí que algo muy delicado se fracturaba dentro de mí. Ni siquiera tuve fuerzas para luchar en contra de esa inexplicable fuerza que me dominaba. Quizás era frustración, dolor, rabia, incomprensión… no lo sé; ya no supe más nada.
En vano intentamos buscar cualquier signo de vida, por muy endeble que fuera: un débil palpitar de su corazón, una tenue respiración entrecortada; pero no hubo nada. Sostuve y acaricié su pequeño cuerpo, tibio aún, incluso después de muerto. Por extraño que parezca, me costó asimilar su partida debido a la temperatura que todavía albergaba. Froté sus patas, cerré sus ojos. Me resultaba imposible enfrentarme a su mirada neutra, inexpresiva. Luego me di cuenta de cómo Mamá se preocupaba por acomodarle el hocico manchado, procurando ofrecerle algo de absurda dignidad en su fallecimiento. Ninguno de nosotros habló. Asistimos impávidos a una despedida inexorable, inesperada y muy dolorosa. Fue entonces cuando se derrumbaron las pocas defensas que me quedaban.
Papá quiso disponer del cuerpo exánime y pidió mi ayuda, pero sólo pude caer sentado y llorar sin consuelo. Llorar. Llorar. Qué frágil me sentí. No observé la forma cómo se lo llevaron, me quedé derramando lágrimas que se mezclaron con su sangre. No pude hacer más. Mecánicamente le había quitado el collar azul que rodeaba su cuello y ahora, entre mis manos, la cinta se notaba minúscula, delicada. Todavía conservaba su olor, ese aroma característico que nos acompañó llenándonos de regocijo, risas y cariño.
Poco después apareció Mamá, mostrando una endeble fortaleza para limpiar la habitación. Detallé sus manos haciendo desaparecer el rojo que contrastaba contra el gris del piso. Sólo entonces me percaté de la excreción que había quedado allí depositada: oscura, pequeña. Parecía que en sus estertores finales ni siquiera pudo controlar los esfínteres. Ver la sangre junto a la deposición me impresionó más de lo debido. Incluso ahora no puedo evitar sentirme afligido al recordarlo. Creo que será una imagen indeleble en mi cerebro.
Mucho tiempo después, tarde en la madrugada, regresé a esa habitación que él había tomado como suya. Coloqué una pequeña vela justo donde había estado su cadáver. Quise imaginar que así le estaba brindando algo de luz para que su tránsito hacia la otra vida fuese menos oscuro. Le hablé a su recuerdo en voz baja, agradeciéndole por todas las cosas buenas con que nos había premiado. Rememoré sus ojos brillantes y la viva energía que en todo momento desplegó. Sonreí entre mis lágrimas. Dentro de todo, comprendí que no podía aferrarme a su esencia. Era su momento de avanzar, sin más…

Buenas noches, Ringo
Siempre…