29 de julio de 2007

Él (II)

“¡Qué lenguaje tan secreto hablamos! Hablamos en voz baja,
con sugerencias, matices, abstracciones, símbolos”.
Anaïs Nin, en su diario.


Extracto de mi diario manuscrito…


“Él estaba esperando por mí allí. Me gustaría saber en qué pensaba mientras aguardaba sentado. ¿Qué cruzaba por su cabeza? ¿Quizás recordaba nuestro encuentro anterior? O tal vez planificaba lo que diría al vernos, igual a como lo hacía yo mientras descendía por las escaleras del centro comercial. Caminaba como en sueños; seguro, por anticipado, de que sería memorable, no importaba su resultado. Incluso hubiese querido detener el tiempo, hacerlo más lento, para poder disfrutar de esa excitación contenida a duras penas. Crucé junto a la fuente de la planta baja, buscando con la mirada la sombra que proyectaba la última vez que nos vimos. Le sonreí a su figura imaginaria y avancé.

Un grupo de plantas impidió que lo viera antes de tiempo, por lo que la sorpresa fue genuina. También me hubiese gustado llegar más temprano, buscar la mesa antes utilizada y poder concentrarme en lo que entonces compartimos; no obstante, disfruté como un adolescente de su mirada fija, intentando llamar mi atención entre la muchedumbre. Ni siquiera se levantó de la mesa, se limitó a estrechar mi mano y ensayar el esbozo de una sonrisa. Si no lo conociera ahora como lo hago, pensaría que le molestaba nuestra cita, ese encuentro preestablecido al que habíamos accedido de común acuerdo. Pero hoy sé que le cuesta ser expresivo, mostrar sus emociones; un rasgo particular que hallo muy interesante y atractivo. No es que juegue a ser enigmático; es que lo es.

Encontrarme con él hoy significó adentrarnos un poco más en esta misteriosa relación que nos envuelve. Fue permitirnos deslizar la luz por algunos rincones oscuros. Nuestra conversación se permitió ser explorativa, una especie de experimentación continua. Pero eso vino mucho después; al principio, con toda lógica, nos deshicimos en frases cortas, tímidas, un absoluto despliegue de torpeza verbal. Pienso ahora que nos asemejábamos a una pareja de baile que no tiene mucha práctica y debe intentarlo hasta que descubren el paso sincronizado; sólo así pudimos volar por toda la pista.

¿Me incomodé esta vez? ¿Me dejé deslumbrar por su reciedumbre? Ni siquiera presté atención. ¿Cómo hacerlo, si su mirada penetrante parecía traspasar mis pensamientos? Aunque sí puse empeño en no dejar que mi imaginación se volatizara. Intenté ubicarme en el momento preciso de su verbo, de sus descripciones, de la magia sonora que desprendía su boca.

-¿Nos tomamos unos jugos?

Su pregunta parecía un mero formalismo; ¿acaso no percibía que me encontraba ya rendido a sus sugerencias? Fluí detrás de él, dejándolo asumir el mando por completo. Desde ese momento hubiese podido hacer conmigo lo que le viniera en gana. Pero mi sumisión era consciente: sé dónde estábamos, entendía lo que me decía, disentía en los momentos precisos; mas fui de él desde el primer segundo. Por completo. Sólo interesaba lo que me pudiera contar, todo el cúmulo de información disfrazada que escogíamos compartir.

Al tomar los jugos del mostrador, rió dos veces. Fue la única vez. A veces parece tan difícil, siendo tan serio, sonsacarle una sonrisa. Y eso que su sonrisa es muy luminosa; tímida pero armónica con su rostro.

Una vez que superamos la reserva inicial y compaginamos el ritmo, la fluidez resultó mejor de lo que yo esperaba. El diálogo se hizo espontáneo, familiar, relajado. Él me hablaba de los últimos acontecimientos laborales que ha enfrentado, mientras yo contaba sobre las incidencias del taller de narrativa. Ni siquiera tuvimos la necesidad de recurrir a viejos tópicos ya zanjados; me maravillé de lo bien que podíamos interactuar. Y me gustó comprobar su plácida comodidad, ese distendimiento verbal y muscular que lo embargaba visiblemente. ¿Cómo no sentirme inspirado?

Desde el principio me dejó saber que su esposa llegaría en cualquier momento, más adelante; pero parecía más una acotación natural, pasajera, que una advertencia. También he descubierto que nunca hablamos sobre ella, a no ser que se deba a un comentario explicativo, un puente lingüístico que debemos cruzar para trasladarnos de un escenario a otro. Hasta el momento no me ha importado; a él tampoco, aparentemente. Ambos sabemos que está casado, que no piensa divorciarse, que ama a su hija; el entorno familiar, hogareño, no es un tópico recurrente en nuestras conversaciones. Al menos, hasta ahora. Percibo entonces que no se siente amenazado por mí o por lo que yo pueda sentir; no es necesario reafirmar su posición para mantenerme a prudente distancia. De hecho, ahora que lo pienso, nunca ha sido así.

En determinado momento, se levanta. Sugiere que caminemos, ir hasta el cajero automático de un banco; supongo que necesita efectivo. Él no lo menciona. Paseamos por el centro comercial con paso lento, sin prisas; he descubierto que entre nosotros nunca ha existido el apresuramiento. Los dos nos adecuamos a su propio paso mesurado, sincopado, como si contáramos con todo el tiempo del mundo. Parece estar disfrutando del encuentro tanto como yo. Aquí y allá se presentan varios silencios en el trayecto. Al principio no puedo evitar sentir una ligera incomodidad, luego entiendo que no debo preocuparme. Son espacios lógicos, llenos de una ausencia de palabras innecesarias. Es un mutismo cómodo, neutro.

Él consigue un cajero disponible. Le ofrezco espacio para que realice su transacción electrónica, al mismo tiempo que me entretengo detallando los libros expuestos en la vidriera de una librería cercana. Luego se acerca y se detiene junto a mí. En ese preciso momento me invade una repentina oleada de conformidad. Parecemos una pareja cualquiera, en un paseo indeterminado, en un establecimiento anodino; pero lo que llama mi atención, una vez más, es la patente confortabilidad que nos arrastra a ambos. No hay nada en nuestra caminata que resulte perturbador. Me siento bien, con él, allí. De pronto, una rápida llamada telefónica:

-Ella viene con retraso; al menos, una hora más.

El comentario pretende ser intrascendente. Leo entre líneas que sólo quiere saber si estoy dispuesto a pasar otra hora junto a él. Ni siquiera respondo. Imagino que no hace falta. En silencio me precede hasta una cafetería cercana.

-Vamos a tomar café ahora.

Ya no hay más jugos, hemos superado esa etapa. Accedo, aunque estoy consciente de que él no debería tomar café, debido a sus problemas gástricos; pero sobre la marcha decido no protestar ni recordarle su dieta especial. Quizás hemos establecido un lugar secreto donde podemos saltarnos las reglas, flexibilizar las normas; quejarme ahora significaría adoptar un patético tono marital que debo evitar a toda costa. Yo no soy su esposa. Jamás deberá percibir en mí la cantaleta típica de una esposa/madre preocupada. El tratamiento de mi pasividad femenina tiene que ser extremadamente sutil, muy cuidadoso. Algo muy similar a la ambivalente dinámica que hemos establecido en la finca. De hecho, más adelante, se permite un fugaz desahogo:

-Si yo hubiese sabido que esto sería así… Créeme que preferiría… no sé. Todo fue tan… precipitado.

Los puntos suspensivos resultan aún más estridentes que lo que pretende decirme. Su mirada, siempre tan directa, es huidiza, esquiva. Por supuesto, me mantengo en silencio. Intuyo que hay más de él de lo que alcanzo a ver y a especular. Tengo ante mí a un hombre reservado, acostumbrado a no exteriorizar nada personal. Pareciera que ser circunspecto va implícito en su naturaleza. Es un individuo que se comunica a través de silencios, de miradas; puede llegar a ser tan poco verbal.

-¿Sabes? –me aventuro-. En un principio puedes llegar a caer muy mal. Eres un sujeto muy mal encarado.

Sus labios tiemblan, se sacuden casi imperceptiblemente en lo que puede ser el inicio de una sonrisa.

-Sí. Ya me lo han dicho.

-Bueno… Tampoco puedo criticarte mucho. A mí me pasa lo mismo. Siempre me dicen: ‘Antes me caías mal; parecías intransigente’. Malinterpretaban mi timidez con orgullo y frialdad. Tú, en cambio, no ofreces posibilidades. Es como si dijeras: ‘Esto es lo que hay, si no te gusta, no es mi problema’. ¿Entiendes? Casi como si no te interesara el mundo.

-Lo que pasa es que siempre he sido así. Mis compañeros del trabajo me preguntan: ‘¿Cómo haces para vender, para entenderte con los compradores?’; y yo les digo: ‘Bueno, ¿qué quieren? Yo no voy a socializar ni a perder mi tiempo. Sencillamente llego, saludo, hablo con el dueño, le muestro la mercancía y ya. Si le interesa, bien, y si no, también’.

-Exacto. A eso me refiero. ¿Ves? Es como si no te importara.

-Es que me cuesta mucho entablar conversación con alguien que no conozco…

-Y con conocidos, también.

-Bueno, sí… también. No me gusta hablar mucho.

Su comentario resulta paradójico, incongruente. ¿Qué cree que hemos estado haciendo la última hora y media? Es una hermosa contradicción; porque lo he visto interactuando con otras personas y sé lo parco que puede llegar a tornarse. Lineal. Monosilábico. Distante. Sí: creo que esa es la palabra clave: distante. Sólo que conmigo se permite ser tibio, asequible y sutil. Logro acceder a un rincón permeable, no común, dentro de su armadura. Reconozco en ello un privilegio que debo preocuparme por respetar y salvaguardar.

Él es el típico macho del llano venezolano; inconmovible, seco, poco comunicativo. Puede ser tosco, rudo, nada diplomático, directo… distante. Inaccesible. A los hombres de su tipo les cuesta mucho pronunciar una frase amable, condescendiente, cariñosa. Están acostumbrados a seducir con reciedumbre. La virilidad que exudan es apabullante. Es por eso que desde el principio me he sentido confundido por la interacción que sostenemos. Los de su estirpe y condición no se sienten cómodos cerca de un homosexual. Para ellos, nuestra orientación sexual es por entero contranatural. La idea de dos hombres retozando, amándose y sosteniendo coito es inadmisible, risible y asquerosa. De allí que el interés que él parece sentir despierte mi curiosidad. Incluso el hecho de citarnos y encontrarnos en un sitio público escapa a mi comprensión.

¿Qué cruza por su cerebro mientras está allí, escuchándome? ¿Qué siente? ¿Qué es eso que provoco en su fuero interno? ¿Qué mecanismos ocultos logra activar mi naturaleza sexual? A veces pienso que puede ser curiosidad; una curiosidad que está forzada a saltar muchos obstáculos, siendo el temor hacia lo desconocido el más fuerte. Una de mis mejores amigas ha dicho que para él tiene que ser evidente mi inocultable gusto, la particularidad del lenguaje que empleo, la gestualidad; entonces, siendo tan obvio, ¿por qué lo acepta? Porque el simple hecho de mostrarse amable, educado y deferente es una clara señal de que no se siente amenazado por mi atracción. La asimila, juega con ella, la pospone; ¿no sería más natural mostrarse hosco, reticente y desconfiado?

En un determinado momento de nuestra charla me cuenta que planea asistir a un campeonato de coleo de toros a principios del mes entrante. Bromeamos al respecto porque dice que si su mujer no va, otra ocupará su lugar. En juego reclamo su falta de tacto, su desparpajo, el patente descaro. Pregunto por qué no se lleva a uno de sus viejos amigos…

-No, chico. ¿Qué voy a estar yo llevando hombre pa’ unos toros?

Los dos reímos. Su respuesta es lógica, predecible; la típica de un llanero vernáculo y machista. Es por ello que un poco más adelante quedo sorprendido por su ofrecimiento…

-¿Podemos vernos otra vez? –pregunto-. La semana que viene, cuando te toque venir a la universidad, podemos reunirnos más temprano, ¿no crees? Un rato, si puedes.

-Si quieres, la semana entrante, en vez de vernos aquí, puedes venirte más temprano y comemos… almuerzas en el apartamento conmigo.

Recibí su invitación con un estoicismo exterior, porque internamente me estaba derrumbando. Fue tan grave la impresión que ni siquiera pude responderle. La incomodidad no resultó palpable, pero podía sentir su inequívoca pulsación en la boca de mi estómago. ¿Acaso me estaba invitando a comer, con él, en su apartamento? Necesité un par de segundos para poder digerir las implicaciones que tal situación sugería. Un macho recio y circunspecto invitando a comer a un homosexual confeso y convicto. Resultaba una paradoja muy irónica.

Aunque es probable que esté magnificando todo, como ya es costumbre; pero me cuesta compaginar los sentimientos involucrados, desvincular el afecto abierto que él sabe provoca en mí. Si está consciente de que me atrae sexualmente, ¿por qué insiste en prolongar esta atracción? ¿Qué espera de mí? Y también es probable que lo esté subestimando. Tal vez sólo sea un amigo convidando a otro a un intrascendente almuerzo. No obstante, siento que hay algo allí, inconfesable, que me elude en su intencionalidad. ¿Qué espero descubrir con este juego inconexo? Más importante aún, ¿qué pretende él?

Eventualmente, su esposa y su hija llegaron hacia el final de la tarde. La burbuja que nos contenía se fracturó con tal delicadeza que casi ni nos dimos cuenta. Ella me saludó sin mucha emoción, permitiéndome apreciar la escasa animación que sintió al encontrarme con su marido. ¿Hablarán ellos de mí? ¿Qué le dirá ella sobre nuestros ya regulares encuentros? ¿Lo sabrá? Creo que sería prudente averiguarlo.

-Es un cuarto para las seis, ¿no piensas ir al taller? –dijo él.

Yo simulé una repentina molestia:

-¿Me estás corriendo?

-No… claro que no. Es que creí… Es por la hora y el tráfico.

No lo dejé terminar. Su hija permanecía sobre sus piernas, pues la madre había desaparecido pronto; un asunto bancario, creo. En realidad, presté poca atención. Aproveché para despedirme, seguro de que nos volveríamos a comunicar pronto. Salí de allí sintiéndome seguro, sorprendido, expectante y enamorado. Sí: enamorado del momento vivido, del intercambio realizado y de las posibilidades expuestas”.

14 de julio de 2007

Esferas.

El almuerzo está sazonado con comentarios sueltos, picantes, muy bien dispuestos. Las amigas que poseo en Valencia me sirven de conducto hacia una de esas realidades alternas que a veces disfruto. Esta vez se discute sobre la ambivalente situación política del país, los próximos viajes de placer en agosto, la maternidad de una y la inminente boda de otra. Y así, lentamente, su nombre se deja colar… él está presente, sin saberlo, sin imaginárselo, en nuestra cita gastronómica.

Las muchachas debaten sobre su supuesta y encubierta homosexualidad. Ellas opinan, ofrecen, especulan; yo, mientras tanto, me aferro al silencio de mi copa de vino. Contemplo una jauría de depredadoras que parecieran aguardar por mi frase lapidaria; se asemejan a una bandada de buitres sobrevolando un animal herido. Pero insisto en mi retraimiento: no deseo mancillar su resguardada reputación.

Ellas no pueden (no saben) manejar los códigos secretos que yo, homosexual confeso, ya he aprendido a conocer tan bien. Pocas veces he compartido abiertamente con él, pero han sido suficientes para leer a través de sus ojos. ¿Cómo explicarles a estas mujeres la certeza de un roce inesperado? ¿La caricia efímera de una mirada? ¿Un estrechar de manos que se prolonga sutilmente más de lo debido? ¿Un mensaje cifrado entre las líneas de un comentario intrascendente? Pero lo ignoran. Y me cuido de no arrojar luz sobre sus tinieblas.

A través de una paciente lentitud fui coleccionando piezas de un rompecabezas inconexo: hijo de padres burgueses; fracasos sentimentales consecutivos; un padre desempeñándose como uno de los más respetados representantes del poder judicial; una madre absorbida por múltiples tareas benéficas. Ambos soñando y programando un brillante futuro político para el muchacho en el cual han colocado todas sus esperanzas. Una trampa mortal en la que todos han caído irreduciblemente.

Ustedes preguntarán: ¿y él? Bueno. Él juega a equilibrar sus esferas, hacer malabarismos con sus distintas personalidades; y es esto, lo último que he sabido, lo que llama mi atención. El personaje en cuestión trabaja arduamente para una compañía transnacional. Ejerce un alto cargo que le brinda desahogo económico y respeto social; pero no es feliz. Ha implementado un delicado plan para salvaguardar sus múltiples círculos. En un lado, compactos, tiene a sus amigos de Valencia; en otra parte, reposan sus amistades y contactos laborales; más allá, la sagrada estructura familiar, vigilante y esnobista; difuminadas aparecen ciertas conexiones que ha hecho en Caracas, lugar donde trabaja; y en el claroscuro que se sucede, se agazapa el rumor de un clandestino affair con un funcionario del Banco Mundial.

Lo insólito es que balancea todo sin permitir roces entre unos y otros. Ninguno conoce a nadie del otro grupo y así ha sabido llevar su celosa vida privada y pública. Y lo hace con éxito.

Entre nosotros se ha establecido un sutil e inocente flirteo ocasional. Ambos lo sabemos. Ambos lo respetamos. Los dos jugamos a fantasear con las posibilidades. Mi instinto me susurra sobre la certeza de que para él sería yo la pareja ideal, acorde a sus requerimientos; y sé que en su cuerpo se materializan todas esas cualidades fantásticas que he ambicionado en un hombre ideal: sibaritismo, cultura, educación, carisma, virilidad… savoir-faire, pues. Pero el precio es muy alto. Su familia se escandalizaría hasta límites estratosféricos. El hijo ejemplar baja la cabeza. Yo me contento con ver más allá.

Convertirme en su pareja equivaldría a aceptar un papel sombrío en su vida; oculto, secreto, vergonzoso. Y he llegado muy lejos para eso. Sí, él es el hombre ideal, salvo que las circunstancias no son las idóneas. No ahora. Mientras tanto, nos entretenemos en flirtear; él sigue jugando con sus esferas. Y yo… Bueno; yo prosigo mi incesante viaje existencial.

¿Quién sabe con qué otra persona puedo cruzarme sin esperarlo? Allí radica lo esencial de la vida, el viaje infinito, la sorpresa del azar; el romanticismo inquebrantable de un alma crédula y descarada.

6 de julio de 2007

8 confesiones.

Un querido amigo virtual me convidó hace algún tiempo a realizar una cadena que ha discurrido a través de muchos bloggers. Al principio, me sentí renuente de intentar explorar ocho intimidades para colocarlas en mi blog; pero luego, poco a poco, recuperé esa vieja predilección adolescente por contestar los tests de mis amigas en el liceo. No sé qué tan bien salga esto, pero aquí voy…

Soy muy indisciplinado y disperso para escribir. Algunas veces mi cabeza bulle con infinidad de ideas, pero aún enfrento dificultades para sentarme y plasmarlas en el papel. Me animo, me arrepiento, me aventuro, sonrío. Establezco un juego unipersonal del que usualmente salgo perdiendo.

La única constancia escrita que sostengo (y absoluta fidelidad) es con mi diario manuscrito. Llevo 16 años escribiéndolo y a estas alturas no creo que me detenga. Por supuesto, reconozco que a veces lo empleo como muletilla para mis dramas reales. Corro a refugiarme en él, secreto y silencioso. Quizás se ha convertido en un tipo de neurosis, no lo sé; y no pretendo explorar esos recovecos de mi psique.

Hace aproximadamente 5 años que no sostengo romances de ningún tipo. He sostenido flirteos ocasionales, salidas a cenar una que otra vez; pero mi corazón se mantiene congelado, esperando por la llama abrasadora del verdadero amor. No ha faltado quien me catalogue de perfeccionista, idealista, utópico, fantasioso; todos vocablos que se acercan a la realidad, pero fallan en definirme por completo.

Me considero (a pesar de todo) muy sexual, muy sensorial. La parte que más disfruto es la referente a la seducción inicial, cuando establecemos ese juego sensual de flexible danza emocional; mas una vez que determino mi triunfo, corro despavorido en la dirección contraria. Algunas de mis amigas creen que saboteo mis propias oportunidades. Quizás sea otra neurosis inexplorada.

Me considero bastante tímido y cualquier avance inapropiado (que me halague) puede hacerme sonrojar hasta la médula y vomitar balbuceos inconexos. ¿Contradictorio? Totalmente.

En los momentos en que me bloqueo literariamente, recurro a las tres musas que iluminan mi escritura: Anaïs, Marguerite y Virginia. Sin ellas, no creo que hubiese podido llegar hasta donde lo he hecho. Adoro la lectura de diarios ajenos y salivo con ponerle las manos encima a un ejemplar de los de Susan Sontag, Jacqueline Susann, Raymond Carver y Thomas Mann.

Confieso una carencia absoluta de amistades artísticas. Creo que me sentiría muy estimulado si estuviese rodeado de escultores, pintores, escritores, poetas y compositores. Sueño con establecer debates ideológicos hasta bien entrada la madrugada, en un café parisino.

Siento una terrorífica debilidad por los hombres casados. Creo que disfruto con la sensación de imposibilidad que tal atracción implica; quizás se deba a que adoro los retos, no lo sé. Estuve 10 años con uno y eso debería servirme de escarmiento, pero ¿quién gobierna los sobresaltos del corazón?

He aquí mis 8 confesiones, si es que pueden llamarse así. Agradezco a Sergio por instarme a experimentar con las sombras iridiscentes de mi vida. Ha sido una terapia muy estimulante.