27 de septiembre de 2007

Las Estrellas del Ballet Ruso.

¿Qué podían tener en común aquél ecléctico grupo de personas? Muchas señoras mayores, aristocráticas y elegantes; hombres serios, de aspecto académico; un extraño y bullicioso grupo de jovencitas adolescentes. Tampoco podía faltar el componente gay: culta representación de la diversidad sexual; incluso muchas parejas de mediana edad con un gusto sofisticado y sereno. ¿La ocasión? Solemne.

El Teatro de la Ópera de Maracay se preparaba para ofrecer una noche de ensueño artístico: las estrellas del ballet ruso concedían una única presentación (la noche anterior lo habían hecho en Valencia y posteriormente lo harían en Caracas). Una docena de los mejores solistas del Bolshoi y el Stanislavsky recorrían América Latina, ofreciendo recitales muy particulares. La esencia del evento consistía en que los bailarines habían escogido momentos culminantes de varias obras y así poder ofrecer un espectáculo heterogéneo. Dos horas con lo mejor del ballet clásico.

Se le concedió entrada al público puntualmente. No hubo escarceos, discusiones ni personas adelantándose. Quizás se debía a lo refinado de la cita, pero ha de resaltarse el buen comportamiento de los asistentes. Muy pronto todos tomamos asiento porque muy pronto las luces comenzaron a degradarse, anunciando el comienzo del primer acto. Sin dilación, sin desasosiego; entonces las notas de Tchaikovsky retumbaron por todo el recinto, sumergiéndonos en el brillo y la maestría de un ejemplar pas de deux, de La Bella Durmiente. ¿Cómo sustraerse al hipnotismo de aquellos cuerpos tensos, gráciles, simétricos? Formas ingrávidas que usurpaban el escenario. Olga Tubalova y Pavel Dimitrichenko captaron por completo nuestra atención, preparándonos para las subsiguientes destrezas desplegadas por Anna Tikhomirova, Roman Malenko, Natalya Krapivina y los demás, en una delicada sucesión: Giselle, El Corsario, Cascanueces, El Quijote, El Lago de los Cisnes; modernizando la sustancia con coreografías contemporáneas, tales como Gopak, una exuberante danza ucraniana, hasta navegar por los acordes de un conocido tango del célebre Astor Piazzolla.

La excitación y el regocijo del público resultaban contagiosos, electrizantes, arrolladores. Durante todo el tiempo que duró la representación, el mundo exterior cesó de existir. Los dos actos, con el intermedio incluido, condensaron un placer rara vez disfrutado. La idea principal, por supuesto, resultaba innovadora. Los bailarines rusos escogieron decantar lo mejor de sus demostraciones para presentar extractos a una audiencia imposibilitada de disfrutar con las obras completas; a menos que las presenciaran en París, Madrid, Londres, Nueva York o Moscú.

Así, pues, que contamos con la inestimable oportunidad de maravillarnos con los orgullosos descendientes de lo mejor de la Escuela Imperial Rusa: cuna del ballet clásico. Un regalo mágico para unos espectadores poco familiarizados con estas dispersiones cosmopolitas.