31 de diciembre de 2008

La última página.

Es como llegar a la última página de un buen libro. Durante este año hubo personajes memorables, situaciones inolvidables y la sensación de haber experimentado parte de un relato llena de detalles interesantes. Hubo tensión, lágrimas, suspenso, risas, amor, despedidas, reencuentros y fantasías. Todo aquello que hace grande a una historia; y ésta es especial, es mi historia.

Hoy acaricio esta última página con una sonrisa. La lectura ha sido muy gratificante. Me apresto a concluir con la satisfacción de saber que ya no soy el mismo que leyó las primeras líneas. Mucho ha cambiado. Mucho se ha transformado. Mucho he aprendido. Mucho es lo que, definitivamente, queda atrás; y mucho es lo que espera por delante.

Ya cerca de concluir quiero agradecer por la buena literatura, las fronteras expandidas, los nuevos amigos, las páginas escritas, los proyectos iniciados, las lecturas realizadas, el aprendizaje interior; me siento feliz y esperanzado: no podría pedir más. Y espero que sus respectivos libros hayan sido tan vivificantes como el mío propio.

¡Feliz Año Nuevo!

6 de noviembre de 2008

Después, ¿qué?

En la novela El filo de la navaja, de W. Somerset Maugham, uno de los personajes principales tiene una intervención muy significativa. Dentro del diálogo que comparte con otro personaje, él expone lo siguiente:

Si un amor no es pasión, no es amor, sino otra cosa; y la pasión no prospera siendo satisfecha, sino estorbada […] porque la pasión no piensa en las consecuencias. Dice Pascal que el corazón tiene razones que la razón no toma en cuenta. Si quiso decir lo que yo supongo, opinaba que cuando la pasión se apodera del corazón, inventa razones que no solamente parecen plausibles, sino convincentes, para demostrar que vale la pena perder el mundo por salvar un amor. Y nos convence de que vale la pena sacrificar el honor y de que no es precio caro el sentir oprobio y vergüenza. La pasión es destructora. Destrozó a Marco Antonio y Cleopatra, a Tristán e Isolda, a Parnell y a Kitty O’Shea. Y cuando no destroza, muere ella. Y entonces quizá se encuentre uno enfrentado con el desolador descubrimiento de haber malgastado los mejores años de su vida, de que se ha deshonrado uno con su conducta, soportado los terribles dolores de los celos, tragado las más amargas mortificaciones, que ha gastado toda su ternura, y vaciado todo el precioso contenido de la propia alma sobre una pobre ramera, un necio o un fantoche al cual buscamos vestir con nuestros ensueños y que no valía lo que una pastilla de goma de masticar.”

Creo que existen momentos en que las aflicciones del alma coinciden con la buena literatura. Allí, algunas veces, tropezamos con diáfanos espejos donde podemos contemplar con claridad aquello que nos atormenta. En mi caso, recientemente, tuvo el devastador efecto de una necesaria bofetada. Entonces uno se permite esa extraña sonrisa de comprensión, de lucidez, tal vez de secreta vergüenza. Pero una vez que el velo ha caído, ya no hay vuelta atrás. No hay retorno desde el conocimiento. Habrá, por supuesto, quien deseé regresar a la anestesia de la ignorancia; pero siempre estará presente esa pequeña llama que iluminará el resto de nuestras decisiones. Será como un murmullo, un agrio susurro que danza en las comisuras de la mente.

Sólo entonces sobreviene la pregunta: ¿y ahora? ¿Cómo se avanza después de experimentar semejante descubrimiento? ¿De qué forma recomponemos un maltrecho corazón? Porque la ira estará presente; también la impotencia de querer hacer algo sin saber con exactitud qué. Las recriminaciones vendrán, acompañadas por el dolor del sacrificio impune. Pero es cierto que todo esto forma parte del aprendizaje de cada quien. Resta, quizás, ponerse en marcha de nuevo. Levantarse, sacudirse el polvo, y avanzar. Agradecer por estas experiencias que nos enseñan una mejor perspectiva y, en el mejor de los casos, dejan algunos gramos de prudente madurez sentimental.

El proceso no es rápido, pero se acostumbra uno a colocar un pie delante del otro. A levantarse en las mañanas con gesto mecánico. A comer porque el cuerpo lo necesita. Arrastrarse desde el hueco oscuro porque la luz del sol calentará nuestras gélidas extremidades. Con el paso del tiempo, antes de lo que se espera, las sonrisas llegarán. Y a través de ellas, nuestra fe renacerá; y podremos intentar creer de nuevo en las fuertes palpitaciones que nos recuerdan el maravilloso obsequio de estar vivos, de sentir, de experimentar ese regocijo con que nos salpica el amor. Es un punto de vista bastante idílico, si se quiere, pero no por ello menos cierto.

Se los aseguro, con la mejor de mis sonrisas.

17 de octubre de 2008

El sueño de un cronopio.

Marianne Díaz Hernández es una de esas figuras femeninas con quien da gusto hablar. Uno se sumerge de inmediato en la discusión cultural y salta, como un pez, de un tema a otro. Su verbo es rápido y su mente ágil. Es una mujer con un tono de voz muy interesante. Marianne formó parte del grupo narrativo que precedió al mío en los talleres de creación literaria auspiciados por la editorial Monte Ávila y quedó seleccionada para merecer el V Premio Para Autores Inéditos –de la misma editorial- en Mención Narrativa.

Su libro, Cuentos en el espejo, ofrece un caleidoscópico universo femenino que da gusto explorar. Adoro su prosa, más allá de nuestra amistad literaria; aunque tengo pendiente todavía hacer una reseña apropiada acerca de su publicación.

En una de nuestras animadas charlas telefónicas, Marianne me confesó su sueño de poder montar una editorial; lo hablamos como un tema circunstancial. Ella me contó acerca de su placer y yo le revelé mi pasión por poder trabajar en una librería; ambos reímos por nuestro inexcusable amor por la buena literatura. El asunto quedó así, como un grano más en la playa de nuestras discusiones.

La mayor sorpresa vendría algunos meses después, cuando me hizo llegar la información de que se lanzaba al ruedo. El nacimiento de la editorial Cronopios era un hecho concreto. Una enorme sonrisa curvó mis labios al comprobar que un sueño ajeno era alcanzado y celebré mucho su lanzamiento. Me pareció que era una propuesta muy interesante en nuestro país y que toda empresa que contribuya a ampliar la oferta literaria es bien recibida. Por ahora, no obstante, se entretiene en la selección del material que conformará la primera edición. Estoy por completo seguro de que podremos acceder a excelentes propuestas a través de sus mágicas manos y sus perspicaces ojos.

http://www.editorialcronopios.com

9 de octubre de 2008

Las tormentas del interior. (Fragmento)

La confusión que siempre me anula planea sobre mis emociones. Avisa su cercanía, como buitres que olfatean el cadáver. Otra vez me siento imposibilitado de ver con claridad, de discernir el camino apropiado. Sólo tengo algunos fogonazos de luz que iluminan las sombras. El péndulo oscila con violencia, sin darme tiempo a disfrutar plenamente una sensación u otra. Pero hago un esfuerzo considerable para no caer en la ignominia o en la depresión. Con regularidad trato de recordar y concentrarme en todas las bondades que debo agradecer, todos esos detalles positivos que enriquecen mi vida y que, la mayoría de las veces, doy por sentados. Ellos están allí para aguijonear mi realidad y sacarme del sopor.

Y así avanzo, a tientas, un minuto a la vez, una hora a la vez, una sensación a la vez. Es una larga marcha cruzando un desierto de aridez sentimental. Quiero quejarme, protestar, rebelarme en contra de lo establecido, de mi pasivo conformismo; también quiero gritar, ahuyentar la soledad y el silencio, esas aves de rapiña que se ceban en mi angustia. Quisiera poder confiar en alguien, tener la oportunidad de compartir mi desasosiego con alguien, narrar a otro mis desventuras, hacer un esfuerzo mancomunado por encontrar respuestas, despejar las incertidumbres y sentir un apoyo para continuar. Pero no hay nadie, nadie que pueda comprender a plenitud la tormenta que agita mi interior, que pueda leer con claridad mi mirada y ver más allá. Estoy solo. Y creo que se supone sea así: venimos al mundo solos y de la misma forma partimos; también debo aprender a luchar contra mis propios demonios.

2 de octubre de 2008

Retorno.

En la vida de casi todas las personas llegan momentos especiales donde hay que tomar ciertas decisiones, escoger caminos, decantarse por algunas personas, avanzar hacia otros proyectos, abrir puertas; pero también aparecen las pausas, los puntos suspensivos y la necesidad de tomarse un merecido receso. Significa regalarse un tiempo para oxigenarse, recuperar fuerzas y poder continuar. Esto es lo que ha sucedido con mi blog durante los últimos meses.

La pausa fue necesaria. No tuve otra opción.

De pequeño, siempre llamó mi atención el equilibrio del que hacían gala los malabaristas del circo: tres y cuatro pelotas en el aire, en un balance delicado, sin dejar que ninguna de las esferas cayera a tierra. Admiraba semejante disciplina porque yo no la tengo. Lo confieso. Cuando me ocupo de un proyecto necesito concentrar toda mi energía en eso. Cuando decidí emprender la tarea de escribir un texto largo, reconozco que poco imaginé la monumental proeza que tenía ante mí. No fue y no ha sido fácil, pero creo que ya he superado el momento de mayor peligro. Tengo definida la estructura y la trama amerita reescribirse aquí y allá, pero como ya mencioné, atrás quedó el punto de inflexión donde pude haber desistido si hubiese querido. Ahora el camino es hacia delante.

En vista de que puedo agregar otra pelota a mi acto, me atrevo a retomar este trabajo virtual que abandoné sin presentar excusas. Estoy de vuelta. Muestro la señal de retorno con una sonrisa. La novela seguirá con su pulso particular, porque quiere ver la luz y porque hay mucho para contar; pero también me deja un poco de espacio para recuperar mi interacción virtual de antaño.

Trataré de actualizarme con la mayor periodicidad posible, ya que trabajar en mi proyecto literario no es pan comido. Gracias a las maravillosas personas con las que he cruzado mi camino, descubrí que la escritura te exige sacrificios. La escritura es como una pieza de arenisca, un lienzo; el texto hay que trabajarlo, pulirlo, decantar las palabras, escoger las frases; organizar cada una de esas letras disonantes hasta conseguir una prosa melódica, armónica, inspiradora.

Entonces, heme aquí, otra vez con ustedes. Llego con una sonrisa, esperando colgar una parecida en cada una de sus bocas. Gracias por aguardarme. Espero no defraudarlos. Un abrazo.

22 de julio de 2008

Las pasiones.

Una de mis amigas del grupo literario me ha hecho un regalo muy especial y significativo: un estuche conmemorativo de la disquera EMI con 100 canciones de Maria Callas. En total son 6 CD, cada uno con extractos de sus mejores óperas: Norma, La Traviata, Werther, Andrea Chénier, Pagliacci, La Vestale, Il barbiere di Siviglia, La Bohème, Turandot, Orphée et Eurydice y muchas otras. Demás está describir, creo, mi completa impresión ante semejante obsequio. Quedé boquiabierto.

Con el tiempo he aprendido que mis gustos musicales tienden a ser un poco diferentes a los del resto de mis amigos, pero lo disfruto a rabiar en la tranquilidad de mi habitación. Y quiso la casualidad que con estas amigas en particular no sólo compartamos el amor a las letras, sino también por el bel canto.

Me sentía tan emocionado por mi regalo que al día siguiente, deshaciéndome en comentarios superlativos, me arrojé a contárselo a una amiga del pueblo. Ella me escuchó con atención, por supuesto, pero su rostro dejaba traslucir lo poco que le importaba. Intenté explicárselo a través de una analogía:

―No entiendes. Es como si te regalaran toda la colección de The L Word. ¿Lo puedes imaginar? ¿No sería apasionante?

Ella se limitó a encogerse de hombros. Ahora estaba perplejo. Ella sólo dijo:

―Sería agradable, pero hasta allí. Tampoco me estaría muriendo como tú. Creo que me emociono menos; somos diferentes.

En eso tenía razón, lo acepté. Comprendí que resultaba difícil hacerle entender que la Callas me apasiona hasta límites insospechados. Amo esa voz metálica, cortante y apasionada. No puedo evitarlo. Pero también amo la literatura, mis diarios, un atardecer en la playa, leer un buen libro, ver una película interesante, conocer sitios nuevos; son cosas distintas que me apasionan de la misma manera. Subliman mis sentidos. Alteran mi realidad. No sé si me explico bien.

Mi amiga se limitó a confesar que ella no sufría de esas pasiones. No supe qué decir. ¿Cuántas personas hay que van por la vida sin emocionarse? ¿Les sucede a casi todos? Es como desplazarse con anestesia. ¿O soy yo que, sencillamente, me apasiono con facilidad? No digo que lo mismo que me apasiona a mí deba apasionar a los demás pero, ¿no todos tienen sus propias pasiones? ¿Esos detalles particulares que aceleran la respiración y el ritmo cardíaco? ¿Un viaje, tal vez? ¿El aire frío del amanecer, quizás?

La pasada conversación con mi amiga me ayudó a descubrir, sin proponérmelo, que poseo muchas pasiones en mi vida. Las disfruto porque me resultan estimulantes, excitantes; me llenan de energía positiva y expanden mis fronteras. Agradecí en silencio por este otro obsequio y me despedí con una sonrisa.

Y ahora, mientras escribo, la Callas deja oír su portentosa voz desde mi reproductor. Poco más importa.

8 de julio de 2008

Los colores del amor.

El lugar donde tomo mis clases de pintura es muy agradable. Es un parque público. Allí hay un salón con amplios ventanales que dan a un jardín lleno de colores y fragancias. Me gusta mucho. Suele haber un grupo regular, pero de vez en cuando acuden desconocidos.

Allí no se habla mucho, salvo para preguntar sobre alguna técnica o tonalidad lograda. El silencio nos envuelve, aunque una que otra vez alguien se ocupa de llevar un pequeño reproductor de música y la mayoría nos extasiamos escuchando arias de Tosca, Lucia di Lammermoor, La Bohème o incluso Vivaldi, Strauss, Chopin y Tchaikovsky. Sí, sé que suena raro en un pequeño pueblo de provincia, en una escuela de pintura, en un parque público; pero sucede.

Lamentablemente, debido a mis nuevas actividades literarias (estoy escribiendo mi primera novela), no me ha sido posible acudir más a este rincón verde dentro de mi pueblo. Pero no he dejado de pintar ni de recordar las amenas veladas que allí pasé.

Una de las últimas fue bastante especial. Cerca de mi puesto se ubicaron un par de chicas adolescentes; no creo que superaran los dieciséis años ninguna de las dos. Como es costumbre a esta edad, las muchachas se entretenían en hablar en voz alta, discutiendo sobre sus afortunados romances y las presiones paternas. A pesar de la música y del lienzo frente a mí, me descubrí prestando atención a la charla ajena.

Conforme la diatriba continuaba no pude evitar sentirme identificado con lo que ellas discutían. Una salía con un chico mucho mayor, escondida de su familia, dijo amarlo con locura; la otra se mostró un poco más reservada, pero terminó confesando que había llegado un poco lejos con su novio. Ninguna supo que era escuchada, o pareció no importarle. Dio igual. Siguieron exaltando las bondades del amor, la loca pasión, la excitación del riesgo; esa idea bellamente adolescente de que el amor todo lo vence y todo lo puede. No existen sombras en sus respectivos paraísos sentimentales. Pero ignoran que los nubarrones se avecinan…

Al mismo tiempo que intentaba mezclar el verde con el blanco, buscando un tercer color en mi paleta, me detuve a recordar cuándo fue la última vez que pensé así, que me sentí así. Percibí tanta ingenuidad en la charla que escuchaba subrepticiamente que de nuevo me permití una sonrisa de condescendencia. Una vez yo fui así, amando ilimitadamente, esperando todo lo mejor, dando el máximo sin esperar nada a cambio. El amor ideal. Perfecto. Fantástico.

Una vez creí que el amor podía durar para siempre, que todo lo conquistaba y nada lo detendría. Yo también tenía dieciséis años. Pero las decepciones vinieron, las frustraciones no se mantuvieron muy alejadas y el sabor amargo de los fracasos quiso unirse al baile de mis desamores. Creo que en el fondo, a pesar de todo, cada uno de nosotros quiere amar así; en la adolescencia y en la vejez. Pero el amor jamás es perfecto. Sólo más adelante se descubre eso, usualmente por las malas.

Levanté mi vista y las observé. Estaban llenas de lozanía, juventud, esperanza. Una parte de mí quiso acercarse y explicarles que no siempre será todo tan idílico, tan dulcemente hermoso; advertirles a tiempo para que se preparen para la tormenta. Pero la otra parte reconoció que cada camino es individual y cada experiencia es única. Yo tuve mi aprendizaje, lo agradezco hoy. Quizás a ellas les vaya mejor, tal vez podría resultarles peor; no lo sé. Sólo supe que debía mezclar más blanco si deseaba un verde mucho más pálido.

6 de junio de 2008

Amantes de papel.

Mi prima Natalia viene de visita. Debido a mis últimas actividades literarias, paso la mayor parte del tiempo encerrado en mi habitación, pergeñando páginas en mi diario u organizando cada nuevo capítulo de mi novela; así que es aquí donde la recibo, en mi santuario personal.

Ella habla de sus recientes viajes, la próxima operación a la que tendrá que someterse, su recién iniciado romance con una nueva chica; se deshace en sonrisas, anécdotas y preguntas. Está acostada en mi cama y no puede dejar de notar la enorme cantidad de libros que ocupan todo un lado de mi cama; también hay libros sobre el escritorio, apilados en el piso, formando hileras en las mesitas de noche; mi habitación se asemeja a una mal organizada biblioteca. Y probablemente lo es.

Eventualmente, en el transcurrir de la charla, comienza a prestar atención a todo lo que nos rodea. “¿Con quién estás saliendo?”, pregunta muy interesada. Le dejo saber sobre los viajes a Caracas, la escritura, las interminables lecturas, las correcciones continuas; pero ella no me deja continuar: “Eso no contesta a mi pregunta”. No sé qué contestarle. Me quedo mudo.

“Tienes que salir”, dice ella, “ver gente, agarrar aire, conocer otras personas, ¡interactuar con los demás!”. Y yo sigo mudo, sin saber qué contestar. Le explico que mi tiempo se distribuye entre leer, escribir y hacer algunas cosas en la Internet; que poco espacio me queda para socializar como lo hace ella, como lo hacen los demás. Me siento bien, y así se lo explico; tampoco es que estoy deprimido, melancólico o nostálgico. Nunca antes había escrito tanto, investigado tanto; mi imaginación me arrastra sin pedirme permiso. “Vives en tu propio mundo; pero el mundo real es más hermoso, más concreto, más real”. Trato de explicarle que con mis libros tengo.

Ella no insiste: entiende mis neurosis. Antes de despedirse, echa una mirada a los textos acumulados sobre mi cama y suelta lapidariamente: “¿Sabes algo? Dificulto que esos libros puedan hacerte el amor. Te has conformado con amantes de papel”. Los dos reímos.

Mucho tiempo después, pienso en sus palabras. Observo lo aglomerado, eso que ocupa todo un lado de mi amplia cama: hojas sueltas, carpetas, libros, revistas, recortes, una resma de papel y hasta una engrapadora. Río. No puedo evitarlo. Quizás mi prima ha tenido razón, después de todo. Me he encerrado entre mis propias paredes, levantando torres de papel y calzadas de cartón. Disfruto tanto lo que hago que no me detuve a considerar los otros aspectos de mi vida. Y entonces recuerdo a mis amigas, quejándose siempre de lo poco que nos vemos ahora.

La literatura acumulada sobre mi cama ciertamente se asemeja a una figura humana, con brazos formados a través de historias misteriosas y piernas pálidas de papel impoluto. Allí están, todos, cada uno de mis amantes de papel. Ellos me han entretenido con sus relatos de tierras lejanas y personajes fantásticos, sobre historias atrayentes, desenlaces inesperados y finales felices. También descubro otra cosa: no me siento solo; pero estoy solo.

Con mucha lentitud, comienzo a quitar los libros de mi cama.

25 de mayo de 2008

Quiero...

Extracto de mi diario manuscrito…

“Anoche soñé un sueño. Pero no lo puedo recordar perfectamente. Fue un sueño mágico, especial, distante, intangible. Anoche soñé un sueño. Me sentía bien, mientras soñaba, pues podía estar con quien quería, donde yo quería. Fue un sueño estupendo, único. Relajante. El sueño me hizo reevaluar mis necesidades y mis aspiraciones, permitiéndome ver exactamente lo que quiero y lo que ansío, por encima de todo.
Quiero alguien a quien poder abrazar en las mañanas, apenas me despierte; alguien a quien poder darle los buenos días con cariño y somnolencia. Quiero alguien a quien no le importen mis caricias al amanecer y entibiar nuestros cuerpos al calor de un fuerte abrazo, para iniciar cada día con amor y paz.
Quiero llamar a alguien a media mañana, o cada media hora, simplemente para recordarle la inmensidad de mi amor, la falta que me hace y lo difícil que representó la separación matutina.
Quiero compartir mi comida con alguien, en cada día de nuestras vidas; saborear cada alimento lentamente, así como haríamos con nuestro cariño; endulzar cada mirada; ponerle pimienta a cada beso; degustar cada sensación como un exquisito gourmet.
Quiero a alguien con quien descansar por las tardes. Con quien poder conversar sin límites, sin que se aburra de mis palabras; o que simplemente nos contemplemos, sin tiempo ni espacio, hundiéndonos en nuestras miradas, sin perder cada parpadeo, cada movimiento, cada percepción. Quiero pasar la tarde con tranquilidad, a su lado, sin importar la estancia o el momento escogido. Nada de esto ha de importar entonces. Serán detalles nimios que carecerán de relevancia.
Quiero llegar al atardecer a su lado y deleitarnos con la puesta del sol: el momento más romántico de la jornada. Quiero compartir una charla amena, entre café y café; quiero que devore cada una de mis palabras, de mis pensamientos, de mis sueños. Eternamente. Quiero recibir la primera hora de la noche juntos y comenzar a contar las estrellas, una a una, y pedir deseos cada vez. Disfrutar la esencia que existe cuando aún no es de noche, pero el día ha dejado de ser; ese maravilloso momento, tan especial y único.
Quiero compartir mis noches a su lado, en su compañía. Recibir el fresco nocturno que alivia las tensiones diarias. Perdernos entre las estrellas, en el firmamento, en el más allá, donde nadie ha ido aún. Ese lugar secreto que sólo nos pertenecería a nosotros, y en donde nos podríamos refugiar en cada pena, en cada decepción y en cada necesidad. La inmensidad encerrada dentro de nuestros corazones, silenciosa y ancha. Tibia y eterna.
Quiero irme a la cama con alguien; saber que voy a compartir mis sueños, mis ilusiones y mis comentarios del día, en una conversación relajante, luego de un día arduo y difícil; porque alguien va a estar esperando por mí, para descansar en mí, y en donde sé que también puedo encontrar mi ansiado reposo. Quiero hacer el amor con alguien que no se va a cansar de mis besos, de mis íntimos contactos, de mis sentidos sublimados. Quiero complacer ese cuerpo íntegro y ansioso, que me pertenece y el cual suspira por cada una de mis palpitaciones corporales. Quiero satisfacer; ser entendido.
Quiero dormir al lado de alguien, compartir mi sueño, mis respiraciones y secretos. Estar acompañado por ese dulce aroma que implica la presencia del ser amado, saber que mi cama se entibia por el calor de dos; un dúo de complacencias y entornos románticos. Comprender que mi cama siempre va a permanecer sin frialdad, pues ya no duermo a solas, estirando la mano sólo para hallar silencio y vacío. Quiero dormir dentro de un abrazo, quiero sentirme querido, deseo permanecer dentro de alguien, en ese lugar secreto que vibra con notas seductoras de placer y pasión; melodiosa, acompasada, fabulosa.
Quiero compartir cada celebración en su compañía. Brillar entre mis amigos y disfrutar de sus agudos comentarios, porque me fascina su personalidad e inteligencia, su artística belleza y la profunda liviandad de su ser. Quiero que se lleve bien con mis amigos, y comparta maravillosamente con ellos; quiero que salgamos siempre a disfrutar de la vida, de la amistad, de las celebraciones y, por encima de todo, de nuestra mutua compañía. Quiero que sea feliz a mi lado. Quiero ser feliz a su lado. Siempre.
Quiero poder encargarme de alguien, bañar su cuerpo con mis caricias, perfumar su mente con mis pensamientos, esculpir sus manos con mis besos, moldear sus cabellos con mis dedos, fundir mis ojos en los suyos; ser cóncavo y convexo, a un mismo tiempo, en la eternidad”.

2 de mayo de 2008

Una cena literaria.

Llego con flores para Mercedes.
La noche se presenta fría, llena de estrellas, prometedora. Mi anfitriona se encuentra atendiendo a Francisco, el primero de los invitados que ya ha llegado. Después de los saludos, nos conduce al interior de la casa, donde se nos permite admirar la sobria elegancia y los múltiples arreglos florales: orquídeas, orquídeas por todas partes. Por un ínfimo momento pienso en la señora Dalloway, pero de inmediato concluyo que ésta en nada se asemeja a Mercedes. Su esposo llega pronto. Es un hombre amable, deferente. Los dueños de la casa sugieren que nos traslademos hasta lo que ellos llaman “el caney”, que no es sino una amplia sala construida en el jardín posterior. El contraste no puede ser mayor. Aquí predominan los colores cálidos, las plantas interiores, una improvisada fuente de mosaicos azules, la madera envejecida; todo es hermoso, acogedor, estimulante.

Mientras Francisco y yo somos recibidos con un agradable vino tinto, la conversación se expande por diferentes tópicos: las actividades literarias de Mercedes, el trabajo académico de su esposo, la decoración del hogar, el ambiente político del país, las impresiones sobre distintas ciudades europeas, la ambivalente economía. Y así, lentamente, el resto de los invitados logra llegar a nuestra reunión. Vienen acompañados por relatos acerca del difícil tráfico capitalino y lo intrincado que resulta encontrar el lugar de la cena a la que hemos sido convidados: dos constantes que, cambiando los detalles particulares, conservarán un risible paralelismo que aliviará las tensiones del trayecto.

Viviana llega. Luego Aurora; poco después Fedosy. Miriam es la última, y con su llegada parece cerrarse un círculo perfecto que nos contendrá por el resto de la tertulia. Hay risas, historias, brindis. El acompañamiento musical se cuela como un personaje secundario, como un testigo no invitado que regocija con su presencia: Edith Piaf, Louis Armstrong, Glenn Miller, Vinicius de Moraes; una mezcla armónica de jazz, bossa nova y viejas canciones francesas. No pasa mucho tiempo antes de que nos sentemos a comer. Nuestros anfitriones han preparado un suculento plato colombiano al que denominan Bandeja Paisa. Los comentarios en torno a la mesa se tornan cómodos, distendidos, alegres; lejos quedamos de la seriedad que compartimos en las sesiones del taller de construcción de novela con Fedosy. No obstante, el tema literario está presente. El escritor que magníficamente nos ha conducido, nos permite ahora atisbar en los entresijos del mundo editorial, los pasos para publicar y la rareza que significa vivir de las ventas de los libros en un país latinoamericano.

Mucho antes de terminar la velada, logro discernir la riqueza del momento compartido. Es una velada memorable, expansiva, intensa; llena de detalles, risas, secretos y gastronomía antioqueña. Finalizamos con el café y el té. Justo antes de separarnos, ya avanzada la madrugada, una breve sesión de fotografías, para conmemorar el evento que marca la conclusión de nuestro taller literario. Suspiro. Sonrío. Dejo que mis pulmones se llenen con el frío aire de la noche. Me siento estimulado y muy agradecido de haber podido disfrutar de este destello nocturno.

Ignoro si mis compañeros se han sentido tan inspirados como yo; quiero creer que sí. Lentamente, todos los vehículos se ponen en marcha, formando una serpiente automotriz que desciende hasta Caracas.

7 de abril de 2008

"Peor que tú", de Gabriel Torrelles.

Lo primero que llamó mi atención fue la disimulada timidez desplegada en sus gestos, la economía de su lenguaje. Ante mí, literalmente, tenía a un muchacho con ideas radicales, imponentes, pero sigilosas; tan peligrosas como la sonrisa de una serpiente. Y lo primero que nos dejó saber era que disfrutaba con lecturas tan disímiles como Borges y Philip K. Dick. Conforme fuimos interactuando, descubrí que sólo abría su boca para hacer comentarios pertinentes, agudos y certeros. Fue un privilegio, ciertamente, compartir con él la mesa de discusión en el taller de narrativa de Monte Ávila Editores.

Los meses siguientes dieron paso a la consolidación de una amena amistad literaria, detalle que agradezco infinitamente. Gabriel Torrelles es uno de esos amigos que hay que tener en cuenta a la hora de analizar un texto, de emitir una opinión válida, discutir una buena película de cine independiente o desglosar alguna lectura hecha. Es por ello que compartí su satisfacción cuando me comunicó la publicación de su primera novela: Peor que tú. Era la culminación de un sueño: todos aquellos que escribimos entendemos esa deliciosa tortura.

Peor que tú me impresionó, desde un principio, en múltiples formas. La voz narrativa, la descripción mordazmente poética, el simbolismo implícito en cada párrafo, las emociones volcadas y exorcizadas en cada página, el despliegue de ironía y desesperanza… ¿Cómo no evocar mi propia etapa adolescente, tan turbulenta y tragicómica? Tenía ante mí un espejo mágico donde, estoy seguro, no sólo yo vería las semejanzas de una época visceral y tumultuosa. De alguna forma, Gabriel se las había ingeniado para contar la historia de todos, acumulando fragmentos para armar un rompecabezas colectivo. Fue, ha sido, una lectura memorable e imperecedera.

Y la técnica empleada es magistral. En algunos momentos no pude evitar recordar La historia interminable, de Michael Ende; otras fue El mundo de Sofía, de Jostein Gaarder; o cualquier exponente del maravilloso realismo mágico latinoamericano. Mis lecturas no son amplias: lo confieso; pero sé identificar un buen libro cuando me topo con él, y Peor que tú lo es. Lo digo sin reservas. Llegar a la última página, después de un desarrollo trepidante, significó una despedida agridulce.

Me siento muy contento por su logro alcanzado. Intuyo que su nombre no pasará desapercibido. Apostó riesgosamente por una propuesta literaria y salió ganando. De hecho, todos hemos salido ganando.

Mis respetos, Gabriel…

26 de marzo de 2008

Él (III)

Como siempre, como antes, su llamada telefónica me toma por sorpresa. El tono de su voz, inconfundible, me inunda completamente, llenándome de un pueril nerviosismo y provocando algunos balbuceos incontrolables. Deseo preguntarle tantas cosas, a un mismo tiempo, que no puedo evitar que las palabras tropiecen contra mis labios en su loca carrera por ser expresadas. Puedo imaginar su disimulada sonrisa, ya seguro del efecto que provoca. Siempre ha sido así. Antes ha sido así.

Me cuenta que ha estado en Río Verde, que todo ha salido bien; disfrutó de unas agradables vacaciones, como los demás. Le pregunto si recibió mi mensaje de texto. Al principio duda, confundido, luego logra recordar y comparte un escueto “sí”. Intuyo, más allá de lo que me dice; alcanzo a leer entre el claroscuro, en lo que no menciona, en el sobreentendido. Ésta ha sido desde el inicio nuestra particular forma de expresarnos. Hacemos uso de silencios, de evasivas, de tonalidades y timbres de voz. Creo que lo disfruta tanto como yo. Me gusta pensar que es así. Y al igual que otras tantas oportunidades, la curiosidad de conocer la causa de su llamada desaparece entre las frases; mientras dura nuestra charla, eso no es relevante, carece de importancia. Así, entonces, voy armando el nuevo rompecabezas con los fragmentos ofrecidos: recibió mi mensaje de texto, pero la ausencia de respuesta se debió a que viajaba en plan familiar. Estaba con su esposa, su hija; incluso con su padre y su tía. También un par de amigos de cacería. Quizás demasiadas personas alrededor. ¿Cómo apartarse para poder llamar? Pero todo queda explicado hoy. Y ni siquiera está en Caracas, es desde Higuerote donde me está llamando. Asuntos de trabajo, dice. Pareciera como si necesitara alejarse de la cotidianidad para poder comunicarse, relajarse en escenarios anónimos y seguros.

Aún así, me tranquiliza estar en su pensamiento. Tuvo que pensar en mí antes de tomar su teléfono. ¿Qué pensaba? ¿Qué imágenes logró convocar mi nombre? ¿Por qué se siente motivado a querer saber de mí frecuentemente? Son preguntas recurrentes que sobrevienen después de cada conversación. La mayoría de las veces decido que ninguna tiene verdadera importancia. Lo que permanece es el sonido de su voz, el eco vibrante y profundo de su voz. Pareciera que lo demás es circunstancial. Irrelevante. ¿En qué me ayudaría conocer las respuestas? ¿Qué cambiaría en nuestra ambivalente dinámica?

A pesar de todo, sé que le cuesta hacerlo. Un hombre como él, tan parco, tan directo, carente de artificios, seguro encuentra difícil hacer una llamada por cortesía, por mero convencionalismo social. Me lo ha dicho. Es un individuo acostumbrado a no andarse por las ramas, a llamar las cosas por su nombre, a no perder el tiempo con nimiedades y frases hechas. Yo no soy un cliente al que debe convencer con un discurso ya casi de memoria; tampoco le brindo la seguridad que encuentra entre sus amigos, esos con quienes disfruta discutiendo temas comunes. No. Soy un simple conocido. Un misterio. Un enigma que parece acosarlo y tentarlo a un mismo tiempo. Lo irónico es que el asunto funciona en ambos sentidos. ¿Qué puede, entonces, decir de mí? “Tengo un amigo homosexual al que llamo por teléfono una o dos veces al mes”. ¿Qué tal suena eso? O “mi esposa no lo sabe, mis amigos lo ignoran y no me gusta (no me siento cómodo) hablar de ello”. Si sabe de mi atracción (porque tiene que saberlo), ¿por qué insiste? ¿No sería más prudente tomar distancia, alejarse? Pero no, se mantiene allí, como volando en círculos, esperando por algo indescifrable.

Me deja saber que han ido de cacería, contándome qué y cómo ha ocurrido todo; en determinado momento recuerda nuestra propia aventura nocturna en El Barrial y ambos reímos. También dice que su hija disfrutó mucho, saltando de un lado al otro y siendo el centro de atención: era la única niña del grupo. Habla de su amigo, ése que alguna vez me presentó en la finca. Menciona que nunca salió de la propiedad, evitando exponerse al bullicio y el aglomeramiento existente en el conocido balneario. Pero a su mujer sólo la nombra una vez, al comienzo, cuando aclara con quién andaba y sus circunstancias. No me impresiona; he descubierto que no hay empeño de su parte por traerla a colación. Si puede, elude hablar de ella; nunca lo ha hecho. Él no hace ningún esfuerzo, y yo no insisto. Es un acuerdo natural, cómodo y tácito entre nosotros. Presumo que sonaría terriblemente hipócrita si me ocupara por saber de ella. Además, no sería cierto. Lo único que me importa es él; ¿por qué gastar tiempo tocando un tema sobre el cual ninguno de los dos desea tratar? Ella está allí, siempre va a estar allí; sabiendo eso, podemos dejarlo atrás y ocuparnos en asuntos más interesantes.

- ¿Qué hiciste? –indaga.
- Me quedé en casa, escribiendo.

Existe un dejo de confianza, de extraña intimidad. Nuestra relación funciona bien así; aunque ignoramos hacia dónde puede conducirnos nuestra ambivalencia, la disfrutamos. Probablemente, si no existieran los matices, las sombras, me sentiría pronto aburrido, perdería el estímulo. Lo más lógico sería definir nuestros criterios, aclarar qué es lo que queremos… Pero perderíamos la magia, el misterio; ya no sentiríamos que nos envuelve este deleite particular, esta seducción que se comporta como el flujo y el reflujo del mar. Va y viene. Va y vuelve a venir. Es sincrónica y recurrente. Mi neurosis me impele a dejar todo como está, a no intentar fracturar nuestra peculiar simbiosis. Si descubro su significado, perderá todo su atractivo.

No. Me siento, escribo, y sé que, entre página y página, otra llamada volverá a sorprenderme. Como antes. Como siempre.

12 de marzo de 2008

Abriendo puertas.


Había pensado utilizar el título “Cerrando puertas”, pero no, no sería correcto. No es ésa la idea que deseo transmitir. Y a pesar de que se trata de la culminación de una etapa, siento que lejos estoy de cerrar puertas; si acaso, me preparo para entrar en nuevas habitaciones. Mi presente etapa nada tiene que ver con clausura, cierre, finiquito… no ahora. No así.

El taller de narrativa en Monte Ávila Editores finalizó con la misma magia creativa con que le dimos inicio algunos meses atrás. Recuerdo vívidamente que era una tarde plomiza, con una brisa constante; sentía esa pequeña presión en el pecho que me agobia siempre que tengo que enfrentarme a una nueva experiencia, conocer a un grupo de personas o iniciar un viaje: que en este caso fue literario. Se sentía extrañamente similar a mi época escolar, cuando debía avanzar a un nuevo año, establecer nuevas amistades, nuevas alianzas y nuevas aversiones.

El grupo de talleristas no podía ser más ecléctico. Deduje que algunos se conocían de antes, otros trabajaban juntos y unos pocos se hallaban tan primerizos como yo. Pero la sesión comenzó antes de que pudiera dilucidar más detalles. De hecho, quien inició las presentaciones fui yo, levantando el asombro general al declarar que había renunciado a mi trabajo para perseguir mis sueños narrativos. Se sintió bien, a pesar de todo; tuvo un no-sé-qué de terapia colectiva. Y muy pronto, con el paso del tiempo, comprobé que había llegado al lugar ideal. Las reuniones consecutivas (todos los martes) sirvieron para catalizar nuestras ambiciones de escribir, crear y dar vida a personajes maravillosos. Construimos una empatía memorable en términos de ayuda, valoraciones técnicas, consejos prácticos y visiones novedosas; todo ello de la mano de un facilitador ejemplar: Carlos Noguera.

El autor de La flor escrita y Juegos bajo la luna supo conducirnos con maestría a través de los intrincados caminos de la literatura, brindándonos su ayuda con cada texto presentado y manejando bien las riendas del taller: no creo que sea fácil equilibrar 12 voces distintas, independientemente de la tarea en común. Aunque bien sea dicho, cada uno de mis compañeros aportó una rica gama de contradicciones, colaborando en formar un microcosmos fértil y vanguardista.

Compartí la selección 2.007 – 2.008 con Tania Alzuru, Dayana Fraile, Lucia Di Candia, Pedro Ibáñez, Nayari Rossi Romero, Bertha Fréitez, Marjori Lacenere, Gabriel Torrelles, Lorena Burguillos, María Virginia Arroyo y Liliane Blaser. Fuimos 12 puntos de vista particulares. 12 formas de escribir. 12 maneras de presentar una historia. Y 12 promesas que ya comienzan a brindar frutos: Dayana y Gabriel quedaron seleccionados dentro de la Semana de la Nueva Narrativa Urbana; y me complace anunciar que la novela de Gabriel, Peor que tú, saldrá a la venta el próximo 28 de marzo.

Hoy me siento orgulloso por lo logrado, por haber alcanzado nuevos límites narrativos, por tener otros amigos con quien compartir mi inagotable amor por las letras y por las puertas que me animo a abrir. Sé que encontraré desafíos diferentes y enriquecedores; estoy preparado.

Me lanzo hacia lo desconocido, puerta tras puerta.

10 de marzo de 2008

Premios.




Alejandro y NickJoel, dos estimados amigos virtuales, tuvieron la enorme gentileza de hacerme, respectivamente, acreedor de dos premiaciones muy importantes. Les quedo profundamente agradecido, a ambos, por sus recurrentes visitas y palabras amenas. Hoy escojo compartir esto con todos y cada uno de mis lectores, porque mis páginas internas no serían lo que son sin el apoyo de ustedes. ¡Felicidades a todos!







2 de marzo de 2008

Pinceladas en mi diario...

Hay arenas que calman mi sed.
Amores que me arrebatan la vida.
Caminos que conducen a ninguna parte.

Hay juegos que me provocan lágrimas.
Despedidas que dibujan una sonrisa.
Y canciones que me enfurecen.

Encuentro párrafos que me desgastan.
Miradas huidizas.
Sonidos sordos.
Y, de vez en cuando, sollozos dulces.

¿Adónde me llevan mis pasos?

18 de febrero de 2008

Escogencias.

Mis amigas lesbianas vienen a visitarme. Es una noche bastante fresca, con brisa constante. Me gusta recibirlas porque me permiten tener contacto con el mundo exterior, ausentarme por un rato de mis tareas literarias. Me siento expansivo, permeable y atento a sus historias. Son mujeres mayores (siempre he sido muy precoz), mucho más experimentadas que yo; pero hemos establecido una dinámica ideal a través de los años, lo que ha logrado que nos entendamos con mediana comodidad.

Sandra y Marlene llevan casi quince años juntas, en una relación muy ambivalente. Creo haber entendido que no comparten sexo sino una espléndida amistad; es como si se hubiesen acostumbrado la una a la otra, se acompañan, se equilibran y se balancean entre lo que alguna vez fue una gran pasión y la unión sincera que ahora las estrecha. Se notan acompasadas, fieles, monocromáticas; es imposible no compararlas con un matrimonio heterosexual de mediana edad.

Miriam y Nancy tienen, por su parte, poco tiempo juntas, si acaso algo más de tres años. La diferencia de edad entre ellas ha sido el obstáculo ha resolver: casi dos décadas. Parece que Nancy se siente atraída por las mujeres mayores, muy experimentadas. Miriam, en todo caso, ofrece la impresión de haberse cansado de esperar por el amor de su vida y decidió conformarse con esta adoración constante que la otra le profesa.

Las cuatro conversan animadamente, esbozan planes de viaje a futuro, sopesan la situación política del país, expresan disconformidad ante la rutina diaria; otras veces opinan de mis trabajos narrativos, mis recientes acercamientos a la pintura; ofrecemos una escena nocturna idílica, armónica y sosegada… pero creo que es sólo la superficie: las fuerzas están contenidas, a duras penas, detrás de las máscaras risueñas.

Quizás mis secretas elucubraciones se deban al vino tinto que compartimos; o la brisa que me trae ecos lejanos; tal vez la persistente neurosis a verme reflejado en espejos circundantes… no lo sé. Ellas se enzarzan en una discusión trivial acerca de las próximas vacaciones de la Semana Santa; yo escojo alejarme, discretamente, volando con mis pensamientos. El viento trae aromas distantes, estimulantes. He encendido velas por toda la estancia y las luces titilantes me hipnotizan. Observo a mis amigas en sus frágiles armaduras sentimentales y no puedo evitar sentir compasión por sus escogencias. Son como espejos diáfanos que me alertan con susurros estridentes.

Miriam y Sandra me han confesado, por separado y en diferentes ocasiones, que no sienten ese gran amor por sus respectivas parejas; ambas parecen haberse conformado con lo que en algún momento se les presentó. Se asemejan a dos viejas guerreras dispuestas a no dar más batallas. Eso no quiere decir que no disfruten de sus mujeres; ríen, viajan, gozan de la vida, pero pareciera que no lo hacen en completa plenitud… en sus miradas falta algo. Algo imprescindible para conquistar nuevos escenarios emocionales.

Yo las observo en silencio, imaginando si Marlene y Nancy también se han conformado, pero de otra forma. Entonces una escena que prometía ser alegre se transforma en súbita melancolía. Tengo ante mí un cuadro que no deseo experimentar, para nada. Y mientras se sirven más vino, descubro con cierto temor que no he dejado de creer, de buscar, de explorar…

Me confieso, a mi edad, fiel creyente de la maravillosa magia del amor. Allí, junto a nosotros, pudiera estar cualquiera de mis últimos intentos: eran hombres agradables, sencillos, predecibles… pero no es eso lo que quiero. No. Me niego a ser un conformista sentimental: yo quiero más. Quiero las fulgurantes mariposas en el estómago, la falta de respiración ante un súbito encuentro, las palmas de las manos sudorosas durante una conversación, la torpeza verbal, el criterio nublado por la pasión… todo eso que venden los cuentos de hadas.

Puede ser que nadie me comprenda, que pocos asimilen mi incesante búsqueda, la fe irresoluta en encontrar mi alma gemela: no me importa. Alguien por allí dijo que hay que besar muchos sapos antes de encontrar un príncipe azul: pues, bien, lo seguiré haciendo. No deseo terminar mis días languideciendo junto a un batracio.

No yo.

30 de enero de 2008

Sincronía de contradicciones.

¿Qué tendría de malo querer pasar el otoño en Nueva York, la primavera en París y el invierno entre mis libros no leídos? ¿Cuál es el problema en preferir a Catherine Deneuve, Melina Mercouri, Silvana Mangano y Jeanne Moreau antes que cualquier recién llegada de cuerpo escultural? ¿Por qué provoco silencios (por no mencionar las cejas arqueadas) cada vez que menciono a Ethel Merman, Ella Fitzgerald y Shirley Bassey como mis cantantes favoritas?

Con los años he tenido que aprender a vivir con las contradicciones, los anacronismos y las divergencias. No ha sido suficiente con ser homosexual en un país eminentemente machista, con tener deseos de escribir en un remoto pueblo de provincia, con esperar por el amor verdadero dentro de un grupo antagonista que celebra la promiscuidad como un escape emocional; no, no ha sido suficiente. Hay más.

Prefiero a la Callas por encima de cualquier cosa; las formas de Picasso, las bailarinas de Degas y el erotismo de Klimt; cuando voy a la playa con mis amigas, mientras ellas se tuestan al sol, yo sueño con empaparme en la gama iridiscente del mar, nado lejos, zambulléndome de un color al otro.

Me gusta llorar. Lo confieso. Soy muy sensible. Puedo llorar ante el final de una película que me ha gustado, así como frente a un atardecer de tonos tostados. Cuando llueve, me siento sublimado. La lluvia me relaja, me inspira, me seduce. No puedo evitarlo; pero me encanta despertar y ver a través de mi ventana el azul intenso queriendo meterse en mi habitación. Me gusta la comida sazonada con muchas especias, la pasta ¡y el sushi! No obstante, detesto la langosta, los calamares, las ostras y cualquier cosa que venga del mar.

Mi color favorito es el verde. Disfruto con el azul, lila, naranja, rojo y prefiero el negro riguroso para una ocasión especial. Me repugna el blanco (a menos que esté en la playa) y el violeta intenso. No sé si esto último tenga que ver con el hecho de haber sido criado dentro de una familia muy católica, aunque hoy en día me declaro en contra de cualquier religión: si hay algo que me moleste, eso es el dogma.

Por cierto, tengo entendido que la única religión que no condena la homosexualidad es el budismo…

¿Mencioné que adoro la pintura? Tengo poco tiempo practicándola, pero me declaro amante del óleo (espero que Moribundo no lo tome a mal). Escribir y pintar: dos disciplinas que me ayudan a expresarme. ¿Por qué? Porque a pesar de ser un espontáneo gay, me confieso introvertido, extremadamente tímido. A través de ellas puedo vincularme con exquisita y absoluta libertad. Soy yo.

No creo en política.

Creo en el amor a primera vista.

Me puedo enamorar de una mirada, de un cuerpo, de un gesto (Sí: también puedo ser banal).

Amo caminar (entiéndase deambular), hablar solo, sonreír, caminar descalzo, perderme y volverme a encontrar. El frío me produce dolor de cabeza. El calor intenso me genera estrés. Prefiero las fotografías en sepia. Y el romance, el romance, el romance… ¿Ya dije que soy muy romántico?

Deliro por los capítulos de Sex & the City y por las producciones Merchant-Ivory (¡Muero por el cine de época!). Fantaseo con los temas de Stephen Sondheim y los Nocturnos de Chopin. Las cenas de gala y un picnic campestre. Las noches estrelladas y las mañanas sin nubes.

Algunas veces me confunde mi propia ambivalencia, pero la mayor parte la disfruto, como si fuese el protagonista de una emocionante película de aventuras. ¿Soy contradictorio? Sí; pero he aprendido a amar esta sincronía de contradicciones.

¡Ah! Recién finalizo de ver el film británico Ladies in lavender, con las maravillosas Judi Dench y Maggie Smith. La recomiendo ampliamente. Y, por supuesto… lloré al final.

23 de enero de 2008

Invitación.

Hola a todos. Les invito a visitar mi nueva página de fotografías. Espero sea del agrado de la mayoría. Un fuerte abrazo…

http://postalescrita.badoo.com

8 de enero de 2008

La Ronda de los Depravados (o el reencuentro con el espejo).

Sucede casi siempre a finales de año: nos entregamos voluntariamente o no a la tarea de hacer balance, de analizar lo que hicimos y de comparar lo que hubiésemos querido hacer contra lo hecho (o no, que es peor). A veces puede ser un juego ameno, rememorativo, inspirador; también puede convertirse en un paseo nostálgico, doloroso y lleno de espinas. Pero puede ocurrir que todo se convierta en un fogonazo de luz, en un golpe revelador que nos impulsa a ir más allá; a trascender, pues.

En mi caso tiendo a verlo como un espejo. Y sin proponérmelo he cruzado a través de él, para contemplar las múltiples imágenes: las de antes, las de ahora y las que podrían ser. Quizás me encontré con un espejo mágico.
Viviendo en un pueblo pequeño se tiene posibilidades de hacer muchos amigos; al menos eso fue lo que hice en mis años de fiesta continua, de excesos, de noches banales y desenfrenos. Experimenté con el licor, las drogas, los escarceos mundanos; teniendo siempre la brillante madrugada como telón de fondo. Pero creo que fueron etapas por las que tuve que cruzar para llegar hasta aquí. Luego partí del pueblo, entregándome entonces a novedosas aventuras: laborales, literarias, intelectuales: todas más experimentales y menos dañinas. Los años previos quedaron reflejados en mi diario, volumen que titulé La Ronda de los Depravados. Y se convirtieron en un recuerdo escrito, relegado. Archivado.

Mi amiga Carolina regresó de Italia en vísperas de Navidad. Ahora vive en Europa, pero fue de su mano que comencé a atisbar los bordes del abismo. Es una mujer liberal, independiente, chispeante. Alessio llegó de visita, como cualquier turista, en aquellos años oscuros; se enamoró de ella inmediatamente. Los europeos ofrecen poca resistencia a la piel canela del trópico. Ellos se entendieron muy pronto: se amaban juntos, viajaban juntos, bebían juntos y se drogaban juntos. El flechazo fue tan decisivo que al año siguiente regresó y se la llevó a vivir con él en Florencia. Yo mismo les despedí en el aeropuerto. Mas el episodio entre ellos no fue sino un breve capítulo entre las páginas que se ensamblaron con torpeza en esa época, y mucho agua ha corrido bajo el puente.

- ¡Me caso!-soltó Carolina a través del teléfono.
Esa fue su sorpresa de Navidad. La más inesperada de todas. Llegaron como un huracán: revolviendo, agitando y desequilibrando. Me tocó involucrarme tarde porque me encontraba fuera del pueblo a su llegada, por lo que el reencuentro sólo se efectuó la madrugada del año nuevo. La sonrisa inicial, los abrazos y besos, las historias, los planes… todo, muy lentamente, pasó a convertirse en miradas de soslayo, ceños fruncidos y el penetrante e inconfundible olor de la cocaína fresca. Al principio me incomodé un poco, intentando adecuar mi mente y mi cuerpo ante aquél despliegue de ilícitos placeres, pero me venció la intensa luz del sol matutino. Me despedí lo más afable que pude, no queriendo mostrar mi patente incomodidad. Parecía que nada hubiese cambiado desde nuestros años oscuros hasta hoy; no obstante, decidí atribuirlo a la efervescencia de la despedida de año. Todos estaban felices por las buenas noticias de Caro y Alessio: el reencuentro de Navidad, la boda, las fiestas prolongadas… Parecía que recuperáramos el tiempo perdido. Sí. Pero yo no era el mismo. Algo había cambiado.

Nos tocó vernos pocos días después, en otra noche de celebración tardía. Para los venezolanos la llegada de enero no significa que las fiestas han terminado. Esta vez había más gente. Rostros pretéritos que no contemplaba hacía tiempo. Todo conformando una amalgama, un puente irrisorio entre ayer y hoy. Hubo explosión de risas, de remembranzas, de brindis. El gozo nocturno: mañana no existe. Pude comprobar que recién me anexaba a ellos, pero que para ellos el regocijo nunca había terminado.

Los contemplaba a través del espejo.

El espejo me ofrecía el reflejo de lo que alguna vez fuimos; sólo que las imágenes se distorsionaban, se confundían entre lo que había sido y lo que ahora era. Allí estaban todos: intoxicados, ebrios, inconscientes del paso del tiempo, ajenos al estrago que se superponía en capas multicolores. Hombres y mujeres congelados, como intemporales figuras de cera. Y yo también había estado allí: exótico, mágico, superficial. Sonreí recordando que existió una época cuando supe camuflarme muy bien entre ellos. Entonces recordé a Virginia, otra amiga que presenció el auge inmortal de aquellas noches. Ella, como yo, supo retirarse a tiempo y ahora vive en Barcelona, con su esposo. De vez en cuando nos comunicamos y me pregunta por viejos protagonistas. Cuando le cuento que nada ha cambiado, suele reír y decirme que nuestro pueblo le recuerda mucho sus viajes a Disneylandia: “Siempre están los mismos juegos, los mismos personajes; nada nunca cambia. Se quedaron atrás”.

Sus palabras reverberan en mi mente. Quizás nuestro pueblo esconde entre las sombras un pequeño parque de diversiones: la montaña rusa de las drogas; la enorme rueda de los encuentros amorosos, tan cíclicos; los carros eléctricos que chocan, impregnados de alcohol; las sillas voladoras que estimulan los pensamientos y la carne. Son como juegos mecánicos que crujen y se estremecen, pero resistiéndose a ser desmantelados. Para ellos las luces se encienden cada noche, y todos acuden como polillas, ciegos y temblorosos, porque no conocen más.

Hoy celebro mi avance. El cambio de año me permitió atisbar hacia atrás, hacia lo que alguna vez fui. Y lo agradezco. La adrenalina fue intensa entonces, pero siempre me he caracterizado por querer más. Y los placeres del cuerpo se transformaron en los apetitos de la mente. No me arrepiento. No. Mas siento que aún tengo muchas aventuras por vivir, otros mundos que explorar, infinidad de páginas por escribir. Me confieso feliz, según el año inicia.

Deseo para todos la misma luminosidad.

¡Ah! También deseo que Caro y Alessio tengan una boda feliz…