18 de febrero de 2008

Escogencias.

Mis amigas lesbianas vienen a visitarme. Es una noche bastante fresca, con brisa constante. Me gusta recibirlas porque me permiten tener contacto con el mundo exterior, ausentarme por un rato de mis tareas literarias. Me siento expansivo, permeable y atento a sus historias. Son mujeres mayores (siempre he sido muy precoz), mucho más experimentadas que yo; pero hemos establecido una dinámica ideal a través de los años, lo que ha logrado que nos entendamos con mediana comodidad.

Sandra y Marlene llevan casi quince años juntas, en una relación muy ambivalente. Creo haber entendido que no comparten sexo sino una espléndida amistad; es como si se hubiesen acostumbrado la una a la otra, se acompañan, se equilibran y se balancean entre lo que alguna vez fue una gran pasión y la unión sincera que ahora las estrecha. Se notan acompasadas, fieles, monocromáticas; es imposible no compararlas con un matrimonio heterosexual de mediana edad.

Miriam y Nancy tienen, por su parte, poco tiempo juntas, si acaso algo más de tres años. La diferencia de edad entre ellas ha sido el obstáculo ha resolver: casi dos décadas. Parece que Nancy se siente atraída por las mujeres mayores, muy experimentadas. Miriam, en todo caso, ofrece la impresión de haberse cansado de esperar por el amor de su vida y decidió conformarse con esta adoración constante que la otra le profesa.

Las cuatro conversan animadamente, esbozan planes de viaje a futuro, sopesan la situación política del país, expresan disconformidad ante la rutina diaria; otras veces opinan de mis trabajos narrativos, mis recientes acercamientos a la pintura; ofrecemos una escena nocturna idílica, armónica y sosegada… pero creo que es sólo la superficie: las fuerzas están contenidas, a duras penas, detrás de las máscaras risueñas.

Quizás mis secretas elucubraciones se deban al vino tinto que compartimos; o la brisa que me trae ecos lejanos; tal vez la persistente neurosis a verme reflejado en espejos circundantes… no lo sé. Ellas se enzarzan en una discusión trivial acerca de las próximas vacaciones de la Semana Santa; yo escojo alejarme, discretamente, volando con mis pensamientos. El viento trae aromas distantes, estimulantes. He encendido velas por toda la estancia y las luces titilantes me hipnotizan. Observo a mis amigas en sus frágiles armaduras sentimentales y no puedo evitar sentir compasión por sus escogencias. Son como espejos diáfanos que me alertan con susurros estridentes.

Miriam y Sandra me han confesado, por separado y en diferentes ocasiones, que no sienten ese gran amor por sus respectivas parejas; ambas parecen haberse conformado con lo que en algún momento se les presentó. Se asemejan a dos viejas guerreras dispuestas a no dar más batallas. Eso no quiere decir que no disfruten de sus mujeres; ríen, viajan, gozan de la vida, pero pareciera que no lo hacen en completa plenitud… en sus miradas falta algo. Algo imprescindible para conquistar nuevos escenarios emocionales.

Yo las observo en silencio, imaginando si Marlene y Nancy también se han conformado, pero de otra forma. Entonces una escena que prometía ser alegre se transforma en súbita melancolía. Tengo ante mí un cuadro que no deseo experimentar, para nada. Y mientras se sirven más vino, descubro con cierto temor que no he dejado de creer, de buscar, de explorar…

Me confieso, a mi edad, fiel creyente de la maravillosa magia del amor. Allí, junto a nosotros, pudiera estar cualquiera de mis últimos intentos: eran hombres agradables, sencillos, predecibles… pero no es eso lo que quiero. No. Me niego a ser un conformista sentimental: yo quiero más. Quiero las fulgurantes mariposas en el estómago, la falta de respiración ante un súbito encuentro, las palmas de las manos sudorosas durante una conversación, la torpeza verbal, el criterio nublado por la pasión… todo eso que venden los cuentos de hadas.

Puede ser que nadie me comprenda, que pocos asimilen mi incesante búsqueda, la fe irresoluta en encontrar mi alma gemela: no me importa. Alguien por allí dijo que hay que besar muchos sapos antes de encontrar un príncipe azul: pues, bien, lo seguiré haciendo. No deseo terminar mis días languideciendo junto a un batracio.

No yo.