22 de julio de 2008

Las pasiones.

Una de mis amigas del grupo literario me ha hecho un regalo muy especial y significativo: un estuche conmemorativo de la disquera EMI con 100 canciones de Maria Callas. En total son 6 CD, cada uno con extractos de sus mejores óperas: Norma, La Traviata, Werther, Andrea Chénier, Pagliacci, La Vestale, Il barbiere di Siviglia, La Bohème, Turandot, Orphée et Eurydice y muchas otras. Demás está describir, creo, mi completa impresión ante semejante obsequio. Quedé boquiabierto.

Con el tiempo he aprendido que mis gustos musicales tienden a ser un poco diferentes a los del resto de mis amigos, pero lo disfruto a rabiar en la tranquilidad de mi habitación. Y quiso la casualidad que con estas amigas en particular no sólo compartamos el amor a las letras, sino también por el bel canto.

Me sentía tan emocionado por mi regalo que al día siguiente, deshaciéndome en comentarios superlativos, me arrojé a contárselo a una amiga del pueblo. Ella me escuchó con atención, por supuesto, pero su rostro dejaba traslucir lo poco que le importaba. Intenté explicárselo a través de una analogía:

―No entiendes. Es como si te regalaran toda la colección de The L Word. ¿Lo puedes imaginar? ¿No sería apasionante?

Ella se limitó a encogerse de hombros. Ahora estaba perplejo. Ella sólo dijo:

―Sería agradable, pero hasta allí. Tampoco me estaría muriendo como tú. Creo que me emociono menos; somos diferentes.

En eso tenía razón, lo acepté. Comprendí que resultaba difícil hacerle entender que la Callas me apasiona hasta límites insospechados. Amo esa voz metálica, cortante y apasionada. No puedo evitarlo. Pero también amo la literatura, mis diarios, un atardecer en la playa, leer un buen libro, ver una película interesante, conocer sitios nuevos; son cosas distintas que me apasionan de la misma manera. Subliman mis sentidos. Alteran mi realidad. No sé si me explico bien.

Mi amiga se limitó a confesar que ella no sufría de esas pasiones. No supe qué decir. ¿Cuántas personas hay que van por la vida sin emocionarse? ¿Les sucede a casi todos? Es como desplazarse con anestesia. ¿O soy yo que, sencillamente, me apasiono con facilidad? No digo que lo mismo que me apasiona a mí deba apasionar a los demás pero, ¿no todos tienen sus propias pasiones? ¿Esos detalles particulares que aceleran la respiración y el ritmo cardíaco? ¿Un viaje, tal vez? ¿El aire frío del amanecer, quizás?

La pasada conversación con mi amiga me ayudó a descubrir, sin proponérmelo, que poseo muchas pasiones en mi vida. Las disfruto porque me resultan estimulantes, excitantes; me llenan de energía positiva y expanden mis fronteras. Agradecí en silencio por este otro obsequio y me despedí con una sonrisa.

Y ahora, mientras escribo, la Callas deja oír su portentosa voz desde mi reproductor. Poco más importa.

8 de julio de 2008

Los colores del amor.

El lugar donde tomo mis clases de pintura es muy agradable. Es un parque público. Allí hay un salón con amplios ventanales que dan a un jardín lleno de colores y fragancias. Me gusta mucho. Suele haber un grupo regular, pero de vez en cuando acuden desconocidos.

Allí no se habla mucho, salvo para preguntar sobre alguna técnica o tonalidad lograda. El silencio nos envuelve, aunque una que otra vez alguien se ocupa de llevar un pequeño reproductor de música y la mayoría nos extasiamos escuchando arias de Tosca, Lucia di Lammermoor, La Bohème o incluso Vivaldi, Strauss, Chopin y Tchaikovsky. Sí, sé que suena raro en un pequeño pueblo de provincia, en una escuela de pintura, en un parque público; pero sucede.

Lamentablemente, debido a mis nuevas actividades literarias (estoy escribiendo mi primera novela), no me ha sido posible acudir más a este rincón verde dentro de mi pueblo. Pero no he dejado de pintar ni de recordar las amenas veladas que allí pasé.

Una de las últimas fue bastante especial. Cerca de mi puesto se ubicaron un par de chicas adolescentes; no creo que superaran los dieciséis años ninguna de las dos. Como es costumbre a esta edad, las muchachas se entretenían en hablar en voz alta, discutiendo sobre sus afortunados romances y las presiones paternas. A pesar de la música y del lienzo frente a mí, me descubrí prestando atención a la charla ajena.

Conforme la diatriba continuaba no pude evitar sentirme identificado con lo que ellas discutían. Una salía con un chico mucho mayor, escondida de su familia, dijo amarlo con locura; la otra se mostró un poco más reservada, pero terminó confesando que había llegado un poco lejos con su novio. Ninguna supo que era escuchada, o pareció no importarle. Dio igual. Siguieron exaltando las bondades del amor, la loca pasión, la excitación del riesgo; esa idea bellamente adolescente de que el amor todo lo vence y todo lo puede. No existen sombras en sus respectivos paraísos sentimentales. Pero ignoran que los nubarrones se avecinan…

Al mismo tiempo que intentaba mezclar el verde con el blanco, buscando un tercer color en mi paleta, me detuve a recordar cuándo fue la última vez que pensé así, que me sentí así. Percibí tanta ingenuidad en la charla que escuchaba subrepticiamente que de nuevo me permití una sonrisa de condescendencia. Una vez yo fui así, amando ilimitadamente, esperando todo lo mejor, dando el máximo sin esperar nada a cambio. El amor ideal. Perfecto. Fantástico.

Una vez creí que el amor podía durar para siempre, que todo lo conquistaba y nada lo detendría. Yo también tenía dieciséis años. Pero las decepciones vinieron, las frustraciones no se mantuvieron muy alejadas y el sabor amargo de los fracasos quiso unirse al baile de mis desamores. Creo que en el fondo, a pesar de todo, cada uno de nosotros quiere amar así; en la adolescencia y en la vejez. Pero el amor jamás es perfecto. Sólo más adelante se descubre eso, usualmente por las malas.

Levanté mi vista y las observé. Estaban llenas de lozanía, juventud, esperanza. Una parte de mí quiso acercarse y explicarles que no siempre será todo tan idílico, tan dulcemente hermoso; advertirles a tiempo para que se preparen para la tormenta. Pero la otra parte reconoció que cada camino es individual y cada experiencia es única. Yo tuve mi aprendizaje, lo agradezco hoy. Quizás a ellas les vaya mejor, tal vez podría resultarles peor; no lo sé. Sólo supe que debía mezclar más blanco si deseaba un verde mucho más pálido.