28 de abril de 2009

Travesía literaria.

La Semana de la Nueva Narrativa Urbana terminó dejándome con la sensación agridulce de observar a través de un caleidoscopio; allí se mezclan rostros, emociones, risas, celebraciones, lecturas y múltiples significados. La posibilidad de interactuar con otros autores me llenó de regocijo, orgullo y apremio por escribir más y mejor. Es necesario. No hay vuelta atrás.

Me tocó llegar al domingo con la vaga sensación de estar regresando de un prolongado y memorable viaje; con fotos incluidas, por supuesto. En esa travesía literaria pude conocer a personajes excepcionales, mentes brillantes y atormentadas por esa inexcusable necesidad de llenar página tras página. Son mis pares, mis compañeros de batalla, ese reflejo borroso en que me transformo cada día sin darme cuenta de ello.

El evento ofreció la oportunidad, a través de sus cinco sesiones, de poder conocernos, aprender unos de otros, evaluar posibilidades, sorprendernos ante los textos, fantasear con prosas ajenas, cerrar lazos que prometen futuros encuentros. También hubo tragos, risas, discusiones, debates, aclaratorias, nuevas risas, nuevos tragos, promesas, recuerdos y esa tibia sensación de pertenencia que nos agrupaba y contenía a un mismo tiempo.

Ha sido una experiencia memorable dentro de su dinámica particular. Superó mis expectativas. El contacto directo con el público y sus diferentes apreciaciones fue algo que me enriqueció bastante, me enseñó mucho; supongo que mis compañeros de lectura deben haber experimentado una sensación similar. Y lo más sabroso fue que pudimos reír a través de las jornadas, gozando de cada momento efímero y compartiendo al máximo.

Regreso con las manos llenas; repletas de sonrisas, historias, conversaciones. ¿Qué más puedo pedir?

5 de abril de 2009

El último invitado.

Nuestra reunión ha terminado. Simonote y su esposa parten, pero Ludovic –como es habitual- quiere más. “Otro trago antes de partir”, pide. Yo accedo. De alguna forma especial intuyo que me estoy adentrando en terreno peligroso; poco importa ya. Es como si las cartas estuviesen echadas y la partida careciese de vuelta atrás. Ludovic se toma un trago y habla bastante; luego se toma otro. En determinado momento pregunta sobre mis escritos y le dejo saber acerca de los cuentos eróticos. Quizás sea el efecto del alcohol en mis venas, tal vez se trate de la mirada incisiva de mi invitado, o su profundo tono de voz; lo cierto es que terminamos en mi habitación, buscando páginas impresas, leyendo historias sobre el sexo entre dos hombres. Es probable que escuche las campanas de alarma encenderse en mi cerebro, aunque lo más seguro es que deseche la voz de la razón. Antes ha sido así.

Ludovic lee mis cuentos con avidez, es un lector voraz. Le lectura que realiza agasaja mis sentidos, estimula mi ego, enciende mis deseos; pero no lo digo. Él se levanta, se acerca, se acerca mucho a mí. Mi respiración se acelera un poco, sólo un poco; creo que mi invitado lo presiente; creo que intuye muy bien mis ganas, mi ansiedad mal disfrazada. No retrocedo.

―Esto es muy bueno –dice-. Quiero leer más.
―¿Te gusta?
―Sí. Tu descripción es muy buena.
Sin agregar nada entorno los párpados y me aventuro a jugar.
―¿Qué? –ríe él. Sigue estando muy cerca.
―¿Qué tan buena es mi descripción?

Ludovic ensancha su sonrisa intoxicada y responde con una mirada prolongada. Es como si nos hubiésemos adentrado en un territorio donde no existieran las palabras. La esencia del momento se torna agobiante.

Muy buena –responde al fin.

Dejo que haya otra pausa porque disfruto con la electricidad que nos une y repele a un mismo tiempo.

―¿Qué tan buena? –insisto.

Él contesta con una nueva sonrisa antes de tocarse entre las piernas. Entonces dice:

―Tus cuentos me excitaron. ¿Es eso lo que quieres saber?

Bajo la vista con lentitud, siguiendo la línea de su brazo hasta llegar a los dedos que aprisionan la entrepierna. Mi respiración se acelera un poco más.

―Me estás jodiendo, ¿verdad? ¿Por qué será que no te creo?

Ludovic sostiene mi mirada con descaro.

―Si no me crees, tócame. ¿Para qué voy a mentirte?

Un ínfimo titubeo antes de extender mi mano hacia su pantalón. Mis dedos exploran con cuidado hasta descubrir el bulto duro que forma su erección. Sólo entonces creo percibir el accionar metálico de la trampa al cerrarse. Con una deliciosa lentitud recorro la extensión de su carne prensada. Si acaso, él se permite otra de sus diabólicas sonrisas.

―¿Ves que no te miento? –dice. Yo no contesto. Estoy más allá de cualquier verbo. Ahora soy sangre, pulsión sexual, deseo. Y él lo sabe. No sé cuánto tiempo pasa hasta que me acerco más a su cuerpo y paso mi brazo en torno a su cuello. Ludovic permanece inmóvil, neutro, aunque no detecto rechazo en su gesto de complacencia. Entonces, en un gesto automático, mi boca busca la suya. Un movimiento sutil de su cabeza aleja los labios entreabiertos. En mis ojos se forma una pregunta silente.

―Sólo beso a mi esposa –contesta. Yo entiendo. Aún así, el pequeño anticlímax no desacelera el movimiento de mis dedos sobre su sexo. Una vez aclarada la situación, revelado el juego, él se relaja lo suficiente como para permitirse hundir una de sus manos entre mis glúteos. El gesto imperativo me une más a él. Su cuello queda tan cerca que no puedo evitar la expresión de mi deseo a través de suaves mordiscos y besos salpicados con lascivia. La cadencia de los dedos entre mis nalgas se multiplica, gana velocidad. Me convierto en una masa anhelante y vulnerable. Ambos sabemos que ya puede hacer conmigo lo que le plazca. Me transformo en la marioneta de sus antojos, y él no pierde tiempo en mover los hilos.

―Quítate el pantalón –pide mientras deshace mi abrazo y me empuja contra el escritorio. Las viejas páginas con mis narraciones ficticias amenazan con cobrar vida bajo mis manos; las suyas, siempre diestras, dejan mis caderas al descubierto sin pérdida de tiempo. Mi cuerpo yace sobre el escritorio, las piernas abiertas, boca abajo; pero Ludovic prolonga la agonía. Tiene dedos largos que dibujan con fidelidad la curvatura de mis nalgas, explora bien entre ellas, lubrica con precisión. Sólo en ese momento se permite ajustar posiciones, ya seguro de que será recibido con gusto. Penetra con fuerza, hasta el fondo, y hace caso omiso al quejido que se diluye en mi garganta.

Ludovic no habla, no dice nada; sabe que es innecesario. Deja que las rítmicas embestidas de su sexo verbalicen su hambre. El contacto de la piel desnuda entre mis muslos me excita aún más. La carne suave y tibia acrecienta el deseo más allá de lo confesable. Mis piernas pronto se encalambran con un lamento placentero. Él no lo percibe, o no dice nada al respecto. Las manos invitadas se aferran a las caderas, luego a la cintura; después el ajeno reposa sobre la espalda acongojada. Ha sido un viaje fugaz hacia el abismo de los sentidos. Aún sobre mí, dentro de mí, compartimos una última trasgresión: ladea mi rostro con delicadeza y deja el roce de un beso sobre mis labios. Entonces compartimos una sonrisa.

Superada la euforia, vaciada la esencia masculina, me observa con atención antes de decir:
―No irás a escribir sobre esto, ¿verdad?
―No.
―¿Lo prometes?
―Lo prometo.