22 de agosto de 2009

Las pasiones del intelecto.

Cuando uno está inmerso en una pasión artística es bastante difícil encontrar una pareja comprensiva que asimile nuestros cambios de humor, la ambivalente necesidad de un espacio propio, los súbitos arranques de melancolía y el diálogo permanente con las voces internas. Todo artista, todo creador, vive en un mundo con reglas particulares, ajenas, que de vez en cuando tendrá que flexibilizar sus pensamientos para ajustarse a la cotidianeidad. Es un precio justo, creo yo. La idea me vino porque recientemente leí un artículo sobre las parejas literarias de la historia y la influencia que se ejercían mutuamente.

Para el escritor la soledad es una herramienta muy importante; uno lee en soledad y escribe en soledad y piensa cuando está solo; luego llegan estas voces ajenas que distorsionan todo, pidiendo esto o aquello, cuando todo lo que uno quiere es estar a solas para poder trabajar tranquilo. Cualquier pareja que se tenga quizás hará un esfuerzo por entender este mundo interno, pero no siempre es tarea fácil. El escritor se afana en una realidad alterna, suplantando la imaginación y llenando el silencio con diálogos inexistentes. ¿Cuántos no hay que lo catalogan a uno de loco? Bueno, en mi caso soy feliz con mi locura. Y mi soledad. Porque esta soledad no implica silencios, ni aburrimiento, ni ausencia de amigos; es todo lo contrario. Pero cuando uno hace cierta apuesta sentimental con otra persona, el ingrediente literario y creativo estará siempre presente, en el medio, bajo la cama, sobre la mesa, en cada orgasmo y en el crepúsculo de cada tarde lluviosa.

Hannah Arendt y Heidegger, Elena Garro y Octavio Paz, Alberto Moravia y Elsa Morante, H. G. Wells y Rebeca West, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, Kafka y Milena Jesenská, Joseph y Jessie Conrad, Ramón Gómez de la Serna y Luisa Sofovich, Henry Miller y Anaïs Nin, Paul Celan e Ingeborg Bachmann, Lillian Hellman y Dashiell Hammett, Colette y Henri Gauthier-Villars, Rafael Alberti y María Teresa León, Arthur Rimbaud y Paul Verlaine.

Las preguntas surgieron casi enseguida: ¿qué tanto se nutren unos a otros y se aprovechan de las sugerencias, los puntos de vista alternativos? ¿Es positiva esta simbiosis literaria? ¿Ayuda emocionalmente para alcanzar otros niveles de creatividad? ¿O sucede todo lo contrario, pero con el mismo fin? ¿Acaso la angustia, el tormento, la ansiedad sentimental oxigenan páginas nuevas y llenas de vitalidad? ¿Puede el drama amoroso concebir propuestas diferentes, frescas, dentro del sufrimiento?

Tengo una pareja de amigos que parecen complementarse bastante bien. Él escribe cuentos con una prosa sugerente; ella adora el teatro y redacta dramaturgia. Los dos conviven dentro de una esfera luminosa, intensa y comprensiva. Creo que la ayuda que se ofrecen a nivel narrativo y la visión diáfana de sus respectivos mundos particulares es muy constructiva y liberadora. Ambos conviven en un mismo nivel y se apasionan casi siempre por las mismas cosas; pero tengo entendido que no siempre sucede una interacción tan admirable entre dos mentes creadoras. Ellos interpretan esas pequeñas excepciones a la regla. Ellos se la llevan bien; otros han tenido historias casi de terror.

Anaïs Nin tuvo la necesidad de un sustituto para su padre, un hombre a quien idolatrar y admirar; Henry Miller ocupó ese espacio por una temporada, pero la asistencia creativa entre ellos fluctuaba según la temporada. Algunas veces el escritor estadounidense se mostraba bastante crítico con las páginas de su amante; otras la empujaba para que alcanzara otros niveles de redacción. Y gracias a ella, Trópico de Cáncer pudo al fin ver la luz. George Sand y Alfred de Musset vivieron una relación muy peculiar también, saturada de una pasión intoxicante y continuas separaciones hasta alcanzar los estertores finales; se asemejó más al choque de dos imaginaciones, dos formas de ver la vida y de amar. Era un amor titánico.

Sartre y Simone de Beauvoir, probablemente, disfrutaron de una relación más flexible y cómoda, con lápices en mano para hacer correcciones constantes, aunque se ha escrito mucho en los últimos tiempos acerca de las discretas disputas por los celos de la escritora, quien parece que no se sentía tan liberal como lo proclamaba entonces. Del otro lado descansa Sylvia Plath, quien recurrió al suicidio porque su marido carecía de las herramientas precisas para entender las tormentas de su interior; lo irónico es que la mujer por quien Ted Hughes terminó abandonando a su esposa, también se suicidó.

F. Scott Fitzgerald y Zelda forman un caso aparte, mucho más complejo. Tuvieron la oportunidad de disfrutar de una vida de viajes, lujos y excesos, pero la relación personal entre ellos estaba saturada de claroscuros y adicciones, sin mencionar el desequilibrio mental de la propia Zelda. Y si de desequilibrios se trata, Virginia Woolf pudo sacar a la luz sus proyectos narrativos gracias a la imprenta de su marido, quien colocó en segundo plano sus propias creaciones literarias para encargarse de las de su mujer. Pero aquí lo importante es la narración, el aporte que estos hombres y mujeres hicieron gracias a (o a pesar de) sus relaciones amorosas con otras mentes brillantes.

El auxilio, el desgaste físico, el melodrama, la neurosis, el acicate intelectual, la presión emocional, los celos, los arrebatos coléricos, el existencialismo; son todos ingredientes para una obra poderosa, eterna y llena de matices subliminales. Aunque no quiero dejar afuera las pasiones tangenciales que se desarrollan dentro del campo artístico, que fue por donde comencé. Allí también reposan los amores de Camille Claudel y Rodin; así como la gama de pasiones multicolores entre Diego Rivera y Frida Kahlo. Cada una de esas relaciones representa un universo singular, turbulento, dinámico, explosivo; con reglas particulares y leyes que se ajustaban a las diferentes personalidades en juego; pero una cosa es cierta: nunca, nunca, podrán catalogarse de aburridas, independientemente del resultado.

13 de agosto de 2009

Palabras cromáticas.

Me alejo del escritorio para buscar café. Camino hasta la cocina con una mal disimulada sonrisa de satisfacción por el progreso logrado. La mañana ha sido productiva: dos capítulos consecutivos con pocas tachaduras. Mis dedos se sienten encalambrados, pero felices. He alcanzado un buen ritmo y a este paso es probable que alcance el plot point final en poco tiempo. Me intereso ahora en dejar que la historia avance, que rebose la página, se amolde al resto casi con vida propia. El café no está muy caliente y eso me saca otra sonrisa, provoca una extraña necesidad por regresar a mi puesto y revisar lo que ya escribí; pero sé que no debo abusar de las musas, que debo tomar pausas necesarias para evaluar el trabajo.

Mientras me acomodo en la silla y le busco puesto a la taza tibia, mis ojos tropiezan con la caja de las pinturas y un par de lienzos; todo el material pictórico reposa en un rincón de la habitación, como esperando a que otras musas diferentes despierten de su letargo y me impulsen a motear mis dedos con tonalidades oleosas y brillantes. Los recuerdos de una época manchada llegan en suaves contrastes superpuestos: las sesiones con el artista que moderaba mis lecciones, las tardes suspendidas entre el lienzo a medio llenar y los objetos disímiles que ofrecían sus contornos para guiar mis pinceles; se trata de evocaciones tranquilas que llegan a través de música clásica y el estudio de las técnicas adecuadas para representar otra realidad alterna.

Mi vista va desde el estuche multicolor hasta las páginas llenas con una letra pausada y familiar; pienso que me he limitado a intercambiar las habilidades de un arte por el otro, que el bolígrafo sustituyó las acuarelas sin traumas ni sacrificios. Pero a medio camino descubro que la divergencia es sólo aparente, difuminada. La tarea del escritor no difiere tanto de la del pintor: ambos deben esforzarse por plasmar con fidelidad una imagen que se mueve inquieta entre los pliegues de la memoria; los dos necesitan echar mano a dosis excesivas de disciplina para cuidar el trazo de los personajes, el tono utilizado en las características, la composición adecuada para alcanzar un equilibrio cromático entre las líneas y las formas. En fin, ensuciarse mucho, borrar y volver a empezar, una y otra vez.

El resultado final nunca será satisfactorio; siempre se querrá cambiar un color, agregar otra escena, diluir una tonalidad, desaparecer un personaje, cambiar el punto de vista, rodar algún signo de puntuación, alcanzar un acabado diferente al que se tenía en un principio. Pero allí radica la belleza de la creación, en esa metamorfosis constante y pasajera que amenaza y auspicia el trabajo. Se trata de una labor sin comienzo ni punto decisivo que cierre el párrafo. Existen las variaciones, la sustitución de un fondo, la superposición de nuevos colores.

En la medida en que regreso a las páginas escritas pienso que es preciso agregar los nuevos capítulos con pinceladas sueltas, cuidando también la linealidad en la historia, pero entiendo que se asemeja a un trabajo en progreso. Intuyo que otros capítulos serán anexados con cuidado, incorporados a la labor creativa con atención a los detalles y las líneas hechas. Y de vez en cuando uno debe alejarse, dejar que la pintura fresca se seque sobre el lienzo, para regresar luego y comprobar si la mixtura resulta satisfactoria, si existe coherencia entre las partes; así, paso a paso, se podrá llegar a una posible conclusión que llene las expectativas. A lo largo del trayecto serán precisos unos retoques aquí y otros más allá, hasta que la visión entera casi se desborde del marco que hemos escogido, que adquiera esa vida propia que anhelamos transmitir y que en contadas ocasiones se logra.

Mis palabras de colores manchan el papel con imágenes maravillosas; esto es muy subjetivo, por supuesto. Por ahora apenas me contento en descifrar matices nuevos, experimentar con otras gradaciones, distintas tonalidades narrativas. Total, siempre se puede echar mano a la trementina y empezar otra vez. Nada es definitivo, ni siquiera sobre una tela tan rugosa.

3 de agosto de 2009

Los personajes particulares II

A media mañana me tomo una pausa para salir y fumar un cigarrillo. Se trata de un paréntesis reflexivo, contemplativo. La calle está vacía, tal vez por los oscuros nubarrones que cruzan con lentitud sobre este sector; aunque el calor es sofocante, se pega a la piel como una sombra invasora. A lo lejos, en la esquina donde comienza la calle, una pareja cruza e inicia su largo recorrido hacia donde estoy.

Ella es una mujer alta, madura, bien formada; se asemeja a una amazona que ha superado grandes batallas. El hombre que la acompaña no es muy alto; más bien es grueso, compacto. Forman una pareja contrastante y llamativa. Me recuerdan a los personajes que Carson McCullers utilizó en La balada del café triste. La mujer va vestida con tonalidades fuertes, intensas; el maquillaje en su rostro es excesivo, apenas tan temprano. Él lleva colores pardos, oscuros. Parece que se complementan en un nivel íntimo, secreto. Noto que los labios se mueven, que conversan entre ellos; algunos fragmentos me alcanzan con claridad, pues el timbre que tiene la mujer es bajo, grueso.

Mi jefe me ha hablado antes de ellos, aunque no mucho. A ella la conocen como María La Ronca y era una conocida prostituta. Él era un antiguo cliente que quiso sacarla de esa vida miserable y decadente. Ella se avino a sus deseos sin protestar. Por un momento, conforme caminan frente a mí, me pregunto si esta antigua meretriz sentirá algo de amor por su diminuto caballero andante, quisiera saber lo que cruza por la mente de ella mientras hacen el amor, si acaso él se arrepiente de la decisión tomada; el diálogo íntimo que se ejecuta entre ellos cuando están solos.

Porque la verdad es que nunca los he visto interactuando con otras personas; se parecen a esos personajes reiterativos que aparecen a lo largo de una novela extensa: nunca expresan opiniones, no participan directamente en la trama; pero están allí, inmersos en la historia, forman parte del paisaje de fondo. Son figuras representativas, nunca protagonistas. Pero hoy la mujer escoge fruncir sus labios y regalarme una sonrisa: se trata de un gesto cordial, neutro. Ella ignora mis pensamientos, tanto como yo desconozco los detalles precisos de su historia. Por un ínfimo segundo hubiese querido levantar la mano y detenerlos, preguntar cualquier cosa, suscitar una conversación. Me siento hechizado por sus personajes. Temo que pueda malinterpretar mi curiosidad, así que devuelvo su sonrisa y sigo fumando en silencio.

Casi al final de la tarde, ese mismo día, llega una anciana a la oficina para vender dulces. Suele aparecer una semana sí y otra no; esta vez se sienta y nos envuelve con sus diatribas domésticas mientras mis compañeras de trabajo escogen entre los múltiples confites. Me excuso para encargarme de la cafetera y lavar las tazas; la voz de la anciana me persigue hasta el rincón donde me entretengo preparando las minucias de la merienda.

Entonces, de pronto, el sonido de su voz penetra hasta lo más profundo. Intuyo que esa cadencia sonora habrá de reproducirse en uno de mis personajes, las mismas articulaciones, el mismo maltrato del lenguaje. Me olvido de todo y me transformo en una grabadora humana, queriendo captar hasta el último fragmento, cada una de las frases que la vieja emplea, la modulación que la caracteriza. A solas, sonrío. He descubierto que mis personajes particulares aparecen cuando menos los espero, para regalarme un retazo de sus historias sin contar, un trozo de sus vidas anónimas, un vistazo de verosimilitud siempre bien agradecida que incorporo en mis narraciones, a mi diario.