27 de diciembre de 2010

Virginia Woolf: "Horas en una biblioteca".

Después de la lectura, me queda la vaga sensación de haber pasado, en consonancia con el título, múltiples horas en una biblioteca. Anotarlo así le confiere a las frases un aroma de ligero aburrimiento, de pesadez, de silencio respetuoso; algo hay de eso, es cierto. El conjunto de ensayos literarios de Virginia Woolf entreabre una puerta hacia un pasado señorial donde el estudio de la literatura tenía un profundo efecto académico y retórico. Los ensayos poseen el tono de una alocución, de un discurso elaborado para ser leído ante una audiencia hambrienta de referencias literarias; pero se puede entresacar un timbre afable entre los párrafos.

Uno se embarca en la lectura de Horas en una biblioteca como si se tratara de un extenso viaje hacia una isla remota llamada Virginia Woolf, y desde allí se tuviera la oportunidad de echar un vistazo a otros islotes no menos lejanos de la literatura inglesa: Hardy, Meredith, Shelley, Coleridge, Thoreau, Melville y tantos otros. Llegar hasta Woolf no es fácil, pero lo interesante es que a través de ella, como si se tratara de un catalejo, podemos repasar las características literarias de otros autores que se consideraban valiosos e imprescindibles. En este conjunto de ensayos se recogen sus impresiones sobre las lecturas realizadas, sus opiniones sinceras sobre los escritores eminentes del siglo XIX. Por supuesto, se trata de apreciaciones subjetivas, amenas, tal y como si las hubiese plasmado en su diario o como justo lo estoy haciendo yo ahora aquí.

Los ensayos reúnen diferentes épocas, diferentes tiempos, distintos autores y tendencias narrativas. Pienso que me hubiese resultado mucho más fácil reconocer estos parajes que ella describe si fuese un estudiante de Letras, debido a la consonancia de estilos y menciones que logra agrupar con total sencillez; pero valoro mi ignorancia, el atrevimiento de haberme lanzado sin brújula ni compás, sólo el bagaje que me ofrecen mis propias lecturas. A pesar de que algunas páginas resultan tediosas, hay excepciones que salvan el conjunto. Por ejemplo, su repaso y admiración por ciertos autores rusos.

Virginia Woolf reconoce el valor y aporte de algunos de sus compatriotas, pero eso no le impide al mismo tiempo asumir que hasta ese momento ninguno ha escrito algo comparable a Guerra y paz o En busca del tiempo perdido. Es probable que la posterior realización de La señora Dalloway equilibrara las cosas.

Disfruté mucho con sus apreciaciones sobre Dostoievski, sobre Conrad, sobre Jane Austen y Turgéniev y Chéjov; fue como si pudiera acercarme a esos narradores con otra visión más fresca, a pesar del tiempo transcurrido. Lo interesante de los ensayos es que uno tiene la oportunidad de debatir en solitario, refutar o plegarse a lo que esta mujer propone. Acercarse a Woolf no es una tarea sencilla, pero si se cuenta con un poco de paciencia y lucidez, la ganancia es muy amplia. Es una de mis autoras favoritas en cuanto a narrativa; sus ensayos literarios ofrecen una visión más redondeada, un complemento que nunca pasa desapercibido ni resulta innecesario.

Al final se detiene en aproximaciones ajenas al arte de la ficción, sobrescribiendo encima de las notas de E. M. Forster para Aspectos de la novela; también con el texto de Clayton Hamilton sobre el mismo tema. Son notas bastante ricas y esclarecedoras. El trabajo de la biografía tampoco queda por fuera y se extiende sobre los aportes de su buen amigo Lytton Strachey. Quizás un pequeño preámbulo antes de que ella misma intentara la elaboración de su ambiciosa obra Orlando o la pieza que escribió sobre la vida de Roger Fry. Cierra el libro con dos notas interesantes; una sobre el valor del cine en el registro literario y otra sobre la muerte de una polilla, que así se titula. Lo que llamó más mi atención es que centrara su visión microscópica sobre los últimos momentos del animal, sus implicaciones, sus turbios significados, un simbolismo paralelo al que utiliza Marguerite Duras en Escribir para referirse al mismo episodio con una mosca. Dos escritoras tan distintas prestando atención a un evento peculiar y aparentemente anodino.

En fin, se trata de las opiniones de una mujer comprometida con la literatura y consagrada a ella, mimetizada con ella, entregada por entero a ella. Una mente fértil diseccionando otras mentes brillantes, porque Virginia fue, ante todo, una lectora voraz. En todo momento se preocupó por leer a sus predecesores, nutrirse de ellos, calibrar sus aportes narrativos y poéticos. Prefiero dejar aquí algunas de sus propias anotaciones. En el comienzo, en el ensayo que da título al libo, escribe:

Comencemos por aclarar la antigua confusión que se da entre el hombre que ama la erudición y el hombre que ama la lectura, y señalemos cuanto antes que no existe conexión de ninguna especie entre los dos. El erudito es un entusiasta sedentario, concentrado, solitario, que busca en los libros en su afán de descubrir una determinada pizca de verdad, en la cual ha puesto todo su empeño y todo su corazón. Si la pasión de la lectura lo conquista, sus ganancias menguan y se le escurren entre los dedos. Por otra parte, un lector ha de poner coto al deseo de aprender ya desde el comienzo; si el saber se le pega, excelente, pero ir en busca del saber, leer de acuerdo con un sistema, convertirse en especialista, o en una autoridad, es algo que tiene todas las trazas de acabar con lo que preferimos considerar como una pasión más humana, una pasión por la lectura pura y desinteresada.

Más adelante, refiriéndose a la lectura de clásicos y contemporáneos, dice:

Así pues, hallarse en una gran librería repleta de libros tan nuevos que las páginas casi se pegan entre sí, con el sobredorado en los lomos todavía fresco, reviste una emoción no menos deliciosa que aquella vieja emoción de las librerías de lance. Tal vez no sea tan exaltada. Pero el hambre antigua por saber qué pensaban los inmortales ha dado paso a una curiosidad mucho más tolerante, por saber qué es lo que piensa nuestra propia generación. ¿Qué sienten los hombres y mujeres vivos? ¿Cómo son las casas en que viven? ¿Cómo visten? ¿Qué dinero tienen, con qué se alimentan, qué aman, qué detestan, qué es lo que ven en el mundo que los rodea, cuáles son los sueños que llenan los espacios de sus vidas y actividades? Todo esto nos lo cuentan en sus libros. En ellos vemos mucho tanto de la mente como del cuerpo de nuestro tiempo, en la medida en que tengamos ojos para ver.

Cuando tal espíritu de curiosidad se apodera plenamente de nosotros, una espesa capa de polvo pronto cubrirá a los clásicos, a no ser que alguna necesidad nos lleve a releerlos. Y es que las voces de los vivos son, a fin de cuentas, las que mejor entendemos. Podemos tratarlos en pie de igualdad: dan solución a nuestras adivinanzas y, lo que tal vez sea más importante, entendemos sus bromas. Y así se nos desarrolla pronto un nuevo gusto que no satisfacen los grandes; tal vez no sea un gusto valioso, pero es desde luego una posesión que procura gran placer: el gusto por los libros de calidad más que dudosa.

25 de diciembre de 2010

Resoluciones de Año Nuevo.

Escribir más.

Leer más.

Perdonar más.

Recordar menos.

Compartir mejor.

Comer todo lo que se me antoje, con moderación.

Enviar más cartas.

Conocer nuevas personas.

Bajar menos la cabeza.

Aprender a compartir mis lecturas.

Actualizar el blog con mayor asiduidad.

Estar más pendiente de mis amistades.

Ser menos egoísta con mis libros.

Besar a mis padres todos los días.

Abrazar a mis amigos todos los días.

Dormir menos (ya lo haré cuando muera).

Hablar menos por teléfono y más en persona.

Buscar encuentros interesantes y nutritivos.

Amar con todas mis fuerzas.

Abrirme a las posibilidades del universo.

Permitir que otros me encuentren.

Dejar ir todo lo que me resta velocidad.

Concentrarme más en el paseo que en el destino.

Ponerme en el lugar del otro cuando esté molesto.

Concentrarme en lo que me dicen.

Elevar mi voz cuando las circunstancias me parezcan injustas.

Ser amable con los que no lo son.

Sonreír cada vez que pueda.

Agradecer por cada mañana, pues es otra página en blanco para ser escrita.

19 de diciembre de 2010

Tropiezos poéticos.

La luz pasa a través de los seres desgarrados.

Jacques Audiard.

Mis ojos tropiezan con los suyos en medio de títulos y autores. Ninguno de los dos dice nada, apenas un parpadeo, con la certeza de reconocernos colgada entre las pestañas. Ella sonríe primero. Yo igualo su gesto sin dificultad. Nos abrazamos. Por primera vez descubro que todo su cuerpo puede transformarse en una mirada intensa, atenta, una visión que arropa por completo. Pocas veces antes tropecé con una sensación similar: saberse escuchado por completo, intuirse el centro de un universo particular, momentáneo. Imagino que estoy junto a una mujer especial, particular. Antes de que finalice nuestro encuentro lograré confirmar mis sospechas a través de una sonrisa secreta.

Ella escribe poemas cortos. Me gusta leer sus versos. Ella se ha convertido en la puerta que conduce hacia otras dimensiones literarias. Allí están Pavese, Bukowski y Eliot; Pizarnik no, porque ambos creemos que es muy densa, muy trágica. También está el espejo de nuestros escritos; ella quiere amplificar, lograr un eco de las primeras líneas, mientras a mí me toca jugar con la contención, suprimir para alcanzar la esencia, el golpe certero de una sola frase. Nos reflejamos sin distorsión, reconociéndonos, alargando las sombras de las palabras.

Más adelante, esta mujer singular se escapa para atender una llamada. Fuma un cigarrillo mientras suelta comentarios rápidos, ligeros. Lleva colores tostados, tonalidades terrosas, pinceladas cálidas que envuelven un cuerpo flexible y vigoroso. Me uno a su placer taciturno, intercambiamos otras ideas, un vicio dual de nicotina y literatura. A medida que la charla avanza queda la sensación de que hay mucho todavía por descubrir, similitudes, paralelismos, vivencias tangenciales en estos destinos cruzados. Presiento que existe la posibilidad de un laberinto, una isla en medio del desierto, un oasis de arena y versos espontáneos.

La presentación a la que hemos asistido se acerca a su fin. Las tazas vacías del café reposan sobre la mesa, con palabras sin pronunciar, con el borde manchado de algunas certezas inexploradas, y los ojos siempre fijos, escrutadores, mirando más allá, reconociendo un encuentro fortuito que no lo es tanto como creíamos. De vez en cuando sucede así, el tropiezo con otra alma intuitiva, una puerta que se abre hacia otras dimensiones, hojas escritas que se comparten sin tinta ni papel. Al final, ella parte rápido, escabulléndose entre otros asistentes y otras miradas esquivas. Me deja un sabor agridulce en la boca.

Hubiese querido seguir conversando. Habría preferido que la mañana se transformara en tarde detrás de sus párpados. Pero la misma seguridad que me atrajo hacia ella se encarga de susurrar sobre otros tropiezos inesperados, traspasar las páginas iniciales para alcanzar el meollo del asunto, el nudo de la trama. Sólo queda esperar por el momento oportuno. Mientras tanto, nos queda la poesía y las lecturas sugeridas. Es un buen comienzo.

28 de noviembre de 2010

Decoración de Navidad

Las primeras cajas salen con renuencia. Hay que quitar los sellos, leer las etiquetas, organizar su contenido para no confundirse. El árbol viene después. Es un trabajo lento porque el que tenemos en casa mide más de dos metros. Eso significa mucha paciencia, mucha coordinación, pero me conformo con el ánimo reinante. Luego de las experiencias desagradables de este año, es un gesto positivo que mi familia vea con buenos ojos las intenciones de sacudirse los últimos meses y prepararse para la llegada de la Navidad. No es que comulgue mucho con estas fechas comerciales, pero confieso que me entusiasma la música, los colores encendidos, ver a mamá escogiendo los adornos sin recordar los traumas del asalto.

Toda la sala se inunda de papel multicolor, cascanueces, campanas doradas, cestas con bolas de distintos tamaños; es como si un aire festivo se colara por las ventanas que antes permanecían herméticamente cerradas, o un rayo de luz después de una tormenta quejumbrosa. Los aguinaldos que suenan en el reproductor ayudan en la faena. Veo que mamá sonríe, se entusiasma, define la tonalidad de la decoración. Eso es suficiente para mí. Mamá piensa en los regalos que debe comprar, los enumera en voz alta, dice que debemos ir un día hasta Valencia para visitar una tienda especializada en objetos de Navidad. Yo digo que sí.

Papá fluye detrás de ella. Asiente. Sonríe. Me gusta esta sensación de renovar el ambiente, despejar las telarañas del suspenso, abandonar por un día el luto y los recuerdos desagradables. Escribo sobre ello porque es la forma que he escogido para enfrentar mis vivencias. Celebro que mamá no rememore el asalto. Es bueno que papá asimile mejor la muerte del abuelo. La decoración y los villancicos y la presencia formal del árbol gigante nos empujan hacia delante, porque la vida sigue su curso, otras escenas, otras sensaciones, otros momentos de equilibrio precario.

Mis amigas de Valencia han definido este año como un annus horribilis. Coincido con ellas. Todas ansían despedir estos doce meses con fanfarrias y canciones. Ellas esperan que el año próximo sea diferente, con menos sobresaltos, menos robos, más armonía y sosiego. De una u otra forma, cada uno de nosotros entiende que el vaivén político está allí, agazapado detrás de la puerta; que la economía no mejora; que el clima se ensaña con algunas regiones sin conmiseración; no hay que evadirlo. Pero, hoy, me limito a contemplar el bazar navideño en que se ha transformado mi casa, escuchar las gaitas, sonreír por encima de todo, esperar que el año entrante sea distinto, gozar con esta pequeña burbuja de intemporalidad que nos contiene. Me aferro a eso. Todo lo demás tendrá que esperar hasta mañana.

19 de noviembre de 2010

¿Por qué escribo?

¿Por qué escribo?

Para permanecer, recuperar el tiempo perdido, para tomar fotografías literarias y transformar esas imágenes en palabras, para visitar otros lugares que no conozco, para revisitar los que sí, para comunicarme con los demás sin confundirme con la voz, porque soy torpe para expresar mis ideas verbalmente, para construir realidades paralelas donde cualquier cosa puede suceder, porque ciertos autores me han influenciado, porque sueño mucho despierto, porque añoro el tiempo que vendrá, para enumerar mis amores, para enterrar a mis muertos, para seducir a los extraños, porque no puedo hacer otra cosa, para matizar mi presente, porque leo mucho.

Escribo por el deseo de dejar algo detrás de mi nombre, cuando ya no esté. Escribo para intentar curar mi neurosis, porque soy varios en uno solo, porque mis ojos ven a través de las letras, porque soy un curioso empedernido de las vidas ajenas, para escuchar el sonido del bolígrafo sobre el papel, porque me tranquiliza cuando estoy intenso, para darle vida a las voces dentro de mi cabeza, porque me gusta, porque aprendí que a través de la escritura conozco más sobre los demás, para no estar tan solo dentro de mi crisálida particular, porque algunas veces me incomoda la presencia de otras personas, porque amo la soledad de mi oficio, porque leer me empuja a experimentar con las palabras, porque algunos recuerdos pesan.

Creo que me gusta escribir debido al placer que me deja una página corregida múltiples veces, hasta suponer que está lista y pasar a la siguiente; porque idolatro el lenguaje, porque la imaginación es una bestia rebelde que desobedece mis mandatos, para contagiar a otros con este placer silencioso, porque ya casi no creo en nada, porque todavía me animo a ser idealista, porque terminar un cuento o una novela se parece bastante a un orgasmo físico, porque las historias anónimas me lo piden, para acallar los susurros del mediodía, para atreverme a ir más allá.

27 de octubre de 2010

In Memoriam.

El sol del mediodía se hace insoportable. Pienso que los entierros deberían hacerse muy temprano por la mañana o quizás al final de la tarde. La gente vestida de negro se acumula alrededor de la fosa. El silencio es la consigna. Murmullos aquí y allá, como si existiese el temor de alterar la ceremonia de despedida del difunto. Mamá se ha apartado del grupo casi desde el principio, la tenacidad del sol invita un dolor de cabeza que no será bienvenido después del trasnocho. Creo que alguien reza, pero no estoy seguro. Yo también permanezco separado, oculto bajo la sombra de un arbusto con flores amarillas. La prima Ysabel está conmigo.

La abuela no quiso venir. Prefiere mantenerse alejada de un momento tan doloroso y definitivo. Compartir 60 años con alguien y de pronto no hacerlo más tiene que resultar una experiencia muy difícil. Mis tías se mezclan con las amistades que nos acompañan desde un par de días atrás. Papá deambula entre los asistentes; intuyo que prefiere mantenerse activo, evasivo, ocupado, antes que detenerse frente al foso y quedarse allí con las manos cruzadas, inerme, enfrentándose al fin con la verdad pospuesta. Para ninguno de nosotros es fácil, pero cada uno decide encarar el funeral como mejor puede. Yo rememoro, evoco su rostro, la charla inteligente y literaria que siempre compartimos, la sonrisa cómplice y la mirada sabia, el legado de libros que me deja y que ha dispuesto antes de partir. Su vasta biblioteca pasa a mis manos: un regalo póstumo que me deja con un sabor agridulce en la boca del estómago.

De pronto siento ganas de tomar café, de fumar un cigarrillo, de hacer cualquier cosa que espante la humedad que invade mis ojos. La presión es grande. Quisiera saber de dónde proviene esta urgencia de apartarme, de estar en otra parte, de arrancar a correr para no llorar. Me concentro en los demás, detallo sus expresiones, intento imaginar lo que cruza por sus cabezas. ¿Cómo lo recuerdan ellos? ¿Qué imagen surge de inmediato al pronunciar su nombre? ¿Qué prevalecerá para siempre entre nosotros? Fue amigo, padre, abuelo, profesional, lector voraz, esposo, viajero incansable, cuñado, hermano, niño, adulto, tío, bisabuelo; hombre de pocas pero contundentes palabras. Supongo que el tiempo y once hijos permiten ese tipo de fortalezas emocionales. El sol me molesta de nuevo.

Ysabel enciende un cigarrillo. Dice algo sobre su padre, tiene que ver con una cremación. Sus palabras me incitan a observar las tumbas que nos rodean, con sus flores artificiales y descoloridas, las losas desgastadas. Un jardín sin vida, pétreo, hermético. Pienso en la futilidad de estos múltiples gestos de reconciliación con lo vivido. Le comento a Ysa mi decisión de ser cremado, mis cenizas al viento, volviendo a ser uno con todo lo que nos rodea; ella asiente. Ser enterrado es una tradición casi prehistórica, religiosa, pero considero que también puede ser masoquista. Uno tiene que saber hacer las paces con sus muertos: vivos o enterrados. Enciendo un cigarrillo y fumamos en silencio.

Alguien rompe a llorar entre los congregados. El gemido se camufla entre las figuras vestidas de blanco y negro, no identifico quién es. Envidio su repentino desahogo. La mezcla de emociones en mi pecho impide cualquier gesto similar. Mi cuerpo está allí, junto a Ysabel, cerca del cortejo fúnebre, pero mi mente recorre vertiginosa el universo. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué viene luego? ¿De qué forma se avanza con el dolor a cuestas? ¿Por qué tiene que ser todo tan triste? He leído sobre culturas que hacen fiestas para despedir al familiar fallecido, celebran la vida que tuvo, el conocimiento que dejó atrás, entre sus seres amados; quisiera estar entre ellos, ser como ellos, alejar el luto y sonreír con su recuerdo. No es fácil estar aquí, así, ahora. Arrojo lejos el cigarrillo.

Papá ya no está. Se ha difuminado entre mis tías. Los hombres del cementerio hacen descender el féretro con escasa pericia. Otro descarga las coronas multicolores de la carroza. Flores hermosas que pronto buscarán la manera de equipararse con el difunto, desprenderse de su vitalidad, drenar su savia; parece una ofensa silenciosa perpetuarse sobre la fosa con tonalidades tan vivas. Ellas también se marchitarán, como el abuelo, como cada uno de nosotros llegado su momento. Pienso en el rostro enjuto detrás del vidrio, con su sueño eterno. No quiero permanecer como él; no quiero lágrimas, ni luto, ni plegarias farfulladas. El sol es insoportable. Toda la escena es una proyección en cámara lenta. Supongo que algunos fragmentos sobresaldrán con el tiempo transcurrido. Siempre es igual.

Los hombres del cementerio comienzan su labor para cubrir la fosa. Es un trabajo lento. Algunas personas se apartan, se alejan, regresan a la vida en suspenso. Veo que Mamá se aproxima con cautela. Papá me busca con la mirada. Ysabel y yo nos hemos transformado en un par de figuras de yeso, como los ángeles petrificados que adornan otras tumbas, otras ausencias. Imagino que llegaremos a la casa con el mismo silencio, algunas lágrimas retrasadas, gestos de resignación entre uno y otro, hasta que alguien haga un comentario fortuito que nos permita recordar al abuelo con cariño y no con tanto abatimiento. Los niños se encargarán de devolver el bullicio, ajenos a la ceremonia recién compartida. En ellos está el futuro. Y, así, con sus risas y juegos, nos veremos arrastrados hacia delante, apartándonos día a día de esta jornada fúnebre, permitiendo que el recuerdo y las emociones cruzadas busquen un equilibrio saludable para avanzar de nuevo.

Adiós, abuelo. Te recordaré en cada lectura, en cada página prestada.

En memoria de Guillermo Fránquiz: 1928 – 2010.

20 de septiembre de 2010

"Ciudades que ya no existen", de Fedosy Santaella.

Algunas veces resulta agradable volver a los recuerdos de la adolescencia, esa época convulsa de transición entre la niñez y el adulto que se asoma en los bordes de la ingenuidad. Se trata de fragmentos inconexos, risas sueltas, viajes, amores y amistades que significaron mucho debido a su primigenia intensidad. Dicen que todo tiempo pasado fue mejor. Estoy de acuerdo con ello. Quizás se deba a todo lo que almacena mi memoria, un rompecabezas informe de mucho gozo, conversaciones hasta tarde en la madrugada, juegos de dominó y cervezas de fin de semana. Tuve la suerte de acoplarme a un grupo heterogéneo junto al cual compartí experiencias enriquecedoras y muy estimulantes. Nunca fue aburrido. Y aprendí lo necesario para seguir adelante con lo que prometía el futuro. Pero una que otra vez vuelvo atrás, pienso en aquellas vivencias, las rememoro con placer.

Fue por eso que adentrarme en la lectura de Ciudades que ya no existen significó abrir la puerta de un pasado ajeno y al mismo tiempo propio. Mucho de lo expuesto en las historias de Fedosy Santaella suena familiar, conocido, un viaje a través de un territorio simbólico que hace guiños con un pasado idílico y casi colectivo. Todo el que vivió su adolescencia a finales de la década de los ochenta y principios de los noventa del siglo pasado, podrá reconocerse en estas lúdicas experiencias que el autor plasma con exquisita familiaridad. Cada uno de los cuentos es un rápido fogonazo, una instantánea que detiene el tiempo, una visión de lo que fue y ya no será. Y uno sonríe porque se sabe partícipe mediante ese mágico enlace que representa la buena literatura.

Conforme las historias se despliegan y los personajes se mueven dentro de un abanico de vivencias juveniles, el lector no puede evitar las sonrisas de reconocimiento al verse obligado a recordar sus propias experiencias. En mi caso particular ese ejercicio de regresión se torna vívido porque también crecí en la provincia, llenándome de madrugadas en el borde de una acera, estrechando lazos con amistades ajenas a la dinámica capitalina; fuera de Caracas todo es más lento, matizado, carente de la inmediatez que caracteriza las actividades de la gran ciudad. En el presente, con todo lo que acontece ahora mezclado con la política, la delincuencia, los trastornos sociales, uno lee y añora con placer ese tiempo apenas recuperado mediante la lectura. También existe la mutación entre el pueblo y Caracas, un estudiante del interior que llega para estudiar y todo lo que eso representa: conseguir un sitio dónde vivir, los nuevos amigos, la universidad, familiarizarse con las calles y avenidas, los encuentros fortuitos con otros seres que prolongaran el viaje hacia otros derroteros. Todo eso sale a la superficie en estas Ciudades que ya no existen.

Ayuda bastante el tono empleado por el autor, la sencillez del lenguaje, un ejercicio literario que torna asequible el cúmulo de experiencias vertidas en el papel. La lectura se hace cómoda, placentera, relajada; y tiene mucho que ver con el estilo para contar, porque se intuye el trabajo progresivo para alcanzar el tono adecuado, la entonación necesaria, la secuencia precisa y así ofrecer las piezas sueltas de un rompecabezas pretérito. Ciudades que ya no existen se puede leer como una novela corta, directa, donde cada historia conforma un capítulo de la misma trama; también existe la facilidad de separar sus partes, pues los relatos poseen la sincronización precisa para existir de forma independiente. He preferido no mencionar el contenido porque creo que cada lectura es única, subjetiva; sólo me arriesgo a decir que el juego con actividades aduanales, burdeles, música francesa, techos de vinilo y cabrones de altura es sugestivo y memorable.

15 de agosto de 2010

Reír para no llorar

Uno lee las noticias en los periódicos e intenta asimilar la pena ajena. En la superficie se trata de datos estadísticos, como ya lo mencioné, pero debajo esconden una realidad trágica para casi todos los venezolanos. Secuestros, robos, homicidios; las razones para sentirse abatido son múltiples y variadas. Algo muy diferente sucede cuando se pasa a formar parte de esos números sin rostros. Luego de la desagradable experiencia vivida con mi madre, solemos leer lo que le sucede a otros con una mirada que no teníamos antes. Se entiende, se asimila, se sabe por lo que les tocó pasar. No es una empatía agradable. Para nada.

Poco después de aquellos sucesos, supe que una de mis mejores amigas de Valencia padeció un encuentro similar: tres hombres armados que la sometieron junto a su madre y su hija pequeña, dentro de su casa, esta vez en pleno mediodía. Todo ocurrió muy rápido, pero la sensación amarga todavía le queda en la boca. Su madre se rehúsa ahora a quedarse sola en la casa. “Todo salió bien”, así, entre comillas, porque los delincuentes no las violaron, ni las mataron, ni dejaron un trauma indeleble después de la huida. “Créeme que ahora sí te entiendo”, me dijo cuando pudimos comunicarnos. A los pocos días, mi madre se encontró con un viejo amigo del liceo en el banco. Él le preguntó por lo que nos había pasado. Ella le contó todo. Su antiguo compañero de clases se lamentó, soltó algunos improperios, pero todo quedó allí, justo antes de pasar a la taquilla.

Esa misma noche, en una trágica coincidencia, le tocó a él vivir en carne propia lo que nosotros pasamos en aquella madrugada. Lo golpearon, lo amarraron, dejaron su casa como un campo de batalla. Luego, lo único que pudo agradecer fue que su esposa estaba de viaje al momento del asalto. Las palabras que le dijo a mi madre después, cuando se volvieron a ver, fueron muy parecidas a las de mi amiga de Valencia. Lo triste es que asumimos que estábamos cayendo como moscas. Una pregunta quedó colgando mientras almorzábamos en casa, hace pocos días: “Y ahora, ¿a quién le tocará?”. No es que deseemos que los demás pasen por esto, pero resulta asombroso que siga sucediendo, que se regularice esta tendencia delictiva, y entonces, poco a poco, se haga costumbre y parte de nuestro día a día.

Fue cuando choqué de frente con las risitas maliciosas de Andrés Izarra en la televisión. Mi sorpresa fue genuina, casi infantil. Mi cerebro tenía problemas para procesar cuál era la causa de su hilaridad tan rampante. Pero no quise precipitarme en juzgarlo. Comprendí que era su reacción a las conjeturas de otro entrevistado, que todo lo que este señor decía produjo esta respuesta de su parte, pero poco a poco se fue filtrando la idea de que las cifras y situaciones que el otro mencionaba, para él, para Izarra, eran causa de mucha risa. Me pregunté en silencio, sin apartar la vista de la pantalla, ¿lo que pasamos mamá y yo era risible? ¿Y mi amiga en Valencia? ¿Y el antiguo compañero de clases de mi madre? ¿Y los familiares de cada uno de los venezolanos que caían bajo el fuego cruzado del hampa? ¿Por qué reía? ¿No pudo haber rebatido los argumentos del otro a través de una respuesta menos cínica y detestable? ¿Dónde vive Andrés Izarra? ¿No tiene a su alrededor a nadie que haya pasado por una experiencia similar? ¡¿Por qué reía, coño?!

Muchas amistades me han comentado que el Gobierno sabe bien lo que sucede, pero juegan a mirar el traje nuevo del emperador. Quiero decir, prefieren no mencionarlo y creen que de esa forma, no diciéndolo, le restan importancia, le quitan valor; porque asumirlo sería reconocer el fracaso y darle municiones a la oposición oligarca y escuálida de este país. Cuando me dicen eso, suelo responder con una inquietud: ¿cuántos oligarcas y escuálidos viven en los cerros de Caracas y en los barrios del resto del país? ¿No saben acaso que la mayoría de las víctimas suelen ser personas de bajos recursos, inermes ante la ola de delincuencia que los revuelca contra la orilla cada día? ¿Será que desconocen lo que significa tener que viajar en transporte público sin saber si será ese el día en que un grupo de asaltantes escogieron para quitarles sus pocas pertenencias a los pasajeros de un autobús? ¿Será porque esos mismos pasajeros no saben lo que es desplazarse con chofer y escoltas como los altos jerarcas del Gobierno? ¿Será porque ninguno de ellos tiene que enfrentarse a la escena espantosa de reconocer a sus seres queridos entre un revoltijo de cadáveres como lo mostró El Nacional en primera plana?

La guinda de la torta fue la trágica experiencia de los niños que creían ir en un viaje de placer y que se transformó en una inesperada pesadilla; para ellos y todos los representantes que los acompañaban. ¿Con qué ganas se llega a la playa luego de una escena tan pavorosa? Supongo que todo esto también le resultará gracioso a Izarra. Aunque, después de mucho pensarlo, tiendo a creer que tanto él como todos los demás encumbrados sólo ríen para no llorar. La vergüenza y el descalabro obligan a montar esta farsa, esta respuesta bufa por parte de cada uno. Nada es eterno. Todo cumple un ciclo en la vida. Pareciera que la cercanía del mes de septiembre los tiene tan enajenados, que lo único que les queda es reír para no llorar. Así, me encontré hoy con las palabras de Rodolfo Izaguirre en una entrevista sobre cinematografía nacional: “Este país es una tragicomedia permanente. Hay situaciones muy dramáticas y terribles, pero de pronto hay unos personajes ahí que lo que inspiran es risa. En el cine, la gente se ríe cuando está pasando una cosa espantosa porque es un arma de defensa. Te ríes para que eso no te toque, no te pase”.

Lo entiendo perfectamente. Es probable que para muchos miembros del Gobierno la realidad nacional se haya convertido en un asunto tragicómico, cinematográfico, chistoso, virtual, qué sé yo; pero desde mi rincón prefiero otra frase que me ayuda a pasar el mal trago televisivo: “El que ríe de último ríe mejor”. No digo más.

1 de agosto de 2010

Dígitos en las estadísticas (II)

Después de pasar toda la noche con múltiples descargas de adrenalina, el color del día trajo consigo una relativa calma. La luminosidad espantó las sombras que se escondían en los rincones y la mente dejó de jugar con los contornos. Ya no había la posibilidad de reconocer un rostro oculto mirándote a través de la ventana, el pie de alguien apenas camuflado en una esquina, la sensación ambigua de que en cualquier momento ellos regresarían. Nos quedamos mucho tiempo en medio de la sala descompuesta, detallando los fragmentos, como si nuestra casa se hubiese convertido en un gigantesco rompecabezas que tuviéramos que ensamblar de nuevo. Creo que sentíamos una mezcla imprecisa de temor, cansancio acumulado, desesperanza, nerviosismo y algunas dosis de agradecimiento por estar vivos, aunque ninguno de los dos lo mencionó.

En medio del desorden, debajo de algunas cosas, el teléfono comenzó a repicar. Mi madre y yo nos vimos sin saber muy bien qué hacer. Luego de una experiencia tan desagradable, estoy seguro de que no nos hubiese extrañado que los vándalos se ocuparan de llamar para verificar que siguiéramos sus instrucciones. Pero no eran ellos. La voz de mi abuela materna sonaba acuciosa, como si instintivamente sintiera la obligación de llamar tan temprano. No pude hablar. Pasé el auricular a mamá y dejé que le explicara. La conversación duró poco, muy poco. A partir de allí nos separamos, nos atrevimos a hacerlo por primera vez. Ella a lo que quedaba de su habitación, yo a la cocina: necesitaba una urgente taza de café, un cigarrillo, abrir los ojos y descubrir que todo había sido una pesadilla incolora. Nos movimos en silencio, pronunciando algunas frases retóricas, nunca esperando respuesta del otro. Cada vez que mi mente evocaba la sensación de ahogo y vejación y furia, trataba de concentrarme en lo más importante: estábamos vivos.

Allí, junto a la cafetera, de cara al fregadero, me pareció reconocer de nuevo las figuras informes de los tres hombres saltando sobre nosotros, el sabor metálico en la boca, la respiración entrecortada, las voces toscas demandando y pidiendo todo lo que teníamos. Fue una impresión que se repitió varias veces, hasta que el café estuvo listo; pero aún no nos atrevíamos a abrir la puerta principal, un gesto de precaución que llegaba con retraso, aunque firme. A través de una de las ventanas pude observar el exterior, el corredor principal salpicado de sol, el portón eléctrico abierto por completo, incluso la cara de ligero asombro de algunos vecinos que pasaron temprano de salida a sus trabajos y que reconocieron como inusual esa escena matutina. ¿Descuido involuntario?, ¿desperfecto nocturno? Bueno, ya se enterarían.

El par de horas posteriores al amanecer se transformaron en un intento por reconocer las pertenencias revueltas. Me quedé un poco más tranquilo cuando noté que mamá se entretenía en intentar poner orden dentro de sus cuatro paredes particulares: su closet, su baño, los alrededores de la cama y los muebles en su habitación. Supuse que lo hacía mecánicamente, pero al menos se entretenía en algo concreto. Mi abuela la encontró allí. Lloraron juntas por un rato. No sería el único desahogo a lo largo del día, pero aún no lo sospechaba. Me concentré en el café, en deambular sobre los destrozos de mi cuarto, recoger algunas hojas escritas, fumar y volver a tomar café. Con la llegada de papá sentí que nos acercábamos un poco más a un sentido de normalidad, de realidad recuperada, de salvación; los tres nos abrazamos en una unión que me cuesta describir. Fue un momento intenso y prolongado. Pero la mañana seguía su curso y había mucho por hacer.

Posteriormente llegó lo que defino como la nebulosa. Fue un espacio de tiempo que se caracterizó por los detalles inciertos, imágenes sueltas, frases a medias que logré captar sin proponérmelo. Me sentí cansado, con ganas de dormir un poco, casi seguro porque contemplaba la casa llena de rostros conocidos, gente a nuestro alrededor, ojos que estarían pendientes mientras mis párpados se cerraban, pero la duermevela fue fugaz, momentánea, porque pronto llegó la abogada de la familia para encargarse de las cuestiones legales y judiciales. Trajo consigo a algunos agentes del CICPC para que nos tomaran las declaraciones preliminares e hicieran una revisión del lugar. Mi mirada se tornó atenta de nuevo. Como fiel seguidor de algunas series detectivescas, quise prestar atención a los métodos, las preguntas, sintiéndome bizarramente dentro de uno de esos capítulos que tanto había disfrutado de CSI, Law&Order, o quizás esperando que en cualquier momento ingresara un Maigret, un Poirot, tal vez una versión latina del personaje de The Mentalist, pero no. Estábamos en Venezuela, pasando a formar parte de una larga lista de víctimas, apenas meros dígitos en unas estadísticas, sólo eso, sin luces, ni cámaras, ni directores gritando: “¡Corten!”.

La decepción fue mayúscula. Encontré que los agentes hacían preguntas banales, con respuestas que podían obtenerse a través del sentido común, interrogantes prefabricadas con las cuales rellenar un papel; parecían actores que ejecutaran una escena fastidiosa, ya repetida hasta el cansancio, como autómatas cumpliendo un rol repetitivo. Los papeles se invirtieron cuando sentí lástima por ellos. ¿Qué número pasábamos a ser nosotros? ¿Cuántos casos más tendrían que atender a lo largo de la semana? ¿A cuántos de esos delincuentes les echarían la mano encima? Por supuesto que aún quedaban remanentes de esa peculiar indefensión de la noche anterior pero, ¿qué nos hacía especiales a nosotros? ¿En qué sobresalíamos dentro de una larga lista de quejas, asesinatos, secuestros, homicidios, violencia callejera y corrupción gubernamental? ¿En qué? ¿Cómo? Me volví a sentir molesto, aunque me obligué a canalizar la frustración en algún objeto inanimado.

Los miembros del CICPC partieron poco antes del mediodía, sin respuestas claras, con algunas huellas parciales, y una declaración somera de lo sucedido. Mientras eso duró, papá se encargó del cuerpo de Agatha. No supe lo que hizo y preferí no preguntárselo. Pensé que era mejor así. En otro momento él regresó con un par de paquetes, comida de la calle, se improvisó todo sobre la mesa, pero ninguno quiso comer, nos quedamos allí empujando los cubiertos, haciendo un esfuerzo por no pensar y analizar las imágenes insistentes dentro de la cabeza. Acordamos con los agentes policiales que iríamos en la tarde a realizar la denuncia formal, llenar otros formularios, ser interrogados una vez más; así que me encerré dentro del baño, me desnudé y permití que el agua tibia lavara parte de los recuerdos tumescentes que se negaban a desaparecer. Nunca cerré los ojos.

El paso del mediodía a la tarde y las siguientes horas fue bastante lento, incómodo. Presentí que el cansancio y la falta de sueño se marcaban con amplitud en nuestras caras. Hubo un desfile de rostros anónimos en la sede del CICPC, hombres y mujeres haciendo su trabajo rutinario, ajenos por completo a nuestra pesadilla de la noche anterior, quizás indiferentes a la experiencia porque debían enfrentarse a múltiples víctimas de semana en semana. Nos pidieron esperar un poco, tomar asiento en unas sillas oscuras y aguardar por nuestro turno. Supongo que nos veíamos extraños allí sentados, sin hablar entre nosotros, sin querer mencionar la razón de nuestra permanencia en ese sitio. Eventualmente, un hombre se acercó. Dijo que tomaría las declaraciones y que debíamos seguirlo, con uno sería suficiente. Mamá volteó a verme y preferí hacerlo yo; no quería que mi vieja tuviera que avanzar y retroceder varias veces sobre un mismo tema tan desagradable.

Una oficina estrecha. Una computadora que había visto mejores tiempos. Nada de modernidad dentro de esas paredes con cortinas baratas. Ni siquiera ofrecieron café. El agente me obligó a repetir todo de nuevo, fragmentos aleatorios, visiones fugaces de lo acontecido en la madrugada; pero en verdad encontré que ninguna de sus interrogantes aportaba mucho al caso. Miré la pantalla frente a él, adiviné que no hacía sino repetir las preguntas hechas ya mil veces, nada que delimitara nuestro caso, nada que lo etiquetara aparte de las otras carpetas que se apilaban en una esquina del escritorio. En determinado momento, lo confieso, llegué a temer por lo que estaba contando. Habiendo leído tantas cosas en los periódicos, ¿quién me garantizaba que los delincuentes de la noche anterior no fueran agentes de la policía o cualquier otro cuerpo gubernamental? ¿Quién podía asegurarme que mi denuncia no se convertiría en un disparo que sale por la culata? ¿De verdad hacíamos bien en seguir los canales burocráticos y formalizar una delación que podía regresarse en contra nuestra? ¿O sencillamente estaba siendo paranoico? Con tanto que sucede en nuestro país, ¿dónde se dibuja la línea que separa el bien del mal? ¿Dónde comienzan mis derechos y dónde se difumina el delito?

Ya en casa no nos quedó otra que armarnos de paciencia y caer de rodillas para recoger todo. Comenzar desde cero. Llorar las pérdidas materiales y enjugarse la frustración de pagar cara la ingenuidad. Pensar en otras mañanas y tardes mejores, noches diferentes sin la vacilación de una duda. Al menos tuvimos la oportunidad de hacer una limpieza general y terminar de deshacernos de todo lo que quisimos, esos objetos que suelen almacenarse por flojera de inventariar y sacar lo que no se usa. Sí, pagamos caro el descuido, pero en mi interior creo mucho en las cuentas del Universo, y el Universo siempre ajusta sus cuentas. Mamá insiste en creer, todavía hoy, que los malandros necesitaban dinero para alguna operación urgente, algo desconocido que justificara sus acciones; lo cierto es que admiro su potencial de mirar lo bueno y despegar los ojos de lo feo.

Hizo falta medicamento y algo de terapia, pero hemos recuperado parte de la antigua normalidad. Por supuesto, mi madre aún tiene reservas de permanecer sola en la casa, verifica las cerraduras cada par de horas, a veces llora un poco si hay bastante silencio y piensa en lo sucedido; pero me alegra que su mente haya bloqueado la mayor parte de la noche. Una que otra vez se acerca y me pregunta sobre ciertos momentos que permanecen en blanco para ella. Me esfuerzo y miento, invento una versión edulcorada, matizo los diálogos y las escenas, sustituyo los gritos por silencios. Creo que es una de las ventajas de ser escritor: puedo alterar los sucesos a mi conveniencia, y a la de ella, hacerle creer en mi visión. Algunas veces descubro un brillo de inseguridad en su mirada, como si sospechara que cambio pequeños pedazos, pero creo que en el fondo prefiere conformarse con mi ficción antes de volver a su realidad.

29 de junio de 2010

Dígitos en las estadísticas (I)

Sonrío involuntariamente antes de comenzar a escribir estas líneas. Heme aquí, de nuevo al principio, sin las comodidades de la tecnología moderna: sin laptop, sin DVD, sin la computadora, sin celular o BlackBerry, sin posibilidades de agilizar u organizar mi trabajo pendiente; eso sin mencionar todo lo que necesito contar acerca de lo sucedido en la madrugada del terror. Sólo hojas en blanco y un bolígrafo. Me siento como un astronauta que es devuelto a la edad de piedra, o como un universitario a punto de graduarse que debe comenzar desde cero, en el primer grado.

Pero toda esta variación tiene su atractivo; quizás me acostumbré a la tecnología, a la exquisita facilidad de disparar mis dedos sobre el teclado, a la certeza de saber que todo mi material estaba al alcance de un clic del ratón. Ahora de nuevo me enfrento a la escritura manuscrita, esa caligrafía casi ilegible que me caracteriza tan bien. Esta vez debo recurrir a la paciencia, a la lectura rápida (descifrada) sobre las tachaduras, la idea central que deseo exponer.

Hoy desperté con menos tensión en los músculos. Tuve que dormir poco más de doce horas continuas para que las imágenes insistentes se aplacaran, se alejaran lo suficiente para permitirme una oscuridad que me equilibrara. Conforme escribo esto, mi vista escapa una que otra vez hacia la cama, un fogonazo vertiginoso que comprime lo sucedido, pero estoy decidido a poner todo aquí, no quiero nada adentro, necesito vomitar la experiencia y el miedo y la locura para el veneno que se cuece en mi interior. Creo que es la solución más adecuada y terapéutica. Antes he leído que la gente que sufre traumas y escribe sobre ello se recupera más pronto. Hoy quiero llenar estas páginas, alcanzar el final y poder pasarlas, dejarlas atrás. Aunque el sentimiento de indefensión se niega aún a desaparecer. Me voy, entonces, al principio, al grito que resquebrajó la noche:

―Hijo, a la perra le pasa algo.

Salté de la cama con rapidez. Recién acababa de acostarme. Leía un libro que quedó a medio camino. Lo que le pudiera estar pasando a Agatha era más importante. En efecto, la perra venía hacia mí con paso errático. Mi madre permanecía junto a la puerta del corredor principal. El animal deambuló por la sala sin coordinación, tropezando con muebles cuya disposición conocía muy bien. No respondía coherentemente a nuestras llamadas y reaccionaba con torpeza; parecía que llegaba borracha de una fiesta y buscaba evitar un regaño innecesario. Mi primera idea fue hacerla caminar, incluso inducirle un vómito.

Mi madre y yo la sacamos al jardín; caminó un poco, con lentitud. Mientras mi enfermera improvisada iba en busca de una botella de aceite, pensé en diferentes explicaciones: había llovido todo el día y eso pudo propiciar la salida de muchas cosas indeseables en el exterior, quizás se trataba de un sapo venenoso, tal vez una serpiente, cualquier animalejo nocturno que se defendiera de la usual curiosidad canina. Mamá llegó con el aceite. Entre los dos abrimos las fauces y vertimos una dosis generosa. Agatha se ahogó y tragó. Me incorporé para obligarla a caminar; la perra obedeció, a su manera. Caminó con paso inseguro, tosía, hacía arcadas, daba otros pasos. Mamá la animaba mientras yo enviaba mensajes mentales con la velocidad de una ametralladora: “Tienes que mejorarte, por favor. Vomita. Vomita. Saca eso de tu sistema. Reponte. Tú puedes, anda, tú puedes”.

Agatha hizo su esfuerzo, no lo puedo negar. Comenzó a defecar; al principio, montículos oscuros, consistentes, después una masa amarillenta y pastosa. Supuse que era una buena señal. Vomitó un par de veces. Luego su boca se llenó de mucha baba. Del hocico colgaban hilos como telarañas. Pero caminaba, se esforzaba. Volvió a defecar. Durante algunos minutos pareció recobrarse, reconocernos, escuchar lo que le decíamos. Los tropiezos consecutivos vinieron casi enseguida. Se quedaba tendida o procuraba levantarse con dificultad.

Mi parte racional identificaba los síntomas evidentes de un envenenamiento, pero mi lado pasional se resistía a creer que era el principio del fin. Mi perra languidecía sentenciada sin haber cometido ningún crimen. Mi madre ayudó en lo posible, aunque prefirió mantenerse aparte. Supongo que nos veíamos patéticos allí arrodillados, junto al cuerpo moribundo, esperando cualquier desenlace definitivo. Agatha alcanzó pronto la imposibilidad de levantarse. Sus ojos se concentraban en el movimiento de mis manos, reaccionaba al sonido de mi voz, pero se alejaba cada vez más.

A través de un esfuerzo final intuí que me buscaba. Dejé que se arrastrara hasta mí y la tomé entre mis brazos. En silencio supliqué por una rápida solución. Levanté los ojos al cielo oscuro y pedí: “Si la vas a mejorar, hazlo ya; no quiero que sufra más. Si te la vas a llevar, también. Haz que su sufrimiento termine rápido. No es justo para ella”. La última fase fue la más dolorosa. Se puso tensa y babeaba mucho. Su lengua me buscaba y hacía caricias húmedas de reconocimiento, como una despedida particular. Pensé que su renuencia a partir era una señal de que prefería esperar por mi padre ausente, con quien estaba más apegada. Escogí vestirla con características humanas, como un corazón reacio a sucumbir hasta no despedirse de sus seres amados. Pero la espera sería agónica, pues mi padre no volvía sino hasta la mañana siguiente.

Poco después de la medianoche, la lucha cesó. Cada bocanada de aire representaba un esfuerzo monumental. Todos sus miembros parecían luchar por el oxígeno. Tuve que aferrar sus patas delanteras para evitar los espasmos. Su mirada se perdió. Ya no me escuchaba. La reconocí lejos de mi ayuda. Todo lo que restaba era esperar por el estertor definitivo. Su muerte se produjo casi media hora después. Deduje que mi perra había sido envenenada, pero no reconocí los motivos implícitos en el asesinato del animal. Todo lo que sentí fue una inmensa mezcla de incomprensión y resentimiento. Al mismo tiempo que mi madre buscaba una toalla vieja, me ocupé de limpiarla y adecentar su tránsito a la otra vida. La dejamos cubierta en un rincón del estacionamiento. Papá sabría lo que se debía hacer al día siguiente.

Le pedí a mamá que me acompañara hasta la cocina para lavarme las manos. Había pensado en darme un baño para limpiar la saliva de Agatha que quedaba en mis brazos. Mamá abrió el grifo y vertió parte del líquido lavaplatos. Todo fue muy rápido. Ella giró por alguna razón desconocida y yo comencé a imitarla para buscar algo con qué secar mis manos. Mamá hizo una alterada exclamación de sorpresa y en un fugaz segundo, aún sin voltear del todo, pensé que mi padre había adelantado su regreso y la sorprendía llegando en la madrugada. Pero no era él. Tres hombres encapuchados se abalanzaron con actitud amenazadora. Nos tomaron por sorpresa y pidieron que hiciéramos silencio.

Lo primero que pensé fue en bajar la cabeza. Atraje a mi madre pasándole un brazo por encima de los hombros y abrí la boca para pedirle que no los viera, que bajara la vista. Escuché a uno de ellos repitiendo mis palabras. Otro se quitó la camisa y nos la arrojó encima. Sentí que mi madre temblaba y comenzaba a balbucear frases sin sentido. La apreté más y le pedí que se callara. Los hombres nos obligaron a avanzar. Todo lo que veíamos era nuestros pies avanzando a tientas. Ellos hablaban, preguntaban, decían palabras que hoy he olvidado. Así nos empujaron hasta llegar a la primera puerta a la derecha: mi habitación.

Como los tres hablaban al mismo tiempo se hacía difícil comprender lo que decían y seguir sus instrucciones. Uno de ellos nos empujó hasta la cama y nos ordenó silencio. Otro quería saber dónde estaba el efectivo que guardábamos en la casa, las prendas de mi madre, la caja fuerte. Recuerdo que pensé en el anacronismo de que alguien conservara semejante artilugio en la actualidad; ciertamente, nosotros no. pero eran pensamientos incongruentes que aparecían sin ser invitados. Lo siguiente que hicieron fue quitarle las fundas a las almohadas para sustituir la camisa maloliente que nos cubría. Primero mi madre, después yo. Sabía que mamá le tenía fobia a la oscuridad y al encierro. Vi que sus dos mayores temores se materializaban en uno solo. Mas tengo que reconocer que mi vieja fue valiente. Todo lo que pude hacer fue acentuar la presión de mi brazo sobre sus hombros y colocar la otra mano sobre su antebrazo. El temblor de su cuerpo iba y venía conforme la voz de uno de los tipos se acercaba y alejaba alternativamente.

Desde diferentes sitios nos llegaba el sonido del destrozo que estaban haciendo. Nunca nos dejaron solos. Cada cierto tiempo aparecía otro para reemplazar al que estaba junto a nosotros; o, algunas veces, los dos a la vez. A través de la tela alcancé a ver cómo sacaban las gavetas y arrojaban el contenido al suelo. Lo mismo hicieron con mi escritorio. Todo el piso se fue llenando con papeles, ropa, libros, frascos de perfume, fotografías y cualquier cosa que hubiese estado guardada. Se mostraron desorganizados y apremiantes. Luego se acercó uno de los delincuentes y comenzó a pasar el cañón de su arma por mi piel desnuda. El estremecimiento súbito de mamá me indicó que era sometida a la misma tortura. El hombre exigía saber dónde estaba mi padre, luego el lugar secreto de las cosas de valor; después era un simple juego, el placer de observar nuestras reacciones a sus palabras y gestos y contactos físicos. Se sentían poderosos, eso lo intuí de inmediato.

Creo que hasta cierto punto gozaban con nuestra sensación de vulnerabilidad e indefensión. No podíamos ocultarlo. Mamá comenzó a temblar con mayor vehemencia y dijo que tenía ganas de vomitar. Sentí mucha furia en ese momento. Le dije a la voz que nos cuidaba que necesitaba llevarla al baño. Agradecí en silencio que el hombre se dejara convencer. Nos incorporamos y dimos varios pasos hasta la puerta de mi baño. Él le indicó a mamá que se podía quitar la funda, a mí me retuvo por un brazo. Escuché a mamá sollozar mientras vomitaba. En ese instante me entró una urgencia por quitarme la funda y enfrentarlo, repartir puñetazos para eludir aquella grotesca situación; pero otra voz interna me advirtió en contra, sugirió prudencia, colaboración. Me arriesgaba (nos arriesgaba) a salir más lastimado de lo que ya estaba.

Regresamos a la punta de la cama, al desasosiego, al temblor involuntario. El saqueo continuó durante mucho tiempo, no sabría precisar cuánto. Uno de los hombres amenazó con llevarme con ellos, ir hasta el banco y retirar más efectivo por el cajero automático. Mamá gimió; supuso que pretendían también secuestrarme para pedir rescate, eso me lo diría luego. El tono de las voces era hostil, desagradable. Uno se empecinó en acrecentar el contacto físico, pedir información sobre más objetos valiosos. Fue un pensamiento neutro, rápido, secreto; lo único importante para mí eran los libros, las ediciones que tanto me costara conseguir y juntar; pero creí que eso no era relevante para ninguno.

Percibí que el temblor de mi madre disminuía cuando escuchamos que los hombres se preparaban para partir. Estábamos tan cerca del final, aunque era posible otro giro turbio del destino; sé que ambos lo pensamos. Todo lo que mi madre quería era deshacerse de ellos, que se fueran; a mí me provocaba abrir un paréntesis y preguntar por qué, por qué la necesidad de irrumpir en una casa ajena, someter a los ocupantes y apropiarte de algo que no es tuyo. ¿Por qué? ¿Qué crianza empujó ese comportamiento? ¿Qué conjunto de experiencias pueden borrar así cualquier rasgo de decencia, de sentido común? ¿Qué tuvo que pasar para que esos hombres ignoraran el remordimiento y el respeto para agredir a otros seres humanos? ¿Dónde estaba la familia de cada uno de ellos? ¿No se imaginaban que lo mismo podía sucederle a sus madres e hijos? Me pregunté cómo se sentirían en el papel de víctimas. ¿Cómo reaccionarían?

Preguntas vanas, lo sé. Pero no pude evitar que se formularan en el fondo de mi mente conforme el silencio se alargaba por la casa. Hubo un amedrentamiento final, advertencias, acentos crueles para enfatizar la retirada. Después nos quedamos callados, inmóviles, reacios a cualquier gesto que fracturara aquella frágil calma que nos contenía. Mamá habló primero, quiso saber si ya todo había terminado. Tragué saliva antes de responder. Sentí miedo. Temí que la pesadilla no hubiese finalizado, que se tratara de alguna broma macabra antes del contraataque. Estuvimos así hasta que el silencio se hizo incómodo, exasperante. Me quité la funda de la cabeza y observé todo a mi alrededor. Mamá me imitó. Todo, todo estaba esparcido a nuestros pies. Parecíamos personajes dentro de una de esas películas de desastre que sobreviven a una catástrofe natural. Todo se mezclaba en una masa heterogénea: libros, gavetas, ropa, cuadernos, hojas sueltas, fotografías, zapatos, CD, lapiceros, artículos del baño, cajas; nunca había visto tanto desorden.

Nos quedamos paseando la vista por los montículos donde se reconocían algunos fragmentos. Ninguno habló. Luego mamá rompió a llorar. Vi que las puertas de mi habitación estaban cerradas, la llave había desaparecido, pero estábamos solos. Caminé evitando pisar mis cosas. Las puertas estaban cerradas con llave. Regresé a la cama, a mi madre, al sollozo débil que desahogaba su presión. Permanecimos allí como por otra media hora, hasta que los cristales de la ventana comenzaron a colorearse con la aurora. Me acerqué de nuevo a la puerta y comencé a forcejear con las manillas. Las puertas cedieron pronto porque uno de los pestillos inferiores estaba flojo. A pesar del destrozo, sentí que el espacio confinado de mi cuarto se tornaba más seguro ante la posibilidad de enfrentar el resto de la casa. Mamá suplicó que no saliera, pero tarde o temprano teníamos que enfrentarnos con la realidad exterior. El vandalismo dentro de mi cuarto era sólo una pequeña muestra de lo sucedido en el resto de la casa. Definitivamente, la sensación de supervivencia era mayúscula.

Mamá me siguió con cuidado. Nos entendíamos a través de señas, como si estuviéramos ejecutando el asalto nosotros y no los delincuentes. Revisamos habitación por habitación, sorteando el desorden y el caos de cosas rotas. Caminábamos por una improvisada zona de guerra. Sólo después de verificar que no quedaba nadie, nos atrevimos a hablar, pero lo hicimos en susurros, como con temor de despertar dentro de otra pesadilla. Entonces llamé a papá. Me quebré cuando escuché su voz, pero me obligué a hablar. Él supo leer entre líneas, más allá de las incoherencias; nada más le interesaba saber si estábamos bien, luego dijo que saldría de inmediato. En el tiempo que pasó hasta su llegada terminó de amanecer. La claridad reflejó la magnitud del destrozo. Mamá volvió a llorar. No supe si lo hacía para desahogar el trauma o porque su esencia metódica se veía insultada ante tal desorganización.

Continuará…

16 de mayo de 2010

AMIGAS DE ÚLTIMA GENERACIÓN

Mis amigas de Valencia forman un grupo heterogéneo de mujeres que siempre están a la moda, comen en los mejores sitios, viajan constantemente al exterior, organizan comidas en sus casas y nunca están rezagadas en cuanto a la tecnología. Algunas veces las percibo como amigas de última generación, debido a sus recurrentes actualizaciones. Es muy poco lo que escapa a sus miradas atentas, la preponderancia de una marca sobre otra, los beneficios de un vino consagrado, el spa de turno, las cotizaciones en los mercados bursátiles; son detalles que pueden parecen superficiales, poco trascendentes, pero adquieren un significado específico dentro de las relaciones sociales que ellas cultivan. Es por eso que necesitan estar en contacto permanente, actualizadas, informadas de todo lo que acontece dentro y fuera de sus privilegiadas esferas.

Mi amistad con estas mujeres sofisticadas viene de muchos años atrás; hemos compartido infinidad de viajes, fiestas, risas, cenas, cumpleaños infantiles, jornadas de compras compulsivas, meriendas, bautizos, matrimonios y funerales; logramos establecer un vínculo muy profundo que se ha mantenido y fortalecido con el tiempo. Pero sucedió que nada permanece inalterable y algunos tenemos una naturaleza inquisitiva, curiosa, permeable; así que mi etapa burguesa se vio sustituida por otra muy diferente: la bohemia. Me interesé más en la literatura, los autores, las técnicas narrativas, los talleres de creación literaria, y así, poco a poco, mi universo interior se transformó sin pedirme permiso. Dejé de preocuparme por asuntos mundanos y mi atención se trasladó a las tertulias intelectuales, las vanguardias poéticas, los escritores que compartían mi propio placer, y la moda y las fiestas y las reglas convencionales perdieron su antiguo valor social.

Por un tiempo, la relación con estas amigas sufrió el peso de mis escogencias artísticas. Cada vez se hizo más y más difícil coincidir para una celebración o una comida, por lo que nos limitamos a los contactos telefónicos prolongados para suplir la ausencia. Valoré mucho que ellas entendieran mis decisiones y no juzgaran con demasiada intransigencia mi deseo de experimentar y explorar otras latitudes geográficas y humanas; así que me dejaron ir apoyándome lo mejor que pudieron sin parecer condescendientes. Una que otra vez me escapaba y regresaba para alguna reunión o cumpleaños, pero lo preponderante en mi vida eran las páginas que producía y los proyectos en los que me embarcaba. Nunca supe lo que mis amigas opinaban o cómo se sentían con respecto a mis intereses literarios, hasta ahora. Y la sorpresa resultó hermosa, inesperada, casi tierna.

En algún momento, en ciertas conversaciones, con unas y otras, se dejó filtrar la impresión de que se intuían rezagadas, ajenas, poco interesantes dentro de mis aventuras intelectuales. Quizás, al principio, supusieron que se trataba de algún capricho pasajero, un pasatiempo poco comprensible, pero albergaron la certeza de que me tendrían de vuelta bastante pronto. No imaginaron lo equivocadas que llegarían a estar. Les costó un poco, pero aprendieron rápido que sus motivaciones chocaban directamente con las mías. No les quedó otra que asimilar mi necesidad de espacio, de silencio, de soledad, para poder escribir y leer como quería; pero en sus cerebros bullía la idea de superar estos inusitados obstáculos sin consultarme.

Conversaron, planificaron, se pusieron de acuerdo y organizaron un regalo de cumpleaños para cubrir la brecha que nos separaba. No me lo dijeron, esperaron hasta que pudimos reunirnos en una de estas tardes y me entregaron un BlackBerry adornado con un enorme lazo color naranja. Confieso que al principio me sentí renuente, incómodo, incluso me puse a la defensiva; pero lentamente he ido asimilando las implicaciones de este inesperado obsequio. Creo que se trata de la manera particular que tienes mis amigas de mantenerse en contacto, de no perder del todo las vivencias que alguna vez compartimos, de acercarme a su mundo particular sin involucrarme del todo. Es su forma peculiar de indicarme que están pendientes, que desean seguir junto a mí, que valoran mi amistad y no quieren que nos alejemos más de lo que ya estamos.

Una de ellas mencionó que se trataba de algo simple, una manera de demostrar su interés, porque sabían que no podían competir con mis amistades literarias, con las efervescentes charlas literarias que tanto me estimulaban, así que decidieron hacer un puente virtual y mantenerse cerca, atentas, incondicionales como siempre. Sólo ahora puedo entenderlo bien y agradezco profundamente el gesto que han tenido. Para mí no ha sido fácil sumarme a la corriente instantánea de la virtualidad y los mensajes en directo, quizás porque una parte de mi naturaleza todavía disfruta con lo rudimentario: escribir a mano, leer los libros en físico, hablar de tú a tú; pero sé también que no puedo quedarme atrás porque la rueda del tiempo terminaría por aplastarme y minimizar mis intentos. En una época digital y tecnológica no queda otra que adaptarse o perecer, así que fluyo y pongo mi mejor sonrisa. Ahora ya no se trata tanto de memorizar el número de la cédula o del teléfono celular, sino de agregar el consabido PIN; entonces lo escribo y escribo hasta sentir que está almacenado con todos los demás datos:

244669E5… 244669E5… 244669E5…

21 de abril de 2010

V SEMANA DE LA NUEVA NARRATIVA URBANA

La noticia sobre la escogencia de los participantes para la V Semana de la Nueva Narrativa Urbana provocó cierto entusiasmo en mi piel. Me permitió recordar las sensaciones que me asaltaron un año atrás, cuando supe que también había quedado entre los escogidos para participar de ese evento significativo. Rememoro ahora la mezcla ambivalente de nerviosismo y excitación, de gozo mal disimulado, de temor absoluto ante lo desconocido y la certeza de que se abrían nuevas puertas para mi desarrollo literario. Representó una oportunidad única para entrar en contacto con otros escritores y narradores en franca proyección; aunque la experiencia en sí fue mucho más estimulante de lo que yo esperaba.

Leer el material propio ante una gran audiencia es y será siempre, para algunos, una experiencia memorable. Uno siente la adrenalina golpeando en cada palabra, entre los párrafos, conforme se pasan las páginas de una historia donde se desconoce el final, porque la lectura no finaliza con el último punto, sino con las opiniones e interpretaciones que el público pueda ofrecer. Creo que es allí cuando comienza la verdadera prueba, el susto íntimo, la sorpresa ante lo desconocido. Puede suceder que a los aplausos siga un prolongado silencio, con los asistentes reacios a compartir sus observaciones; también es probable que de pronto la sala se anime con múltiples visiones sobre un mismo tema. Pero cualquiera que sea el resultado, la experiencia es la misma: intensa, vívida, emocionante, memorable.

Cuesta un poco describir la sensación que provoca un extraño al acercarse y comentar sus apreciaciones, ese rostro anónimo que habla sobre lo que uno ha leído y ofrecido como si se tratara de un sacrificio pagano en un templo literario; porque es muy distinto cuando un autor publica su obra y los lectores la gozan o critican en la intimidad de su mente, sin contacto directo, sin la proximidad de unas pupilas taladrando las respuestas. En la inmediatez que concede la Semana de la Nueva Narrativa Urbana hay mucho de ese acercamiento verbal que no permite la lectura en soledad, posterior, ya publicada de un material escrito. Parte de eso se debe a la excepcional tarea que realizan Ana Teresa Torres y Héctor Torres cada año, leyendo cientos de historias, decantando las anécdotas, filtrando los temas, hasta delimitar todo en 15 participantes que leerán sus trabajos cada noche, acompañados por un autor experimentado que comentará las distintas propuestas narrativas.

Me complace entonces descubrir estas nuevas voces, nuevas aproximaciones al arte de contar, distintos nombres que abordarán escenarios disímiles con cada intervención: Alexis Pablo, Carlos Patiño, Dulce Penélope, Graciela Yánez Vicentini, Harold Mota, Hernán Lameda, Jesús Ernesto Parra, John Manuel Silva, Marcel Ventura, María Eugenia Mayobre, María Ignacia Alcalá, Maryorie Landaeta, Michelle Roche Rodríguez, Noelia Depaoli y Ricardo Ramírez Requena. Cada uno aportando lo mejor de su esfuerzo literario, su forma de contar, su visión particular del mundo que nos rodea. Cada uno ganándose su puesto en una lista especial de autores que han recorrido caminos disímiles dentro de su trayectoria narrativa: Fedosy Santaella, Carlos Villarino, Marianne Díaz Hernández, Gabriel Payares, Adriana Villanueva, Roberto Martínez Bachrich, Jesús Nieves Montero, Rodrigo Blanco Calderón, Dayana Fraile, Gabriel Torrelles, Salvador Fleján, Gisela Kozak, Leo Felipe Campos, Vicente Ulive-Schnell, Pedro Enrique Rodríguez, Keila Vall DelaVille y Rafael Osío Cabrices, entre muchos otros.

Para todos, mis sinceras felicitaciones, deseando que cada una de sus lecturas e intervenciones sea tan significativa como lo fue para mí. Éxitos.

3 de abril de 2010

Uganda en Ricky Martin

Apenas el comunicado se hizo público, la noticia le dio la vuelta al mundo como si se tratara de un reguero de pólvora. Hasta cierto punto, daba lástima verificar la enfermiza curiosidad de la raza humana. Mucha gente se sintió con derecho a emitir su opinión con respecto a la sexualidad de un hombre que finalmente se decidía a asumir su rol homosexual. Pero qué significado tiene todo esto en el fondo, por qué la necesidad de crear tanto alboroto alrededor de un tema que debería ser íntimo y privado. Con quién te acuestas y cómo lo haces no debería ser de la incumbencia general. Algunos aducen que tienen derecho porque el cantante en cuestión es una figura pública; me pregunto entonces cómo se sentirían esos miles de curiosos si uno se propusiera hurgar en sus propias manías sexuales, en sus escogencias, en sus posibles fracasos eyaculatorios o en los orgasmos fingidos.

¿Qué es lo interesante de Ricky Martin? ¿Por qué la necesidad de crear tanto alboroto sobre un hombre que no tiene necesidad de ofrecer explicaciones? Entonces me pregunto sobre las razones que impulsan este comportamiento, esta manía de involucrarse con las estrellas y sus vidas privadas, como si se tratara de un vecino atractivo o de una prima licenciosa. En cambio, la noticia de que Uganda planea sancionar una ley que justificaría el encarcelamiento y la pena de muerte para los homosexuales apenas si tuvo publicidad. Pareciera que lo importante sea la banalidad, la frivolidad del espectáculo, en vez de la preocupación por ciertos derechos que se vulneran en otras partes del mundo.

Quizás mi punto de vista sea bastante ingenuo, estoy consciente de ello, porque me siento como un Quijote moderno enfrentando diferentes molinos de viento; pero creo que es necesario alzar la voz y llamar las cosas por su nombre. Así como la prensa mundial comenta e invierte tinta en escudriñar la vida privada de un artista homosexual, también debería abrir el compás y mencionar las violaciones de los derechos humanos en Uganda; porque lo que incluye el proyecto legislativo no augura nada bueno para ese pequeño país de África. La mencionada ley incluye la posibilidad de denunciar comportamientos que sugieran la posibilidad homosexual, la extradición si han huido al extranjero para ser procesados dentro del país, la creación de un sistema de denuncias donde incluso los miembros de la familia se vean obligados a acusar a sus propios hijos, hermanos, sobrinos o parientes directos. Y la pena capital como la guinda de la torta judicial. Nada menos.

Quise investigar un poco más al respecto, pero me deprimió un poco descubrir la poca relevancia internacional que esta denuncia tuvo. Los miembros GLBT del país se preocuparon de movilizar a la prensa mundial para que recogieran la denuncia, pero la cosa no pasó de presentarse en una página interna, al fondo, escuetamente reseñado; entonces uno entiende la indignación de estos colectivos cuando la nota de Ricky Martin golpeó todas las portadas periodísticas del planeta. ¿Importa más la sexualidad de un solo hombre por encima de medio millón que corre el riesgo de ser asesinados (porque no existe otra palabra) sencillamente porque piensan y disfrutan del sexo de forma no convencional? ¿En qué nos hemos convertido como sociedad? ¿Dónde quedan los siglos de evolución en contra del oscurantismo? Lo que da es pena, no otra cosa.

Hoy quise hablar de eso, aportar mi voz, a pesar de que estoy consciente de que otros temas más superficiales acallarán cualquier intento mío o ajeno; pero sé que estoy haciendo lo correcto. Cada uno de nosotros tiene el derecho incuestionable de hacer y disfrutar del sexo como mejor le parezca, de forma consensuada, sin herir ni maltratar al otro, en la privacidad de su hogar. Cualquier sanción que pretenda regular esto, penalizarlo, juzgarlo, es una muestra de abuso y falta de madurez social. En este caso particular son los homosexuales; mañana podrían ser los negros, los judíos, los asiáticos, las personas con discapacidades, las mujeres; no lo sé. Lo que sí sé es que aparentemente nada aprendimos como sociedad luego de descubierto el genocidio que practicaron los nazis. Pareciera que somos los únicos condenados a tropezar con la misma piedra más de una vez. Y resulta patético decirlo siempre. Pero qué importa: mientras Ricky Martin siga cantando, Uganda puede continuar encarcelando y matando homosexuales como mejor le parezca. El silencio es la ley. Sigamos Living la vida loca.

28 de marzo de 2010

Ensayo de anarquía

La primera impresión que tengo, justo después de leer lo que escribo, es que se trata de una imaginativa ficción, un bosquejo para otra de las historias que suelo redactar tarde en la noche, un fragmento olvidado de una imagen mucho más amplia; pero no es así. Lo curioso es la veracidad implícita, sin adornos, ajena a los usuales giros narrativos que acostumbro emplear. Esta vez logro entender aquella vieja máxima de que la verdad supera la ficción. Por ahora. Y entonces me pregunto cómo llegamos a esto, cuál fue el inicio subrepticio que nos trajo a este ensayo de anarquía, porque es eso, no otra cosa: un ensayo de anarquía.

Creo que fue a finales de noviembre cuando tuvimos agua en las tuberías por última vez. Ya antes el servicio era irregular, pero nos acostumbramos de alguna forma a la precariedad porque vivimos en un país donde la incertidumbre es la única regla fija. También influyó el hecho de no vivir en la capital, donde rara vez se observan este tipo de carencias; nos ha tocado coexistir en la provincia, donde antes se agradecía estar lejos del usual congestionamiento vehicular, la falta de educación de los transeúntes, el estrés citadino; pero eso representó que se nos sacrificara primero, privilegiando a los habitantes de la Gran Caracas. Ignoro a qué Estado le tocaría al inicio, cuáles pueblos del interior, lo cierto es que a principios de diciembre ya el servicio de agua era muy escaso; fue evidente que algo anormal estaba pasando, aunque prestamos poca atención debido a otros conflictos políticos que ocupaban las primeras planas.

Mi familia supuso que podía tratarse de una eventualidad pasajera, por lo que nos importó muy poco tener que contratar varios camiones-cisternas para poder pasar una Navidad sin preocupaciones. Hicimos lo mismo para la reunión de Año Nuevo. Enero nos alcanzó con la misma delicadeza de un viento suave, con clima fresco todavía, incluso sin apagones. Todo eso vendría después, pero no lo sabíamos aún; quedaban remanentes del temperamento embriagado de diciembre. Pero conforme se acercaba febrero, la situación cambió. El ser humano es un ser de hábitos, de costumbres; así que nos la ingeniamos para sacar el mejor provecho de la situación y adaptarnos. Recordé algunos documentales del History Channel: el que no evoluciona y se adapta al cambio está condenado a perecer. Hicimos lo mismo: pusimos nuestra mejor cara y nos concentramos en buscar alternativas. Supe que había sectores, ciudades y personas en circunstancias peores que la nuestra; además, quejarse no serviría de nada.

Durante el almuerzo comentábamos algunas incidencias. Hubo rumores sobre ciertos conflictos en la planta de tratamiento de aguas residuales. Después nos enteramos sobre las huelgas, las manifestaciones que eran reprimidas sin contemplación, como si los agentes de seguridad fueran los únicos con el servicio de agua corriente y electricidad perpetua. Pero con todo y eso, nos esforzamos por no agregar negatividad al conflicto que se olía en el aire. Nos ocupamos en buscar cada uno la forma de conseguir a través de ciertos contactos la recurrencia de uno u otro camión para que nos abasteciera de agua. No sabíamos cómo estarían los demás, sólo llegamos a saber que la situación no era buena; en las tomas para llenar los tanques se formaron colas gigantescas, con mucha gente discutiendo, con algunos conatos de violencia, porque se emitió la orden de que las quejas serían canalizadas a través de los representantes de los consejos comunales. Recuerdo que le dije a Papá que debíamos prepararnos para horas más secas; él me miró con algo de incredulidad: lo sé, sonaba a frase hecha, eventos ficticios que sonaban traídos por los pelos. La realidad es así. Y todavía la gente se asombra.

Cierta alegría corrió por el pueblo cuando se materializó el rumor sobre una tubería que había sido descubierta y se podría traer agua desde un embalse vecino. Supongo que todo el mundo esperó con la misma emoción. Algunas familias, los días iniciales de marzo, agradecieron al cielo por ser beneficiadas primero; pero el líquido que llenó sus tanques era oscuro, con sedimentos y un olor desagradable. Un amigo tomó una muestra para mandarla a analizar. Los resultados arrojaron que su tanque estaba lleno con ciertas bacterias, incluso con residuos de heces fecales. Y la alarma se regó como el agua de un chorro abierto. Las protestas se agudizaron y nosotros volvimos a comer en silencio, intentando ahorrar lo más posible sin malgastar en trivialidades. Mamá dejó de preocuparse por las flores del jardín y la grama adquirió un tono pardo, quebradizo. La mayoría de las plantas simplemente perecieron, se secaron, dejando el frente de la casa manchado con tonos terrosos y polvorientos. Las prioridades se alzaron como si estuviéramos en medio de un desastre repentino. No tuvimos otra opción.

Papá se las ingenió por aquí, Mamá habló con el esposo de una conocida, contraté al suegro de mi jefe; hicimos cada uno ciertas maniobras para que un camión nos trajera agua aunque fuera una vez a la semana. Estuvimos relativamente tranquilos hasta hace una semana atrás. Esa mañana esperábamos la cisterna con cierta inquietud, porque los disturbios se habían tornado muy violentos y ya no existía la seguridad de antaño. Nuestros temores se vieron confirmados cuando el camión intentó llegar hasta la casa: varios vecinos se colgaron del vehículo, pidiendo que se les llevara agua a ellos primero, porque tenían niños, porque la necesitaban, porque cada uno inventa y aduce las razones que sean a la hora de querer lo que no se tiene. La pequeña poblada rodeó el camión y el chofer se vio obligado a repartir el agua que traía en diferentes tanques. Ni siquiera protestamos. De alguna forma entendí que a eso habíamos llegado: los instintos primitivos estaban allí, agazapados bajo una tenue capa de civilidad, pero los tiempos que vivíamos los obligaban a salir, a despojarse de máscaras sociales y luchar cada uno por el bienestar propio y de su familia.

Otro camión pudo llegar hasta nosotros un par de días después, pero la esencia de lo ocurrido quedó suspendida en el ambiente como una nube oscura reacia a desaparecer. Supimos que estábamos cerca del final de la cuerda. Nos tocó ver el otro lado, un breve ensayo de anarquía, el fósforo que permanece muy cerca del polvorín. Todavía ningún ente gubernamental asegura la pronta solución del problema, sólo se aseguran de que el servicio no falte en la Gran Caracas, mientras nosotros nos ahogamos con el polvo seco en la garganta. No se trata de culpar a los habitantes de la capital, sino de entender que a nadie conviene contemplar estos despliegues irracionales en las barriadas populosas que sólo esperan una débil señal de conflicto. Entonces uno se pregunta adónde hemos llegado, qué nos espera cuando abril golpeé con toda el peso de su temperatura. Porque el problema de la electricidad está lejos de solucionarse, y sin energía eléctrica, las bombas no tienen fuerza para enviar agua por las tuberías. ¿Qué vendrá primero? ¿Hacia qué escenario nos conduce la desidia gubernamental? ¿Dónde se queja uno?

Y seguimos esperando por el siguiente camión-cisterna. No podemos hacer otra cosa. El almuerzo se enfría. No tengo hambre.

13 de marzo de 2010

La catedral estaba repleta de miradas curiosas, rostros sudorosos y mucha más gente de la que usualmente ocupaba los pulidos bancos de madera. La plaza, frente a la iglesia, mostraba una concentración similar, poco corriente bajo el sol del mediodía. El calor era intenso, vivo, como una entidad que se multiplicaba entre las escasas sombras aglutinadas frente a los altos portones del templo. Pude captar estos detalles en un nivel subconsciente, ajeno a mi voluntad, porque lo que de verdad importaba era no perdernos unos con otros, respetar la fila que habíamos organizado antes de entrar, porque se nos dijo que teníamos puestos asignados para la misa fúnebre.

La concentración apiñada de la gente exacerbaba el calor, la sensación de ahogo, y la escasa ventilación del santuario hizo que los aromas se intensificaran: el incienso, el sudor corporal, uno que otro perfume dulce, femenino, exagerado, tan temprano, o tan tarde, como prefiera verse. En medio del laberinto de carne humana pudimos percatarnos de que el protocolo no se había respetado y que todo era un desorden de caras y figuras incongruentes: damas aristocráticas en un mismo banco con señoras humildes y malolientes; tuvo que haber sido un golpe duro para las narices respingonas de la alta sociedad. Ligeramente por encima del espeso aroma se deslizaba un sostenido murmullo lineal, nada estridente, casi con respeto al recinto, al difunto, a la ceremonia misma.

Intentamos conseguir una ubicación idónea cerca del altar, pero la atención generada por la familia del fallecido concentraba allí la muchedumbre. A pesar de todo, pudimos quedar cerca, apretados, casi inmovilizados entre la marea que muy poco se desplazaba, a escasos pasos de nuestras amistades en duelo. A nadie extrañó que la ceremonia se retrasara; que los minutos pesados se alargaran conforme más y más gente se las ingeniaba para abrirse paso y echar una mirada al ataúd ubicado frente al altar. Estuvimos allí lo suficiente como para exasperarnos y cabecear en busca de un mejor espacio, un sitio donde el calor no se pegara de la ropa y colgara del cuello. Una de las muchachas señaló algunos puestos al otro lado del altar que permanecían extrañamente vacíos. Ella le pidió a su guardaespaldas que verificara primero y nos avisara si podíamos sentarnos allí. Al mismo tiempo que el hombre se movía con agilidad entre la masa compacta de pieles húmedas, nosotros hicimos el intento de seguirlo, pidiendo permiso, moviendo los codos, teniendo paciencia.

El desplazamiento se asemejó a una de esas tardes en la playa, cuando uno quiere acceder al mar y las olas consecutivas impiden el avance, retroceden los pasos y se termina forcejeando con la marea hasta encontrar un punto neutro, sin resaca. Del otro lado del templo había un pequeño resquicio junto a una efigie de la Virgen María, alta, descolorida, triste. Un par de bancos permanecían desiertos, como si hubiesen estado esperando por nosotros. Me pareció un dato bastante curioso, sobre todo debido a la multitud que llenaba la nave central. Ocupamos los puestos en silencio, justo al lado del altar, en una peculiar posición de primacía, de primera fila, antes de comenzar la misa; pero nada sucedió. El sacerdote iba y venía, indeciso, lanzando miradas por encima de los lentes a la apretada congregación. Entonces tuve la impresión de estar ante un espectáculo organizado de antemano, un show mediático, cualquier cosa menos una ceremonia eclesiástica para conmemorar al difunto.

Desde la entrada nos alcanzaban los reflejos de los flashes, cazando a los rostros prominentes que se atrevían más allá de las fauces ominosas de la catedral, adentrándose en la penumbra, entre los asistentes y curiosos. Uno que otro reportero se aventuró cerca del féretro, lanzó miradas al rostro firme de la viuda, los hijos, los familiares obligados a compartir una despedida pública y colectiva. Se trataba de un funeral poco corriente. Pensé en todo esto antes de que el excesivo calor de marzo distrajera mis pensamientos y me obligara a subir la mirada, prestar atención a la bóveda sobre nuestras cabezas, como si así pudiera escapar de la pegajosa temperatura. Me concentré en los arcos superiores, las tonalidades de los vitrales multicolores, la forma en que los rayos del sol se filtraban en estrechas líneas luminosas para dar sobre la pared posterior del altar.

Mis amigas, precavidas, ya habían sacado sus abanicos y los agitaban para ahuyentar el vapor circundante. El cura dijo algunas palabras, algo referente a una despedida general, abrir un espacio para aquellos que deseaban despedirse del difunto, tocar el féretro, expresar sus condolencias a la familia. De inmediato pensé en la viuda, en cómo detestaba estos despliegues melodramáticos y hubiese jurado que habría preferido algo más sencillo, íntimo, menos protocolario. Quizás una ceremonia familiar, con algunos amigos cercanos, en vez de este circo que pronto amenazaba con adelgazarnos a todos por igual. Fue entonces cuando reparé en los diferentes sacerdotes, el arzobispo, los trajes largos con hilos dorados, los adornos eclesiásticos, los monaguillos bajo la mirada atenta y severa del cura principal, los muchachos dispuestos en el coro, la parafernalia implícita en el funeral. ¿Era en verdad necesario todo aquello?

Evoqué mis lecturas, la antigüedad de la Iglesia católica, los ritos ancestrales que llevaban poco más de dos mil años. ¿Cómo había podido sobrevivir la Iglesia a tantos siglos de cambios, revoluciones, guerras, genocidios? Y ella impertérrita. Por encima del bien y del mal. Una historia que se convirtió en leyenda, que sufrió metamorfosis, adulteraciones, páginas depuradas, concilios; todo hasta alcanzar esa tarde de marzo, en plena sequía, a mitad de un caluroso funeral. El sacerdote atrajo mi vista, desplazándose con parsimonia a través del altar, queriendo darle inicio a la misa. Observé sus cargados ropajes, el peso de los accesorios; también pensé en Jesús, las enseñanzas que dejara a sus seguidores. Me pregunté si entre todo lo que proclamó estuvo el discurso recargado, la burocracia religiosa, el juego de capitales, su Iglesia como una empresa multinacional con sucursales alrededor del mundo. ¿Le habría gustado esta imagen? ¿Se habría sentido satisfecho con lo que sus acólitos predicaban? Recordé que se trataba de un hombre sencillo, simple y humilde, con pocas posesiones. De pronto lo contrasté con la visión del Papa, sus zapatos de rica gamuza, las joyas eclesiásticas. ¿Dónde se efectuó el cambio?

Una de mis compañeras tosió. Alguien dijo que necesitaba beber agua. El calor subía y bajaba, como si se tratara de una marea invisible que intentara ahogarnos en silencio. Me pregunté cuánto tiempo más nos llevaría toda la misa. Recordé que había ciertas culturas para quienes la muerte resultaba una fiesta, una celebración sobre la trascendencia de la materia. Podía entender el dolor, la tristeza del alma, la nostalgia, pero no la ceremonia ampulosa y burocrática. Eso no. Una vez más pensé en la viuda, en los hijos, obligados a saludar, colgarse una sonrisa de resignación, estrechar las manos de múltiples desconocidos, la mirada atenta del sacerdote, casi como un maestro de ceremonias diligente y perspicaz, lúcido ante cada detalle, cada gesto, cada parte del tinglado religioso. ¿Dónde quedaba Jesús y todo lo que predicó? ¿Por qué nadie mencionaba eso?

La religión era algo muy complejo, eso lo concedí. Quise concentrarme en la arquitectura, las sombras góticas que pendían del techo, las figuras de yeso sobre las esquinas, el tintineo de las velas, la opresión del incienso de nuevo. Un efecto curioso fue la ausencia de ventiladores o de un aire acondicionado central; parecía que el templo se hubiese quedado en el pasado, en el siglo anterior, a través de una serie de arañas de bronce que colgaban con infinitas cuentas de cristal ahumado. Me pareció escuchar la breve melodía de sus cantos fúnebres, solitarios, ajenos a lo que sucedía quince metros más abajo. La llegada del gobernador agitó las masas y los murmullos. El cardenal se preparó para ocupar su puesto. Uno de los monaguillos agitó la campana y los que estaban sentados se pusieron de pie. La figura del Crucificado captó todo con una mirada benévola, condescendiente, casi con lástima. La misa comenzaba y la temperatura no daba señales de bajar. La gente comenzó a persignarse. Yo quise estar en otra parte.