27 de octubre de 2010

In Memoriam.

El sol del mediodía se hace insoportable. Pienso que los entierros deberían hacerse muy temprano por la mañana o quizás al final de la tarde. La gente vestida de negro se acumula alrededor de la fosa. El silencio es la consigna. Murmullos aquí y allá, como si existiese el temor de alterar la ceremonia de despedida del difunto. Mamá se ha apartado del grupo casi desde el principio, la tenacidad del sol invita un dolor de cabeza que no será bienvenido después del trasnocho. Creo que alguien reza, pero no estoy seguro. Yo también permanezco separado, oculto bajo la sombra de un arbusto con flores amarillas. La prima Ysabel está conmigo.

La abuela no quiso venir. Prefiere mantenerse alejada de un momento tan doloroso y definitivo. Compartir 60 años con alguien y de pronto no hacerlo más tiene que resultar una experiencia muy difícil. Mis tías se mezclan con las amistades que nos acompañan desde un par de días atrás. Papá deambula entre los asistentes; intuyo que prefiere mantenerse activo, evasivo, ocupado, antes que detenerse frente al foso y quedarse allí con las manos cruzadas, inerme, enfrentándose al fin con la verdad pospuesta. Para ninguno de nosotros es fácil, pero cada uno decide encarar el funeral como mejor puede. Yo rememoro, evoco su rostro, la charla inteligente y literaria que siempre compartimos, la sonrisa cómplice y la mirada sabia, el legado de libros que me deja y que ha dispuesto antes de partir. Su vasta biblioteca pasa a mis manos: un regalo póstumo que me deja con un sabor agridulce en la boca del estómago.

De pronto siento ganas de tomar café, de fumar un cigarrillo, de hacer cualquier cosa que espante la humedad que invade mis ojos. La presión es grande. Quisiera saber de dónde proviene esta urgencia de apartarme, de estar en otra parte, de arrancar a correr para no llorar. Me concentro en los demás, detallo sus expresiones, intento imaginar lo que cruza por sus cabezas. ¿Cómo lo recuerdan ellos? ¿Qué imagen surge de inmediato al pronunciar su nombre? ¿Qué prevalecerá para siempre entre nosotros? Fue amigo, padre, abuelo, profesional, lector voraz, esposo, viajero incansable, cuñado, hermano, niño, adulto, tío, bisabuelo; hombre de pocas pero contundentes palabras. Supongo que el tiempo y once hijos permiten ese tipo de fortalezas emocionales. El sol me molesta de nuevo.

Ysabel enciende un cigarrillo. Dice algo sobre su padre, tiene que ver con una cremación. Sus palabras me incitan a observar las tumbas que nos rodean, con sus flores artificiales y descoloridas, las losas desgastadas. Un jardín sin vida, pétreo, hermético. Pienso en la futilidad de estos múltiples gestos de reconciliación con lo vivido. Le comento a Ysa mi decisión de ser cremado, mis cenizas al viento, volviendo a ser uno con todo lo que nos rodea; ella asiente. Ser enterrado es una tradición casi prehistórica, religiosa, pero considero que también puede ser masoquista. Uno tiene que saber hacer las paces con sus muertos: vivos o enterrados. Enciendo un cigarrillo y fumamos en silencio.

Alguien rompe a llorar entre los congregados. El gemido se camufla entre las figuras vestidas de blanco y negro, no identifico quién es. Envidio su repentino desahogo. La mezcla de emociones en mi pecho impide cualquier gesto similar. Mi cuerpo está allí, junto a Ysabel, cerca del cortejo fúnebre, pero mi mente recorre vertiginosa el universo. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué viene luego? ¿De qué forma se avanza con el dolor a cuestas? ¿Por qué tiene que ser todo tan triste? He leído sobre culturas que hacen fiestas para despedir al familiar fallecido, celebran la vida que tuvo, el conocimiento que dejó atrás, entre sus seres amados; quisiera estar entre ellos, ser como ellos, alejar el luto y sonreír con su recuerdo. No es fácil estar aquí, así, ahora. Arrojo lejos el cigarrillo.

Papá ya no está. Se ha difuminado entre mis tías. Los hombres del cementerio hacen descender el féretro con escasa pericia. Otro descarga las coronas multicolores de la carroza. Flores hermosas que pronto buscarán la manera de equipararse con el difunto, desprenderse de su vitalidad, drenar su savia; parece una ofensa silenciosa perpetuarse sobre la fosa con tonalidades tan vivas. Ellas también se marchitarán, como el abuelo, como cada uno de nosotros llegado su momento. Pienso en el rostro enjuto detrás del vidrio, con su sueño eterno. No quiero permanecer como él; no quiero lágrimas, ni luto, ni plegarias farfulladas. El sol es insoportable. Toda la escena es una proyección en cámara lenta. Supongo que algunos fragmentos sobresaldrán con el tiempo transcurrido. Siempre es igual.

Los hombres del cementerio comienzan su labor para cubrir la fosa. Es un trabajo lento. Algunas personas se apartan, se alejan, regresan a la vida en suspenso. Veo que Mamá se aproxima con cautela. Papá me busca con la mirada. Ysabel y yo nos hemos transformado en un par de figuras de yeso, como los ángeles petrificados que adornan otras tumbas, otras ausencias. Imagino que llegaremos a la casa con el mismo silencio, algunas lágrimas retrasadas, gestos de resignación entre uno y otro, hasta que alguien haga un comentario fortuito que nos permita recordar al abuelo con cariño y no con tanto abatimiento. Los niños se encargarán de devolver el bullicio, ajenos a la ceremonia recién compartida. En ellos está el futuro. Y, así, con sus risas y juegos, nos veremos arrastrados hacia delante, apartándonos día a día de esta jornada fúnebre, permitiendo que el recuerdo y las emociones cruzadas busquen un equilibrio saludable para avanzar de nuevo.

Adiós, abuelo. Te recordaré en cada lectura, en cada página prestada.

En memoria de Guillermo Fránquiz: 1928 – 2010.