16 de febrero de 2010

Páginas suicidas.

¿Qué tan suicida hay que sentirse para escribir bien?

Esta era una pregunta recurrente entre algunas de mis amistades literarias, cuando mencionábamos el inspirador trabajo de Hemingway, de Alejandra Pizarnik o de Virginia Woolf; porque ciertos escritores que nos interesaban habían tomado la drástica decisión de dejar sus obras a medio camino, entre la posteridad y la ambivalente posibilidad de haber desarrollado, quizás, otras obras ejemplares. El debate incluía la razonable apostilla de que en las mentes perturbadas que mencionábamos, el desequilibrio y la depresión se filtraban como pasajes seguros hacia territorios desconocidos y maravillosos, como ingredientes necesarios para construir realidades ficticias memorables, compactas, sugestivas; un andamiaje narrativo muy bien elaborado desde la esquizofrenia, la neurosis aguda o la tristeza absoluta.

En estos escritores sobresalía la disciplina, a pesar del mencionado desequilibrio, porque existió un compromiso ineludible con la hoja en blanco para producir, engendrar y transformar la realidad que los aquejaba en ficciones verosímiles y sugestivas. Para ellos el proceso narrativo era una comunión inexcusable con algo más, con un estado mental que eludía a los demás, para asir y plasmar en sus páginas suicidas la traducción de lo que captaban sus sentidos enajenados, visionarios, sensibles. Este compromiso al que me refiero les permitía rasgar la delicada membrana de lo cotidiano para acceder a otras realidades alternas y allí empaparse de sonidos, aromas y circunstancias que luego se esforzarían por reflejar en sus escritos. Cada uno de ellos en su peculiar manera.

Victoria Ocampo desarrolló un interesante ensayo sobre la labor diarística de Virginia Woolf, donde logró capturar parte de esta inquietud. Ella se preguntaba: “¿Cuál habrá sido la realidad de Virginia Woolf?”. Más adelante, Ocampo cita fragmentos del diario de la escritora inglesa donde ésta consigna parte de sus visiones, porque alcanzó: “una conciencia de lo que yo llamo realidad: una cosa que veo ante mí: algo abstracto, pero que reside […] en el cielo; junto a la cual nada importa; en la que yo descansaré y seguiré existiendo. Realidad la llamo. Y se me ocurre a veces que ésta es la cosa más necesaria para mí. Lo que busco”. En otra parte del ensayo, la misma autora refiere la dificultad para poder traducir estas imágenes, estas sensaciones cabalmente, porque resultan intransferibles al papel, debido a la singularidad de su contenido: cada descubrimiento es íntimo, característico de cada autor, de cada artista. Y es eso lo que Virginia Woolf intentó esbozar en sus novelas, construir mundos ficticios para evidenciar parte de estas visiones que la alcanzaban de vez en cuando. La locura al servicio del arte.

Dentro del mismo ensayo, Victoria Ocampo cita el trabajo de Aldous Huxley: The doors of perception: “La mente es su propia morada, y las moradas habitadas por los dementes y los superdotados son tan diferentes de las moradas donde los hombres y las mujeres comunes viven que hay poco o ningún terreno común en la memoria que sirva de base al entendimiento o fellow feeling. Las palabras se pronuncian, pero no consiguen aclarar las cosas y acontecimientos a que se refieren. Los símbolos pertenecen a esferas de experiencia que mutuamente se excluyen”. Volví entonces a mis amigas para preguntar de nuevo: ¿Qué tan desequilibrado hay que estar para poder escribir bien? ¿Cómo podemos alcanzar estas íntimas visiones y traducirlas al papel? ¿Ayuda la neurosis a escribir mejor?; porque descubrí los muchos nombres que enlazan suicidio con literatura (buena o mala, depende del lector): Horacio Quiroga, Alfonsina Storni, Yukio Mishima, Sylvia Plath, Gerad de Nerval, Heinrich von Kleist, Virginia Woolf, Jack London, Cesare Pavese, Stefan Zweig, Guy de Maupassant, Paul Celan y muchos otros.

Decidí entonces que uno como escritor debe escoger la lucidez de aprovecharse de estos estados neuróticos, del melodrama, de la hipersensibilidad, y convertirlos en herramientas propicias para la creación, la traducción del más allá ineludible que nos cerca y susurra a través del claroscuro y la momentánea tristeza. Creo que ese es el pacto íntimo que ellos lograron con sus páginas. Ignoro si es lo más razonable, pero ciertamente es lo más inspirador.

7 de febrero de 2010

Proyecto literario.

Hay ideas que llegan cuando uno menos las espera, tal vez a mitad de una lectura, mientras se conversa con alguien, al mismo tiempo que se observa una fotografía, al principio o final de una canción; lo importante es tener la seguridad de aferrar sus contornos, verla a los ojos, atreverse a masticar sus bordes, porque existe la posibilidad de que allí esté escondido un buen tema, una trama incierta que se puede desarrollar en múltiples formas. Escribo esto bajo la premisa de que se trata de un mal común, que a casi todos nos pasa, pero reconozco que la mayoría de las veces lo he adjudicado a un filón poco explorado de mi neurosis regular, un rasgo enfermizo del que a veces me valgo para crear historias.

Luego suele suceder, en un breve momento de calma, una vez que he descubierto la idea, que me pregunte de dónde vienen esas imágenes, esas palabras que buscan rápido acomodo una detrás de la otra, hasta formar una oración coherente y sugestiva, una línea que nace preñada por otros renglones subordinados, como si un ente superior e intangible se inclinara para susurrarlas al oído. Suele acontecer justo antes de quedarme dormido, en ese impreciso espacio que va de la vigilia a la inconciencia, entonces me disciplino para estirar los dedos, buscar la hoja de papel, garabatear algunos fragmentos que me permitan recuperar parte de su significado una vez que haya vuelto de mi travesía onírica; pero también ha sido frecuente que la indolencia pueda más, y no pocas ideas se me han escapado al sucumbir a la flojera, a la pesadez de los párpados, al “mañana lo anoto, no lo voy a olvidar”.

Lo más triste es asumir al despertar que la inspiración estuvo ahí, literalmente al alcance de los dedos, pero el recuerdo no es completo, uno sólo recuerda que tuvo una idea, pero no el contenido de la idea; eso es muy frustrante. He leído que hay quien soluciona estas cosas a través del sueño, que el subconsciente le ofrece respuestas para solucionar un bloqueo creativo; a mí nunca me ha sucedido. Pero lo que me produce mucha curiosidad es la génesis literaria, la raíz narrativa que luego se extiende con vida propia, ensanchando sus partes, multiplicando los frutos y descargando con generosidad su savia nutritiva. Soy de la impresión que uno como escritor se alimenta de todo, hasta de los más mínimos detalles, porque incluso las minúsculas partículas tienen su esencia e historia particular; entonces me aprovecho de todo: aromas, sonidos, colores, frases, líneas en un libro, trazos en una pintura, la mirada de un desconocido, el compás de una tonada, porque la inspiración reside fragmentada, matizada, y sólo hay que prestar atención para juntar las piezas precisas y ensamblar el rompecabezas literario.

Pero me he desviado de la cuestión inicial: ¿qué es lo que exactamente propicia la historia? ¿De dónde proviene la necesidad de juntar letras para formar palabras y ordenar frases aleatorias que den vida a una historia específica? ¿Por qué la urgencia de volcar esas imágenes y sensaciones en una hoja en blanco? ¿Qué persigue el autor con cada alumbramiento diario, progresivo? Creo que la magia reside en el misterio, en el enigma, como uno de esos actos de prestidigitación que se observan en un mago; pero el encanto se desvanece si nos enteramos de la explicación, de la solución racional a un efecto visual que nos permite evadir la realidad por algunos minutos. Sólo que algunos somos muy curiosos, queremos ir tras bastidores y adentrarnos en el laberinto creativo de cada autor, sus motivos íntimos, el gatillo que acciona un proceso peculiar en cada uno. Porque la magia sigue allí, nada más quisiéramos ampliar sus contornos.

Así, me he propuesto organizar una compilación que intente responder a mis interrogantes, y de esa forma abarcar otras preguntas, otras inquietudes creativas; pero se trata de un proyecto ambicioso, titánico, porque implica ponerme de acuerdo con muchas mentes luminosas, sagaces, intuitivas. De cualquier forma, tengo la impresión de que el resultado final será interesante, sugerente, atractivo desde el punto de vista narrativo. Cada uno de esos escritores cuyo trabajo hemos admirado, cuyas tramas nos han inspirado, ¿en qué se fundamentan? ¿Cómo inician sus trabajos? ¿Qué los motiva a perseverar una y otra vez, para regalarnos historias verosímiles y fantásticas? ¿Cuál es la semilla común que engendra palacios, mendigos, romances, traiciones, esquizofrenias, asesinatos y obras de arte? Poco a poco lo voy descubriendo, y estimo que la solución final será tan heterogénea como es homogénea la necesidad de plasmar todo eso en un papel.