29 de junio de 2010

Dígitos en las estadísticas (I)

Sonrío involuntariamente antes de comenzar a escribir estas líneas. Heme aquí, de nuevo al principio, sin las comodidades de la tecnología moderna: sin laptop, sin DVD, sin la computadora, sin celular o BlackBerry, sin posibilidades de agilizar u organizar mi trabajo pendiente; eso sin mencionar todo lo que necesito contar acerca de lo sucedido en la madrugada del terror. Sólo hojas en blanco y un bolígrafo. Me siento como un astronauta que es devuelto a la edad de piedra, o como un universitario a punto de graduarse que debe comenzar desde cero, en el primer grado.

Pero toda esta variación tiene su atractivo; quizás me acostumbré a la tecnología, a la exquisita facilidad de disparar mis dedos sobre el teclado, a la certeza de saber que todo mi material estaba al alcance de un clic del ratón. Ahora de nuevo me enfrento a la escritura manuscrita, esa caligrafía casi ilegible que me caracteriza tan bien. Esta vez debo recurrir a la paciencia, a la lectura rápida (descifrada) sobre las tachaduras, la idea central que deseo exponer.

Hoy desperté con menos tensión en los músculos. Tuve que dormir poco más de doce horas continuas para que las imágenes insistentes se aplacaran, se alejaran lo suficiente para permitirme una oscuridad que me equilibrara. Conforme escribo esto, mi vista escapa una que otra vez hacia la cama, un fogonazo vertiginoso que comprime lo sucedido, pero estoy decidido a poner todo aquí, no quiero nada adentro, necesito vomitar la experiencia y el miedo y la locura para el veneno que se cuece en mi interior. Creo que es la solución más adecuada y terapéutica. Antes he leído que la gente que sufre traumas y escribe sobre ello se recupera más pronto. Hoy quiero llenar estas páginas, alcanzar el final y poder pasarlas, dejarlas atrás. Aunque el sentimiento de indefensión se niega aún a desaparecer. Me voy, entonces, al principio, al grito que resquebrajó la noche:

―Hijo, a la perra le pasa algo.

Salté de la cama con rapidez. Recién acababa de acostarme. Leía un libro que quedó a medio camino. Lo que le pudiera estar pasando a Agatha era más importante. En efecto, la perra venía hacia mí con paso errático. Mi madre permanecía junto a la puerta del corredor principal. El animal deambuló por la sala sin coordinación, tropezando con muebles cuya disposición conocía muy bien. No respondía coherentemente a nuestras llamadas y reaccionaba con torpeza; parecía que llegaba borracha de una fiesta y buscaba evitar un regaño innecesario. Mi primera idea fue hacerla caminar, incluso inducirle un vómito.

Mi madre y yo la sacamos al jardín; caminó un poco, con lentitud. Mientras mi enfermera improvisada iba en busca de una botella de aceite, pensé en diferentes explicaciones: había llovido todo el día y eso pudo propiciar la salida de muchas cosas indeseables en el exterior, quizás se trataba de un sapo venenoso, tal vez una serpiente, cualquier animalejo nocturno que se defendiera de la usual curiosidad canina. Mamá llegó con el aceite. Entre los dos abrimos las fauces y vertimos una dosis generosa. Agatha se ahogó y tragó. Me incorporé para obligarla a caminar; la perra obedeció, a su manera. Caminó con paso inseguro, tosía, hacía arcadas, daba otros pasos. Mamá la animaba mientras yo enviaba mensajes mentales con la velocidad de una ametralladora: “Tienes que mejorarte, por favor. Vomita. Vomita. Saca eso de tu sistema. Reponte. Tú puedes, anda, tú puedes”.

Agatha hizo su esfuerzo, no lo puedo negar. Comenzó a defecar; al principio, montículos oscuros, consistentes, después una masa amarillenta y pastosa. Supuse que era una buena señal. Vomitó un par de veces. Luego su boca se llenó de mucha baba. Del hocico colgaban hilos como telarañas. Pero caminaba, se esforzaba. Volvió a defecar. Durante algunos minutos pareció recobrarse, reconocernos, escuchar lo que le decíamos. Los tropiezos consecutivos vinieron casi enseguida. Se quedaba tendida o procuraba levantarse con dificultad.

Mi parte racional identificaba los síntomas evidentes de un envenenamiento, pero mi lado pasional se resistía a creer que era el principio del fin. Mi perra languidecía sentenciada sin haber cometido ningún crimen. Mi madre ayudó en lo posible, aunque prefirió mantenerse aparte. Supongo que nos veíamos patéticos allí arrodillados, junto al cuerpo moribundo, esperando cualquier desenlace definitivo. Agatha alcanzó pronto la imposibilidad de levantarse. Sus ojos se concentraban en el movimiento de mis manos, reaccionaba al sonido de mi voz, pero se alejaba cada vez más.

A través de un esfuerzo final intuí que me buscaba. Dejé que se arrastrara hasta mí y la tomé entre mis brazos. En silencio supliqué por una rápida solución. Levanté los ojos al cielo oscuro y pedí: “Si la vas a mejorar, hazlo ya; no quiero que sufra más. Si te la vas a llevar, también. Haz que su sufrimiento termine rápido. No es justo para ella”. La última fase fue la más dolorosa. Se puso tensa y babeaba mucho. Su lengua me buscaba y hacía caricias húmedas de reconocimiento, como una despedida particular. Pensé que su renuencia a partir era una señal de que prefería esperar por mi padre ausente, con quien estaba más apegada. Escogí vestirla con características humanas, como un corazón reacio a sucumbir hasta no despedirse de sus seres amados. Pero la espera sería agónica, pues mi padre no volvía sino hasta la mañana siguiente.

Poco después de la medianoche, la lucha cesó. Cada bocanada de aire representaba un esfuerzo monumental. Todos sus miembros parecían luchar por el oxígeno. Tuve que aferrar sus patas delanteras para evitar los espasmos. Su mirada se perdió. Ya no me escuchaba. La reconocí lejos de mi ayuda. Todo lo que restaba era esperar por el estertor definitivo. Su muerte se produjo casi media hora después. Deduje que mi perra había sido envenenada, pero no reconocí los motivos implícitos en el asesinato del animal. Todo lo que sentí fue una inmensa mezcla de incomprensión y resentimiento. Al mismo tiempo que mi madre buscaba una toalla vieja, me ocupé de limpiarla y adecentar su tránsito a la otra vida. La dejamos cubierta en un rincón del estacionamiento. Papá sabría lo que se debía hacer al día siguiente.

Le pedí a mamá que me acompañara hasta la cocina para lavarme las manos. Había pensado en darme un baño para limpiar la saliva de Agatha que quedaba en mis brazos. Mamá abrió el grifo y vertió parte del líquido lavaplatos. Todo fue muy rápido. Ella giró por alguna razón desconocida y yo comencé a imitarla para buscar algo con qué secar mis manos. Mamá hizo una alterada exclamación de sorpresa y en un fugaz segundo, aún sin voltear del todo, pensé que mi padre había adelantado su regreso y la sorprendía llegando en la madrugada. Pero no era él. Tres hombres encapuchados se abalanzaron con actitud amenazadora. Nos tomaron por sorpresa y pidieron que hiciéramos silencio.

Lo primero que pensé fue en bajar la cabeza. Atraje a mi madre pasándole un brazo por encima de los hombros y abrí la boca para pedirle que no los viera, que bajara la vista. Escuché a uno de ellos repitiendo mis palabras. Otro se quitó la camisa y nos la arrojó encima. Sentí que mi madre temblaba y comenzaba a balbucear frases sin sentido. La apreté más y le pedí que se callara. Los hombres nos obligaron a avanzar. Todo lo que veíamos era nuestros pies avanzando a tientas. Ellos hablaban, preguntaban, decían palabras que hoy he olvidado. Así nos empujaron hasta llegar a la primera puerta a la derecha: mi habitación.

Como los tres hablaban al mismo tiempo se hacía difícil comprender lo que decían y seguir sus instrucciones. Uno de ellos nos empujó hasta la cama y nos ordenó silencio. Otro quería saber dónde estaba el efectivo que guardábamos en la casa, las prendas de mi madre, la caja fuerte. Recuerdo que pensé en el anacronismo de que alguien conservara semejante artilugio en la actualidad; ciertamente, nosotros no. pero eran pensamientos incongruentes que aparecían sin ser invitados. Lo siguiente que hicieron fue quitarle las fundas a las almohadas para sustituir la camisa maloliente que nos cubría. Primero mi madre, después yo. Sabía que mamá le tenía fobia a la oscuridad y al encierro. Vi que sus dos mayores temores se materializaban en uno solo. Mas tengo que reconocer que mi vieja fue valiente. Todo lo que pude hacer fue acentuar la presión de mi brazo sobre sus hombros y colocar la otra mano sobre su antebrazo. El temblor de su cuerpo iba y venía conforme la voz de uno de los tipos se acercaba y alejaba alternativamente.

Desde diferentes sitios nos llegaba el sonido del destrozo que estaban haciendo. Nunca nos dejaron solos. Cada cierto tiempo aparecía otro para reemplazar al que estaba junto a nosotros; o, algunas veces, los dos a la vez. A través de la tela alcancé a ver cómo sacaban las gavetas y arrojaban el contenido al suelo. Lo mismo hicieron con mi escritorio. Todo el piso se fue llenando con papeles, ropa, libros, frascos de perfume, fotografías y cualquier cosa que hubiese estado guardada. Se mostraron desorganizados y apremiantes. Luego se acercó uno de los delincuentes y comenzó a pasar el cañón de su arma por mi piel desnuda. El estremecimiento súbito de mamá me indicó que era sometida a la misma tortura. El hombre exigía saber dónde estaba mi padre, luego el lugar secreto de las cosas de valor; después era un simple juego, el placer de observar nuestras reacciones a sus palabras y gestos y contactos físicos. Se sentían poderosos, eso lo intuí de inmediato.

Creo que hasta cierto punto gozaban con nuestra sensación de vulnerabilidad e indefensión. No podíamos ocultarlo. Mamá comenzó a temblar con mayor vehemencia y dijo que tenía ganas de vomitar. Sentí mucha furia en ese momento. Le dije a la voz que nos cuidaba que necesitaba llevarla al baño. Agradecí en silencio que el hombre se dejara convencer. Nos incorporamos y dimos varios pasos hasta la puerta de mi baño. Él le indicó a mamá que se podía quitar la funda, a mí me retuvo por un brazo. Escuché a mamá sollozar mientras vomitaba. En ese instante me entró una urgencia por quitarme la funda y enfrentarlo, repartir puñetazos para eludir aquella grotesca situación; pero otra voz interna me advirtió en contra, sugirió prudencia, colaboración. Me arriesgaba (nos arriesgaba) a salir más lastimado de lo que ya estaba.

Regresamos a la punta de la cama, al desasosiego, al temblor involuntario. El saqueo continuó durante mucho tiempo, no sabría precisar cuánto. Uno de los hombres amenazó con llevarme con ellos, ir hasta el banco y retirar más efectivo por el cajero automático. Mamá gimió; supuso que pretendían también secuestrarme para pedir rescate, eso me lo diría luego. El tono de las voces era hostil, desagradable. Uno se empecinó en acrecentar el contacto físico, pedir información sobre más objetos valiosos. Fue un pensamiento neutro, rápido, secreto; lo único importante para mí eran los libros, las ediciones que tanto me costara conseguir y juntar; pero creí que eso no era relevante para ninguno.

Percibí que el temblor de mi madre disminuía cuando escuchamos que los hombres se preparaban para partir. Estábamos tan cerca del final, aunque era posible otro giro turbio del destino; sé que ambos lo pensamos. Todo lo que mi madre quería era deshacerse de ellos, que se fueran; a mí me provocaba abrir un paréntesis y preguntar por qué, por qué la necesidad de irrumpir en una casa ajena, someter a los ocupantes y apropiarte de algo que no es tuyo. ¿Por qué? ¿Qué crianza empujó ese comportamiento? ¿Qué conjunto de experiencias pueden borrar así cualquier rasgo de decencia, de sentido común? ¿Qué tuvo que pasar para que esos hombres ignoraran el remordimiento y el respeto para agredir a otros seres humanos? ¿Dónde estaba la familia de cada uno de ellos? ¿No se imaginaban que lo mismo podía sucederle a sus madres e hijos? Me pregunté cómo se sentirían en el papel de víctimas. ¿Cómo reaccionarían?

Preguntas vanas, lo sé. Pero no pude evitar que se formularan en el fondo de mi mente conforme el silencio se alargaba por la casa. Hubo un amedrentamiento final, advertencias, acentos crueles para enfatizar la retirada. Después nos quedamos callados, inmóviles, reacios a cualquier gesto que fracturara aquella frágil calma que nos contenía. Mamá habló primero, quiso saber si ya todo había terminado. Tragué saliva antes de responder. Sentí miedo. Temí que la pesadilla no hubiese finalizado, que se tratara de alguna broma macabra antes del contraataque. Estuvimos así hasta que el silencio se hizo incómodo, exasperante. Me quité la funda de la cabeza y observé todo a mi alrededor. Mamá me imitó. Todo, todo estaba esparcido a nuestros pies. Parecíamos personajes dentro de una de esas películas de desastre que sobreviven a una catástrofe natural. Todo se mezclaba en una masa heterogénea: libros, gavetas, ropa, cuadernos, hojas sueltas, fotografías, zapatos, CD, lapiceros, artículos del baño, cajas; nunca había visto tanto desorden.

Nos quedamos paseando la vista por los montículos donde se reconocían algunos fragmentos. Ninguno habló. Luego mamá rompió a llorar. Vi que las puertas de mi habitación estaban cerradas, la llave había desaparecido, pero estábamos solos. Caminé evitando pisar mis cosas. Las puertas estaban cerradas con llave. Regresé a la cama, a mi madre, al sollozo débil que desahogaba su presión. Permanecimos allí como por otra media hora, hasta que los cristales de la ventana comenzaron a colorearse con la aurora. Me acerqué de nuevo a la puerta y comencé a forcejear con las manillas. Las puertas cedieron pronto porque uno de los pestillos inferiores estaba flojo. A pesar del destrozo, sentí que el espacio confinado de mi cuarto se tornaba más seguro ante la posibilidad de enfrentar el resto de la casa. Mamá suplicó que no saliera, pero tarde o temprano teníamos que enfrentarnos con la realidad exterior. El vandalismo dentro de mi cuarto era sólo una pequeña muestra de lo sucedido en el resto de la casa. Definitivamente, la sensación de supervivencia era mayúscula.

Mamá me siguió con cuidado. Nos entendíamos a través de señas, como si estuviéramos ejecutando el asalto nosotros y no los delincuentes. Revisamos habitación por habitación, sorteando el desorden y el caos de cosas rotas. Caminábamos por una improvisada zona de guerra. Sólo después de verificar que no quedaba nadie, nos atrevimos a hablar, pero lo hicimos en susurros, como con temor de despertar dentro de otra pesadilla. Entonces llamé a papá. Me quebré cuando escuché su voz, pero me obligué a hablar. Él supo leer entre líneas, más allá de las incoherencias; nada más le interesaba saber si estábamos bien, luego dijo que saldría de inmediato. En el tiempo que pasó hasta su llegada terminó de amanecer. La claridad reflejó la magnitud del destrozo. Mamá volvió a llorar. No supe si lo hacía para desahogar el trauma o porque su esencia metódica se veía insultada ante tal desorganización.

Continuará…