15 de agosto de 2010

Reír para no llorar

Uno lee las noticias en los periódicos e intenta asimilar la pena ajena. En la superficie se trata de datos estadísticos, como ya lo mencioné, pero debajo esconden una realidad trágica para casi todos los venezolanos. Secuestros, robos, homicidios; las razones para sentirse abatido son múltiples y variadas. Algo muy diferente sucede cuando se pasa a formar parte de esos números sin rostros. Luego de la desagradable experiencia vivida con mi madre, solemos leer lo que le sucede a otros con una mirada que no teníamos antes. Se entiende, se asimila, se sabe por lo que les tocó pasar. No es una empatía agradable. Para nada.

Poco después de aquellos sucesos, supe que una de mis mejores amigas de Valencia padeció un encuentro similar: tres hombres armados que la sometieron junto a su madre y su hija pequeña, dentro de su casa, esta vez en pleno mediodía. Todo ocurrió muy rápido, pero la sensación amarga todavía le queda en la boca. Su madre se rehúsa ahora a quedarse sola en la casa. “Todo salió bien”, así, entre comillas, porque los delincuentes no las violaron, ni las mataron, ni dejaron un trauma indeleble después de la huida. “Créeme que ahora sí te entiendo”, me dijo cuando pudimos comunicarnos. A los pocos días, mi madre se encontró con un viejo amigo del liceo en el banco. Él le preguntó por lo que nos había pasado. Ella le contó todo. Su antiguo compañero de clases se lamentó, soltó algunos improperios, pero todo quedó allí, justo antes de pasar a la taquilla.

Esa misma noche, en una trágica coincidencia, le tocó a él vivir en carne propia lo que nosotros pasamos en aquella madrugada. Lo golpearon, lo amarraron, dejaron su casa como un campo de batalla. Luego, lo único que pudo agradecer fue que su esposa estaba de viaje al momento del asalto. Las palabras que le dijo a mi madre después, cuando se volvieron a ver, fueron muy parecidas a las de mi amiga de Valencia. Lo triste es que asumimos que estábamos cayendo como moscas. Una pregunta quedó colgando mientras almorzábamos en casa, hace pocos días: “Y ahora, ¿a quién le tocará?”. No es que deseemos que los demás pasen por esto, pero resulta asombroso que siga sucediendo, que se regularice esta tendencia delictiva, y entonces, poco a poco, se haga costumbre y parte de nuestro día a día.

Fue cuando choqué de frente con las risitas maliciosas de Andrés Izarra en la televisión. Mi sorpresa fue genuina, casi infantil. Mi cerebro tenía problemas para procesar cuál era la causa de su hilaridad tan rampante. Pero no quise precipitarme en juzgarlo. Comprendí que era su reacción a las conjeturas de otro entrevistado, que todo lo que este señor decía produjo esta respuesta de su parte, pero poco a poco se fue filtrando la idea de que las cifras y situaciones que el otro mencionaba, para él, para Izarra, eran causa de mucha risa. Me pregunté en silencio, sin apartar la vista de la pantalla, ¿lo que pasamos mamá y yo era risible? ¿Y mi amiga en Valencia? ¿Y el antiguo compañero de clases de mi madre? ¿Y los familiares de cada uno de los venezolanos que caían bajo el fuego cruzado del hampa? ¿Por qué reía? ¿No pudo haber rebatido los argumentos del otro a través de una respuesta menos cínica y detestable? ¿Dónde vive Andrés Izarra? ¿No tiene a su alrededor a nadie que haya pasado por una experiencia similar? ¡¿Por qué reía, coño?!

Muchas amistades me han comentado que el Gobierno sabe bien lo que sucede, pero juegan a mirar el traje nuevo del emperador. Quiero decir, prefieren no mencionarlo y creen que de esa forma, no diciéndolo, le restan importancia, le quitan valor; porque asumirlo sería reconocer el fracaso y darle municiones a la oposición oligarca y escuálida de este país. Cuando me dicen eso, suelo responder con una inquietud: ¿cuántos oligarcas y escuálidos viven en los cerros de Caracas y en los barrios del resto del país? ¿No saben acaso que la mayoría de las víctimas suelen ser personas de bajos recursos, inermes ante la ola de delincuencia que los revuelca contra la orilla cada día? ¿Será que desconocen lo que significa tener que viajar en transporte público sin saber si será ese el día en que un grupo de asaltantes escogieron para quitarles sus pocas pertenencias a los pasajeros de un autobús? ¿Será porque esos mismos pasajeros no saben lo que es desplazarse con chofer y escoltas como los altos jerarcas del Gobierno? ¿Será porque ninguno de ellos tiene que enfrentarse a la escena espantosa de reconocer a sus seres queridos entre un revoltijo de cadáveres como lo mostró El Nacional en primera plana?

La guinda de la torta fue la trágica experiencia de los niños que creían ir en un viaje de placer y que se transformó en una inesperada pesadilla; para ellos y todos los representantes que los acompañaban. ¿Con qué ganas se llega a la playa luego de una escena tan pavorosa? Supongo que todo esto también le resultará gracioso a Izarra. Aunque, después de mucho pensarlo, tiendo a creer que tanto él como todos los demás encumbrados sólo ríen para no llorar. La vergüenza y el descalabro obligan a montar esta farsa, esta respuesta bufa por parte de cada uno. Nada es eterno. Todo cumple un ciclo en la vida. Pareciera que la cercanía del mes de septiembre los tiene tan enajenados, que lo único que les queda es reír para no llorar. Así, me encontré hoy con las palabras de Rodolfo Izaguirre en una entrevista sobre cinematografía nacional: “Este país es una tragicomedia permanente. Hay situaciones muy dramáticas y terribles, pero de pronto hay unos personajes ahí que lo que inspiran es risa. En el cine, la gente se ríe cuando está pasando una cosa espantosa porque es un arma de defensa. Te ríes para que eso no te toque, no te pase”.

Lo entiendo perfectamente. Es probable que para muchos miembros del Gobierno la realidad nacional se haya convertido en un asunto tragicómico, cinematográfico, chistoso, virtual, qué sé yo; pero desde mi rincón prefiero otra frase que me ayuda a pasar el mal trago televisivo: “El que ríe de último ríe mejor”. No digo más.

1 de agosto de 2010

Dígitos en las estadísticas (II)

Después de pasar toda la noche con múltiples descargas de adrenalina, el color del día trajo consigo una relativa calma. La luminosidad espantó las sombras que se escondían en los rincones y la mente dejó de jugar con los contornos. Ya no había la posibilidad de reconocer un rostro oculto mirándote a través de la ventana, el pie de alguien apenas camuflado en una esquina, la sensación ambigua de que en cualquier momento ellos regresarían. Nos quedamos mucho tiempo en medio de la sala descompuesta, detallando los fragmentos, como si nuestra casa se hubiese convertido en un gigantesco rompecabezas que tuviéramos que ensamblar de nuevo. Creo que sentíamos una mezcla imprecisa de temor, cansancio acumulado, desesperanza, nerviosismo y algunas dosis de agradecimiento por estar vivos, aunque ninguno de los dos lo mencionó.

En medio del desorden, debajo de algunas cosas, el teléfono comenzó a repicar. Mi madre y yo nos vimos sin saber muy bien qué hacer. Luego de una experiencia tan desagradable, estoy seguro de que no nos hubiese extrañado que los vándalos se ocuparan de llamar para verificar que siguiéramos sus instrucciones. Pero no eran ellos. La voz de mi abuela materna sonaba acuciosa, como si instintivamente sintiera la obligación de llamar tan temprano. No pude hablar. Pasé el auricular a mamá y dejé que le explicara. La conversación duró poco, muy poco. A partir de allí nos separamos, nos atrevimos a hacerlo por primera vez. Ella a lo que quedaba de su habitación, yo a la cocina: necesitaba una urgente taza de café, un cigarrillo, abrir los ojos y descubrir que todo había sido una pesadilla incolora. Nos movimos en silencio, pronunciando algunas frases retóricas, nunca esperando respuesta del otro. Cada vez que mi mente evocaba la sensación de ahogo y vejación y furia, trataba de concentrarme en lo más importante: estábamos vivos.

Allí, junto a la cafetera, de cara al fregadero, me pareció reconocer de nuevo las figuras informes de los tres hombres saltando sobre nosotros, el sabor metálico en la boca, la respiración entrecortada, las voces toscas demandando y pidiendo todo lo que teníamos. Fue una impresión que se repitió varias veces, hasta que el café estuvo listo; pero aún no nos atrevíamos a abrir la puerta principal, un gesto de precaución que llegaba con retraso, aunque firme. A través de una de las ventanas pude observar el exterior, el corredor principal salpicado de sol, el portón eléctrico abierto por completo, incluso la cara de ligero asombro de algunos vecinos que pasaron temprano de salida a sus trabajos y que reconocieron como inusual esa escena matutina. ¿Descuido involuntario?, ¿desperfecto nocturno? Bueno, ya se enterarían.

El par de horas posteriores al amanecer se transformaron en un intento por reconocer las pertenencias revueltas. Me quedé un poco más tranquilo cuando noté que mamá se entretenía en intentar poner orden dentro de sus cuatro paredes particulares: su closet, su baño, los alrededores de la cama y los muebles en su habitación. Supuse que lo hacía mecánicamente, pero al menos se entretenía en algo concreto. Mi abuela la encontró allí. Lloraron juntas por un rato. No sería el único desahogo a lo largo del día, pero aún no lo sospechaba. Me concentré en el café, en deambular sobre los destrozos de mi cuarto, recoger algunas hojas escritas, fumar y volver a tomar café. Con la llegada de papá sentí que nos acercábamos un poco más a un sentido de normalidad, de realidad recuperada, de salvación; los tres nos abrazamos en una unión que me cuesta describir. Fue un momento intenso y prolongado. Pero la mañana seguía su curso y había mucho por hacer.

Posteriormente llegó lo que defino como la nebulosa. Fue un espacio de tiempo que se caracterizó por los detalles inciertos, imágenes sueltas, frases a medias que logré captar sin proponérmelo. Me sentí cansado, con ganas de dormir un poco, casi seguro porque contemplaba la casa llena de rostros conocidos, gente a nuestro alrededor, ojos que estarían pendientes mientras mis párpados se cerraban, pero la duermevela fue fugaz, momentánea, porque pronto llegó la abogada de la familia para encargarse de las cuestiones legales y judiciales. Trajo consigo a algunos agentes del CICPC para que nos tomaran las declaraciones preliminares e hicieran una revisión del lugar. Mi mirada se tornó atenta de nuevo. Como fiel seguidor de algunas series detectivescas, quise prestar atención a los métodos, las preguntas, sintiéndome bizarramente dentro de uno de esos capítulos que tanto había disfrutado de CSI, Law&Order, o quizás esperando que en cualquier momento ingresara un Maigret, un Poirot, tal vez una versión latina del personaje de The Mentalist, pero no. Estábamos en Venezuela, pasando a formar parte de una larga lista de víctimas, apenas meros dígitos en unas estadísticas, sólo eso, sin luces, ni cámaras, ni directores gritando: “¡Corten!”.

La decepción fue mayúscula. Encontré que los agentes hacían preguntas banales, con respuestas que podían obtenerse a través del sentido común, interrogantes prefabricadas con las cuales rellenar un papel; parecían actores que ejecutaran una escena fastidiosa, ya repetida hasta el cansancio, como autómatas cumpliendo un rol repetitivo. Los papeles se invirtieron cuando sentí lástima por ellos. ¿Qué número pasábamos a ser nosotros? ¿Cuántos casos más tendrían que atender a lo largo de la semana? ¿A cuántos de esos delincuentes les echarían la mano encima? Por supuesto que aún quedaban remanentes de esa peculiar indefensión de la noche anterior pero, ¿qué nos hacía especiales a nosotros? ¿En qué sobresalíamos dentro de una larga lista de quejas, asesinatos, secuestros, homicidios, violencia callejera y corrupción gubernamental? ¿En qué? ¿Cómo? Me volví a sentir molesto, aunque me obligué a canalizar la frustración en algún objeto inanimado.

Los miembros del CICPC partieron poco antes del mediodía, sin respuestas claras, con algunas huellas parciales, y una declaración somera de lo sucedido. Mientras eso duró, papá se encargó del cuerpo de Agatha. No supe lo que hizo y preferí no preguntárselo. Pensé que era mejor así. En otro momento él regresó con un par de paquetes, comida de la calle, se improvisó todo sobre la mesa, pero ninguno quiso comer, nos quedamos allí empujando los cubiertos, haciendo un esfuerzo por no pensar y analizar las imágenes insistentes dentro de la cabeza. Acordamos con los agentes policiales que iríamos en la tarde a realizar la denuncia formal, llenar otros formularios, ser interrogados una vez más; así que me encerré dentro del baño, me desnudé y permití que el agua tibia lavara parte de los recuerdos tumescentes que se negaban a desaparecer. Nunca cerré los ojos.

El paso del mediodía a la tarde y las siguientes horas fue bastante lento, incómodo. Presentí que el cansancio y la falta de sueño se marcaban con amplitud en nuestras caras. Hubo un desfile de rostros anónimos en la sede del CICPC, hombres y mujeres haciendo su trabajo rutinario, ajenos por completo a nuestra pesadilla de la noche anterior, quizás indiferentes a la experiencia porque debían enfrentarse a múltiples víctimas de semana en semana. Nos pidieron esperar un poco, tomar asiento en unas sillas oscuras y aguardar por nuestro turno. Supongo que nos veíamos extraños allí sentados, sin hablar entre nosotros, sin querer mencionar la razón de nuestra permanencia en ese sitio. Eventualmente, un hombre se acercó. Dijo que tomaría las declaraciones y que debíamos seguirlo, con uno sería suficiente. Mamá volteó a verme y preferí hacerlo yo; no quería que mi vieja tuviera que avanzar y retroceder varias veces sobre un mismo tema tan desagradable.

Una oficina estrecha. Una computadora que había visto mejores tiempos. Nada de modernidad dentro de esas paredes con cortinas baratas. Ni siquiera ofrecieron café. El agente me obligó a repetir todo de nuevo, fragmentos aleatorios, visiones fugaces de lo acontecido en la madrugada; pero en verdad encontré que ninguna de sus interrogantes aportaba mucho al caso. Miré la pantalla frente a él, adiviné que no hacía sino repetir las preguntas hechas ya mil veces, nada que delimitara nuestro caso, nada que lo etiquetara aparte de las otras carpetas que se apilaban en una esquina del escritorio. En determinado momento, lo confieso, llegué a temer por lo que estaba contando. Habiendo leído tantas cosas en los periódicos, ¿quién me garantizaba que los delincuentes de la noche anterior no fueran agentes de la policía o cualquier otro cuerpo gubernamental? ¿Quién podía asegurarme que mi denuncia no se convertiría en un disparo que sale por la culata? ¿De verdad hacíamos bien en seguir los canales burocráticos y formalizar una delación que podía regresarse en contra nuestra? ¿O sencillamente estaba siendo paranoico? Con tanto que sucede en nuestro país, ¿dónde se dibuja la línea que separa el bien del mal? ¿Dónde comienzan mis derechos y dónde se difumina el delito?

Ya en casa no nos quedó otra que armarnos de paciencia y caer de rodillas para recoger todo. Comenzar desde cero. Llorar las pérdidas materiales y enjugarse la frustración de pagar cara la ingenuidad. Pensar en otras mañanas y tardes mejores, noches diferentes sin la vacilación de una duda. Al menos tuvimos la oportunidad de hacer una limpieza general y terminar de deshacernos de todo lo que quisimos, esos objetos que suelen almacenarse por flojera de inventariar y sacar lo que no se usa. Sí, pagamos caro el descuido, pero en mi interior creo mucho en las cuentas del Universo, y el Universo siempre ajusta sus cuentas. Mamá insiste en creer, todavía hoy, que los malandros necesitaban dinero para alguna operación urgente, algo desconocido que justificara sus acciones; lo cierto es que admiro su potencial de mirar lo bueno y despegar los ojos de lo feo.

Hizo falta medicamento y algo de terapia, pero hemos recuperado parte de la antigua normalidad. Por supuesto, mi madre aún tiene reservas de permanecer sola en la casa, verifica las cerraduras cada par de horas, a veces llora un poco si hay bastante silencio y piensa en lo sucedido; pero me alegra que su mente haya bloqueado la mayor parte de la noche. Una que otra vez se acerca y me pregunta sobre ciertos momentos que permanecen en blanco para ella. Me esfuerzo y miento, invento una versión edulcorada, matizo los diálogos y las escenas, sustituyo los gritos por silencios. Creo que es una de las ventajas de ser escritor: puedo alterar los sucesos a mi conveniencia, y a la de ella, hacerle creer en mi visión. Algunas veces descubro un brillo de inseguridad en su mirada, como si sospechara que cambio pequeños pedazos, pero creo que en el fondo prefiere conformarse con mi ficción antes de volver a su realidad.