20 de septiembre de 2010

"Ciudades que ya no existen", de Fedosy Santaella.

Algunas veces resulta agradable volver a los recuerdos de la adolescencia, esa época convulsa de transición entre la niñez y el adulto que se asoma en los bordes de la ingenuidad. Se trata de fragmentos inconexos, risas sueltas, viajes, amores y amistades que significaron mucho debido a su primigenia intensidad. Dicen que todo tiempo pasado fue mejor. Estoy de acuerdo con ello. Quizás se deba a todo lo que almacena mi memoria, un rompecabezas informe de mucho gozo, conversaciones hasta tarde en la madrugada, juegos de dominó y cervezas de fin de semana. Tuve la suerte de acoplarme a un grupo heterogéneo junto al cual compartí experiencias enriquecedoras y muy estimulantes. Nunca fue aburrido. Y aprendí lo necesario para seguir adelante con lo que prometía el futuro. Pero una que otra vez vuelvo atrás, pienso en aquellas vivencias, las rememoro con placer.

Fue por eso que adentrarme en la lectura de Ciudades que ya no existen significó abrir la puerta de un pasado ajeno y al mismo tiempo propio. Mucho de lo expuesto en las historias de Fedosy Santaella suena familiar, conocido, un viaje a través de un territorio simbólico que hace guiños con un pasado idílico y casi colectivo. Todo el que vivió su adolescencia a finales de la década de los ochenta y principios de los noventa del siglo pasado, podrá reconocerse en estas lúdicas experiencias que el autor plasma con exquisita familiaridad. Cada uno de los cuentos es un rápido fogonazo, una instantánea que detiene el tiempo, una visión de lo que fue y ya no será. Y uno sonríe porque se sabe partícipe mediante ese mágico enlace que representa la buena literatura.

Conforme las historias se despliegan y los personajes se mueven dentro de un abanico de vivencias juveniles, el lector no puede evitar las sonrisas de reconocimiento al verse obligado a recordar sus propias experiencias. En mi caso particular ese ejercicio de regresión se torna vívido porque también crecí en la provincia, llenándome de madrugadas en el borde de una acera, estrechando lazos con amistades ajenas a la dinámica capitalina; fuera de Caracas todo es más lento, matizado, carente de la inmediatez que caracteriza las actividades de la gran ciudad. En el presente, con todo lo que acontece ahora mezclado con la política, la delincuencia, los trastornos sociales, uno lee y añora con placer ese tiempo apenas recuperado mediante la lectura. También existe la mutación entre el pueblo y Caracas, un estudiante del interior que llega para estudiar y todo lo que eso representa: conseguir un sitio dónde vivir, los nuevos amigos, la universidad, familiarizarse con las calles y avenidas, los encuentros fortuitos con otros seres que prolongaran el viaje hacia otros derroteros. Todo eso sale a la superficie en estas Ciudades que ya no existen.

Ayuda bastante el tono empleado por el autor, la sencillez del lenguaje, un ejercicio literario que torna asequible el cúmulo de experiencias vertidas en el papel. La lectura se hace cómoda, placentera, relajada; y tiene mucho que ver con el estilo para contar, porque se intuye el trabajo progresivo para alcanzar el tono adecuado, la entonación necesaria, la secuencia precisa y así ofrecer las piezas sueltas de un rompecabezas pretérito. Ciudades que ya no existen se puede leer como una novela corta, directa, donde cada historia conforma un capítulo de la misma trama; también existe la facilidad de separar sus partes, pues los relatos poseen la sincronización precisa para existir de forma independiente. He preferido no mencionar el contenido porque creo que cada lectura es única, subjetiva; sólo me arriesgo a decir que el juego con actividades aduanales, burdeles, música francesa, techos de vinilo y cabrones de altura es sugestivo y memorable.