28 de noviembre de 2010

Decoración de Navidad

Las primeras cajas salen con renuencia. Hay que quitar los sellos, leer las etiquetas, organizar su contenido para no confundirse. El árbol viene después. Es un trabajo lento porque el que tenemos en casa mide más de dos metros. Eso significa mucha paciencia, mucha coordinación, pero me conformo con el ánimo reinante. Luego de las experiencias desagradables de este año, es un gesto positivo que mi familia vea con buenos ojos las intenciones de sacudirse los últimos meses y prepararse para la llegada de la Navidad. No es que comulgue mucho con estas fechas comerciales, pero confieso que me entusiasma la música, los colores encendidos, ver a mamá escogiendo los adornos sin recordar los traumas del asalto.

Toda la sala se inunda de papel multicolor, cascanueces, campanas doradas, cestas con bolas de distintos tamaños; es como si un aire festivo se colara por las ventanas que antes permanecían herméticamente cerradas, o un rayo de luz después de una tormenta quejumbrosa. Los aguinaldos que suenan en el reproductor ayudan en la faena. Veo que mamá sonríe, se entusiasma, define la tonalidad de la decoración. Eso es suficiente para mí. Mamá piensa en los regalos que debe comprar, los enumera en voz alta, dice que debemos ir un día hasta Valencia para visitar una tienda especializada en objetos de Navidad. Yo digo que sí.

Papá fluye detrás de ella. Asiente. Sonríe. Me gusta esta sensación de renovar el ambiente, despejar las telarañas del suspenso, abandonar por un día el luto y los recuerdos desagradables. Escribo sobre ello porque es la forma que he escogido para enfrentar mis vivencias. Celebro que mamá no rememore el asalto. Es bueno que papá asimile mejor la muerte del abuelo. La decoración y los villancicos y la presencia formal del árbol gigante nos empujan hacia delante, porque la vida sigue su curso, otras escenas, otras sensaciones, otros momentos de equilibrio precario.

Mis amigas de Valencia han definido este año como un annus horribilis. Coincido con ellas. Todas ansían despedir estos doce meses con fanfarrias y canciones. Ellas esperan que el año próximo sea diferente, con menos sobresaltos, menos robos, más armonía y sosiego. De una u otra forma, cada uno de nosotros entiende que el vaivén político está allí, agazapado detrás de la puerta; que la economía no mejora; que el clima se ensaña con algunas regiones sin conmiseración; no hay que evadirlo. Pero, hoy, me limito a contemplar el bazar navideño en que se ha transformado mi casa, escuchar las gaitas, sonreír por encima de todo, esperar que el año entrante sea distinto, gozar con esta pequeña burbuja de intemporalidad que nos contiene. Me aferro a eso. Todo lo demás tendrá que esperar hasta mañana.

19 de noviembre de 2010

¿Por qué escribo?

¿Por qué escribo?

Para permanecer, recuperar el tiempo perdido, para tomar fotografías literarias y transformar esas imágenes en palabras, para visitar otros lugares que no conozco, para revisitar los que sí, para comunicarme con los demás sin confundirme con la voz, porque soy torpe para expresar mis ideas verbalmente, para construir realidades paralelas donde cualquier cosa puede suceder, porque ciertos autores me han influenciado, porque sueño mucho despierto, porque añoro el tiempo que vendrá, para enumerar mis amores, para enterrar a mis muertos, para seducir a los extraños, porque no puedo hacer otra cosa, para matizar mi presente, porque leo mucho.

Escribo por el deseo de dejar algo detrás de mi nombre, cuando ya no esté. Escribo para intentar curar mi neurosis, porque soy varios en uno solo, porque mis ojos ven a través de las letras, porque soy un curioso empedernido de las vidas ajenas, para escuchar el sonido del bolígrafo sobre el papel, porque me tranquiliza cuando estoy intenso, para darle vida a las voces dentro de mi cabeza, porque me gusta, porque aprendí que a través de la escritura conozco más sobre los demás, para no estar tan solo dentro de mi crisálida particular, porque algunas veces me incomoda la presencia de otras personas, porque amo la soledad de mi oficio, porque leer me empuja a experimentar con las palabras, porque algunos recuerdos pesan.

Creo que me gusta escribir debido al placer que me deja una página corregida múltiples veces, hasta suponer que está lista y pasar a la siguiente; porque idolatro el lenguaje, porque la imaginación es una bestia rebelde que desobedece mis mandatos, para contagiar a otros con este placer silencioso, porque ya casi no creo en nada, porque todavía me animo a ser idealista, porque terminar un cuento o una novela se parece bastante a un orgasmo físico, porque las historias anónimas me lo piden, para acallar los susurros del mediodía, para atreverme a ir más allá.