27 de diciembre de 2010

Virginia Woolf: "Horas en una biblioteca".

Después de la lectura, me queda la vaga sensación de haber pasado, en consonancia con el título, múltiples horas en una biblioteca. Anotarlo así le confiere a las frases un aroma de ligero aburrimiento, de pesadez, de silencio respetuoso; algo hay de eso, es cierto. El conjunto de ensayos literarios de Virginia Woolf entreabre una puerta hacia un pasado señorial donde el estudio de la literatura tenía un profundo efecto académico y retórico. Los ensayos poseen el tono de una alocución, de un discurso elaborado para ser leído ante una audiencia hambrienta de referencias literarias; pero se puede entresacar un timbre afable entre los párrafos.

Uno se embarca en la lectura de Horas en una biblioteca como si se tratara de un extenso viaje hacia una isla remota llamada Virginia Woolf, y desde allí se tuviera la oportunidad de echar un vistazo a otros islotes no menos lejanos de la literatura inglesa: Hardy, Meredith, Shelley, Coleridge, Thoreau, Melville y tantos otros. Llegar hasta Woolf no es fácil, pero lo interesante es que a través de ella, como si se tratara de un catalejo, podemos repasar las características literarias de otros autores que se consideraban valiosos e imprescindibles. En este conjunto de ensayos se recogen sus impresiones sobre las lecturas realizadas, sus opiniones sinceras sobre los escritores eminentes del siglo XIX. Por supuesto, se trata de apreciaciones subjetivas, amenas, tal y como si las hubiese plasmado en su diario o como justo lo estoy haciendo yo ahora aquí.

Los ensayos reúnen diferentes épocas, diferentes tiempos, distintos autores y tendencias narrativas. Pienso que me hubiese resultado mucho más fácil reconocer estos parajes que ella describe si fuese un estudiante de Letras, debido a la consonancia de estilos y menciones que logra agrupar con total sencillez; pero valoro mi ignorancia, el atrevimiento de haberme lanzado sin brújula ni compás, sólo el bagaje que me ofrecen mis propias lecturas. A pesar de que algunas páginas resultan tediosas, hay excepciones que salvan el conjunto. Por ejemplo, su repaso y admiración por ciertos autores rusos.

Virginia Woolf reconoce el valor y aporte de algunos de sus compatriotas, pero eso no le impide al mismo tiempo asumir que hasta ese momento ninguno ha escrito algo comparable a Guerra y paz o En busca del tiempo perdido. Es probable que la posterior realización de La señora Dalloway equilibrara las cosas.

Disfruté mucho con sus apreciaciones sobre Dostoievski, sobre Conrad, sobre Jane Austen y Turgéniev y Chéjov; fue como si pudiera acercarme a esos narradores con otra visión más fresca, a pesar del tiempo transcurrido. Lo interesante de los ensayos es que uno tiene la oportunidad de debatir en solitario, refutar o plegarse a lo que esta mujer propone. Acercarse a Woolf no es una tarea sencilla, pero si se cuenta con un poco de paciencia y lucidez, la ganancia es muy amplia. Es una de mis autoras favoritas en cuanto a narrativa; sus ensayos literarios ofrecen una visión más redondeada, un complemento que nunca pasa desapercibido ni resulta innecesario.

Al final se detiene en aproximaciones ajenas al arte de la ficción, sobrescribiendo encima de las notas de E. M. Forster para Aspectos de la novela; también con el texto de Clayton Hamilton sobre el mismo tema. Son notas bastante ricas y esclarecedoras. El trabajo de la biografía tampoco queda por fuera y se extiende sobre los aportes de su buen amigo Lytton Strachey. Quizás un pequeño preámbulo antes de que ella misma intentara la elaboración de su ambiciosa obra Orlando o la pieza que escribió sobre la vida de Roger Fry. Cierra el libro con dos notas interesantes; una sobre el valor del cine en el registro literario y otra sobre la muerte de una polilla, que así se titula. Lo que llamó más mi atención es que centrara su visión microscópica sobre los últimos momentos del animal, sus implicaciones, sus turbios significados, un simbolismo paralelo al que utiliza Marguerite Duras en Escribir para referirse al mismo episodio con una mosca. Dos escritoras tan distintas prestando atención a un evento peculiar y aparentemente anodino.

En fin, se trata de las opiniones de una mujer comprometida con la literatura y consagrada a ella, mimetizada con ella, entregada por entero a ella. Una mente fértil diseccionando otras mentes brillantes, porque Virginia fue, ante todo, una lectora voraz. En todo momento se preocupó por leer a sus predecesores, nutrirse de ellos, calibrar sus aportes narrativos y poéticos. Prefiero dejar aquí algunas de sus propias anotaciones. En el comienzo, en el ensayo que da título al libo, escribe:

Comencemos por aclarar la antigua confusión que se da entre el hombre que ama la erudición y el hombre que ama la lectura, y señalemos cuanto antes que no existe conexión de ninguna especie entre los dos. El erudito es un entusiasta sedentario, concentrado, solitario, que busca en los libros en su afán de descubrir una determinada pizca de verdad, en la cual ha puesto todo su empeño y todo su corazón. Si la pasión de la lectura lo conquista, sus ganancias menguan y se le escurren entre los dedos. Por otra parte, un lector ha de poner coto al deseo de aprender ya desde el comienzo; si el saber se le pega, excelente, pero ir en busca del saber, leer de acuerdo con un sistema, convertirse en especialista, o en una autoridad, es algo que tiene todas las trazas de acabar con lo que preferimos considerar como una pasión más humana, una pasión por la lectura pura y desinteresada.

Más adelante, refiriéndose a la lectura de clásicos y contemporáneos, dice:

Así pues, hallarse en una gran librería repleta de libros tan nuevos que las páginas casi se pegan entre sí, con el sobredorado en los lomos todavía fresco, reviste una emoción no menos deliciosa que aquella vieja emoción de las librerías de lance. Tal vez no sea tan exaltada. Pero el hambre antigua por saber qué pensaban los inmortales ha dado paso a una curiosidad mucho más tolerante, por saber qué es lo que piensa nuestra propia generación. ¿Qué sienten los hombres y mujeres vivos? ¿Cómo son las casas en que viven? ¿Cómo visten? ¿Qué dinero tienen, con qué se alimentan, qué aman, qué detestan, qué es lo que ven en el mundo que los rodea, cuáles son los sueños que llenan los espacios de sus vidas y actividades? Todo esto nos lo cuentan en sus libros. En ellos vemos mucho tanto de la mente como del cuerpo de nuestro tiempo, en la medida en que tengamos ojos para ver.

Cuando tal espíritu de curiosidad se apodera plenamente de nosotros, una espesa capa de polvo pronto cubrirá a los clásicos, a no ser que alguna necesidad nos lleve a releerlos. Y es que las voces de los vivos son, a fin de cuentas, las que mejor entendemos. Podemos tratarlos en pie de igualdad: dan solución a nuestras adivinanzas y, lo que tal vez sea más importante, entendemos sus bromas. Y así se nos desarrolla pronto un nuevo gusto que no satisfacen los grandes; tal vez no sea un gusto valioso, pero es desde luego una posesión que procura gran placer: el gusto por los libros de calidad más que dudosa.

25 de diciembre de 2010

Resoluciones de Año Nuevo.

Escribir más.

Leer más.

Perdonar más.

Recordar menos.

Compartir mejor.

Comer todo lo que se me antoje, con moderación.

Enviar más cartas.

Conocer nuevas personas.

Bajar menos la cabeza.

Aprender a compartir mis lecturas.

Actualizar el blog con mayor asiduidad.

Estar más pendiente de mis amistades.

Ser menos egoísta con mis libros.

Besar a mis padres todos los días.

Abrazar a mis amigos todos los días.

Dormir menos (ya lo haré cuando muera).

Hablar menos por teléfono y más en persona.

Buscar encuentros interesantes y nutritivos.

Amar con todas mis fuerzas.

Abrirme a las posibilidades del universo.

Permitir que otros me encuentren.

Dejar ir todo lo que me resta velocidad.

Concentrarme más en el paseo que en el destino.

Ponerme en el lugar del otro cuando esté molesto.

Concentrarme en lo que me dicen.

Elevar mi voz cuando las circunstancias me parezcan injustas.

Ser amable con los que no lo son.

Sonreír cada vez que pueda.

Agradecer por cada mañana, pues es otra página en blanco para ser escrita.

19 de diciembre de 2010

Tropiezos poéticos.

La luz pasa a través de los seres desgarrados.

Jacques Audiard.

Mis ojos tropiezan con los suyos en medio de títulos y autores. Ninguno de los dos dice nada, apenas un parpadeo, con la certeza de reconocernos colgada entre las pestañas. Ella sonríe primero. Yo igualo su gesto sin dificultad. Nos abrazamos. Por primera vez descubro que todo su cuerpo puede transformarse en una mirada intensa, atenta, una visión que arropa por completo. Pocas veces antes tropecé con una sensación similar: saberse escuchado por completo, intuirse el centro de un universo particular, momentáneo. Imagino que estoy junto a una mujer especial, particular. Antes de que finalice nuestro encuentro lograré confirmar mis sospechas a través de una sonrisa secreta.

Ella escribe poemas cortos. Me gusta leer sus versos. Ella se ha convertido en la puerta que conduce hacia otras dimensiones literarias. Allí están Pavese, Bukowski y Eliot; Pizarnik no, porque ambos creemos que es muy densa, muy trágica. También está el espejo de nuestros escritos; ella quiere amplificar, lograr un eco de las primeras líneas, mientras a mí me toca jugar con la contención, suprimir para alcanzar la esencia, el golpe certero de una sola frase. Nos reflejamos sin distorsión, reconociéndonos, alargando las sombras de las palabras.

Más adelante, esta mujer singular se escapa para atender una llamada. Fuma un cigarrillo mientras suelta comentarios rápidos, ligeros. Lleva colores tostados, tonalidades terrosas, pinceladas cálidas que envuelven un cuerpo flexible y vigoroso. Me uno a su placer taciturno, intercambiamos otras ideas, un vicio dual de nicotina y literatura. A medida que la charla avanza queda la sensación de que hay mucho todavía por descubrir, similitudes, paralelismos, vivencias tangenciales en estos destinos cruzados. Presiento que existe la posibilidad de un laberinto, una isla en medio del desierto, un oasis de arena y versos espontáneos.

La presentación a la que hemos asistido se acerca a su fin. Las tazas vacías del café reposan sobre la mesa, con palabras sin pronunciar, con el borde manchado de algunas certezas inexploradas, y los ojos siempre fijos, escrutadores, mirando más allá, reconociendo un encuentro fortuito que no lo es tanto como creíamos. De vez en cuando sucede así, el tropiezo con otra alma intuitiva, una puerta que se abre hacia otras dimensiones, hojas escritas que se comparten sin tinta ni papel. Al final, ella parte rápido, escabulléndose entre otros asistentes y otras miradas esquivas. Me deja un sabor agridulce en la boca.

Hubiese querido seguir conversando. Habría preferido que la mañana se transformara en tarde detrás de sus párpados. Pero la misma seguridad que me atrajo hacia ella se encarga de susurrar sobre otros tropiezos inesperados, traspasar las páginas iniciales para alcanzar el meollo del asunto, el nudo de la trama. Sólo queda esperar por el momento oportuno. Mientras tanto, nos queda la poesía y las lecturas sugeridas. Es un buen comienzo.