26 de agosto de 2011

Toque de queda.

Era a principios de los 90. Atrás quedaba una década llena de derroche y glam rock, y ante nosotros se abría otra época distinta, un decenio que estaría marcado por la llegada de la Internet, los festivales de música en la playa y el alquiler de películas en formato VHS. Éramos adolescentes y por ello felices, noctámbulos, rumberos, irresponsables; sí, éramos felices. Y también representó una temporada de transición, en muchos aspectos; pero eso vino después. Me gusta concentrarme en el comienzo, en las noches de camaradería, guitarras y partidas de dominó, en las cajas de cerveza y las risas, en todo lo que ahora parece tan lejano e inverosímil dadas las circunstancias actuales de mi país.

Me tocó crecer en un pueblo pequeño de provincia. Todo lo que sucedía en las grandes ciudades, a nosotros nos salpicaba con pequeñas gotas. Lo que más recuerdo y añoro eran las reuniones nocturnas en la casa de Felipe Murillo. Esa casa era como el Salón de la Justicia de los Superamigos: allí pasábamos la mayor parte del tiempo, haciendo de todo y haciendo nada, jugando a cambiar el mundo, confesando secretos y conquistas amorosas, lamentando pérdidas y creyendo que cualquier amor frustrado era el fin de la vida conocida (ser adolescente y no ser tormentoso es una pérdida de tiempo); pura cháchara en los muebles del porche, de cara a un jardín amplio y frondoso, pero cada vivencia experimentada con un color atenuado, incluso un tono más lento, porque la vida en los pueblos es así, tiene su propio ritmo, su cadencia particular.

Era tan común, los fines de semana, quedarnos hasta tarde en la casa de Felipe. Sus viejos nos apreciaban como si hubiésemos sido hijos adoptados, agregados a la ya numerosa familia; creo que debe ser muy estimulante vivir en un hogar así, llena de ruidos y risas y chistes a cada momento. A su papá le encantaba colarse en nuestros juegos de dominó cada vez que podía y jamás pudimos ganarle una mano; también hubo póker, truco, cualquier juego que nos permitiera vaciar un par de cajas de cervezas, fumar y trasnochar hasta el cansancio. ¿Ya dije que éramos felices? Lo repito: éramos felices.

Retengo una sucesión de imágenes, como un caleidoscopio. Solía sentarme en la acera, afuera, con cualquiera de los muchachos para compartir confidencias. La luna en lo alto, a través de las ramas del samán, y la calle vacía, inhóspita, tan tarde. Mis amigos hipnotizados ante la pantalla del monitor con los primeros juegos en una computadora. Otras veces terminábamos todos en esa bendita acera rota por las raíces del samán, riendo, hablando paja, intercambiando una botella de ron. O dando vueltas por las calles del pueblo en el Fiat Uno de mi madre, prestado con horario de llegada. Nunca hubo una sensación de temor o inseguridad, eran otros tiempos, claro, y eso es lo que me deja un mal sabor en la boca. Hoy, de vez en cuando, me provoca repetir esas experiencias, revivirlas aunque sea en una fracción de su juvenil intensidad, pero el consenso general es que no se puede. Vivimos en un toque de queda permanente, como si en un parpadeo (a veces creo que fue así) todo hubiese cambiado, un salto cuántico hacia el futuro, y ahora nos tocara vivir en una sociedad irreconocible, dramática, paranoica, gris y pintada de genuino temor.

Podría decirse que esa sensación de pánico callejero es mía, una secuela de lo vivido en mi propia casa, cuando mi madre y yo fuimos sometidos por los delincuentes que destrozaron todo lo que nos era más preciado dentro de nuestra intimidad, pero he descubierto que no soy el único. El temor, el miedo, se ha expandido como una enfermedad contagiosa, un virus mortal que no tiene cura ni antídoto. Lo tienes o no lo tienes, y si no lo tienes, tarde o temprano te vas a contagiar, es tan inevitable como la salida del sol cada mañana. Todo el que vive fuera del país, el que nos lea desde afuera, puede creer que se trata de un vulgar caso de alarmismo, de paranoia injustificada, porque «las cosas no pueden estar tan mal», porque «coño, sí eres exagerado», porque «es una impresión generalizada por los titulares de los periódicos»; entonces me gustaría que le dijeran eso, cara a cara, a cualquiera que haya sido víctima de un asalto, de un homicidio sin resolver, un secuestro exprés, una alcabala policial mal puesta en medio de la noche. Pero desvarío…

Es triste sumar con los dedos de las manos y contar cuántos de tus amigos decidió que era mejor irse a vivir al extranjero. Es triste comprender que las nuevas generaciones no pueden ni podrán disfrutar de lo que nosotros gozamos algunos años atrás. Es triste que las conversaciones telefónicas se resuman en comentar lo que le sucedió a fulano, a mengano y al otro que es amigo de otro amigo. Es triste asimilar que ya uno no puede sentarse a conversar afuera, que el porche de los Murillo es un sueño lejano en mitad de la madrugada, una metáfora. Es triste vivir bajo un toque de queda permanente.

Los que me conocen bien saben que no me gusta hablar de política. Leo los periódicos y me parece que los Estados Unidos y Europa prefieren enmascararse y bailar una danza macabra en el borde del precipicio, una caída que no tarda en llegar y que arrastrará al resto de las economías del planeta sin distinción de clase ni ideología política, pero prefiero no juzgar; se trata de otras sociedades, con otros problemas, y así como evito lanzar acusaciones (porque hay que estar allá, hay que vivir la vaina en carne propia, porque nadie escarmienta en zapatos ajenos), también preferiría que se nos concediera, al menos, el beneficio de la duda, coño.

En fin, se trata de pequeños detalles, ínfimas partículas que se van sumando sin que nos demos cuenta, piezas diminutas de un rompecabezas que se arma por sí solo, fragmentos de conversaciones sueltas, opiniones ya generalizadas sobre la delincuencia en Venezuela. Nada me gustaría más, ahora, que poder retroceder en el tiempo y regresar al porche de los Murillo, con los juegos de dominó, la guitarra de Roberto y las risas de todos, pero no es posible, lo sé, tampoco es que me aferro a un pretérito perfecto. Y sé que ya no podemos hacerlo porque ahora todos miramos por encima del hombro, agudizando la vista, sopesando las oquedades del camino, diversificando las rutas para volver a casa y apresurándonos en hacerlo antes de la caída del sol, como si fuésemos vampiros que viven al revés, temerosos de las tinieblas y aullidos delincuenciales.

Olivia llegó ayer. Los teléfonos intercambiaron repiques y sonrisas por la sorpresa. Ella vive en el llano, más lejos, encargada de la finca de su padre. Olivia es de una época posterior, menos juvenil, pero nos gustaba alargar las horas del crepúsculo para hablar y tomar café sentados en los escalones de la entrada a su casa. Después de los saludos y las preguntas apresuradas («¿Estás aquí, marica? Qué fino»), rebotó la invitación para tomar café de nuevo en esos viejos escalones y las excusas y párpados templados no se hicieron esperar. Supimos por su madre, una vez reunidos, que todas las casas de la cuadra y la calle habían sido robadas sin contemplación, incluso más de una vez. Olivia nos miró con cara de sorpresa, pero al resto nos pareció algo bastante regular, sin asombro. Al final, el café lo compartimos en la cocina, con los ojos puestos en las ventanas, a pesar de las risas.

Lejos quedan ahora el porche de los Murillo y los escalones de la entrada a la casa de Olivia. Ya no podemos ni siquiera hacer un simulacro de recuperar aquellas veladas, el toque de queda nos aplasta puertas adentro. Y uno entonces se acostumbra, cede terreno, se conforma con el insilio, y eso me molesta todavía más. Ya el Salón de la Justicia no existe, ni siquiera en las comiquitas de Cartoon Network. Qué vaina… lo que daría por un buen juego de dominó hasta la madrugada, entre cervezas y risas, sin las manecillas de un reloj, sin las pupilas escudriñando las sombras, tendidos en una acera rota para soltarle risotadas a la noche entre trago y trago.