19 de enero de 2011

Obsequios póstumos de enero.

El mes de enero tiene la capacidad residual de guardarse obsequios bajo la manga. Descubrí esto por casualidad, en medio de una visita, poco antes de un almuerzo suculento. La anfitriona, madre de una de mis amigas, me llevó aparte mientras los otros invitados comenzaban a disfrutar del vino que eligiera para nosotros con tanto esmero. El asunto estaba contenido en tres cajas medianas. Sin rótulos. Sin marcas. Sin nombres. Me dijo que todo pertenecía a su marido, quien falleciera el año pasado después de una larga enfermedad. No supe qué pensar en ese primer momento. Intenté mostrarme agradecido, aunque lo que escondían las cajas eludiera mis pesquisas iniciales. Me arrodillé con media sonrisa y abrí caja por caja con bastante cuidado. Conforme mis dedos se movían a través de las carátulas, ella seguía:

―Tú sabes que Pancho leía mucho. Prefiero que pasen a tus manos y no que sigan en la biblioteca acumulando polvo. Da lástima. A ninguno de los muchachos le gusta leer. Hay demasiados libros. No te importa, ¿verdad?

No, no me importaba para nada. Sabía que Pancho adoraba la lectura porque en no pocas ocasiones, en otras comidas pretéritas, solíamos conversar sobre autores, temas y producciones literarias nacionales. Pancho era un gran lector. Llegó a comentarme que lo único que lamentaba era el poco gusto que sus hijos tenían hacia los libros, hacia las obras de arte, la historia y la cultura; se caracterizó por ser un hombre sibarita empeñado en reunir piezas para su colección particular, ya fuesen cuadros, esculturas o libros. El dinero se lo permitió, pero la familia prefería otras aficiones menos pasivas. Solíamos conversar sobre vinos, arquitectura, política; temas que desarrollábamos en torno a algunas botellas que se hacía mandar desde el extranjero. Pancho era un hombre muy sabio y reposado.

Mientras la viuda comentaba que las cajas contenían sólo una parte de la biblioteca, me entretuve en sacar los volúmenes con mucho cuidado. Se trataba de primeras ediciones y textos antiguos. Me sorprendió descubrir los títulos tan bien cuidados: La guerra del fin del mundo, La casa verde, Cuando quiero llorar no lloro, Casas muertas, El otoño del patriarca, Ifigenia; también compilaciones de antiguos autores griegos, modernos escritores europeos, narradores latinoamericanos, tentativas estadounidenses. Me llevó bastante tiempo poder abrir y revisar las tres cajas porque me detenía continuamente en cada uno de los tomos: Vargas Llosa, Benedetti, Borges, Steinbeck, Fallacci, Twain, Bioy Casares, García Márquez, Steiner, Lawrence, Puig, Hesse, Christie, Maugham, Faulkner, Hemingway, Camus, Dinesen. Ni siquiera conté cuántos libros había. Hice un esfuerzo por contener mi excitación, el temblor de mis dedos, las ganas de olvidarme del almuerzo y permanecer allí, entre esas viejas ediciones, sumergido entre las letras.

Tuve que volver al mundo real para tomar más vino, disfrutar con una comida rica y entretenerme con la charla de mis amistades; pero mi mente regresaba a las cajas, sin decir nada, anticipando el placer que obtendría esa misma noche cuando estuviera de regreso en casa. Alcé mi copa y la mirada, haciendo un brindis silencioso con el difunto, seguro de su sonrisa, allá, dondequiera que estuviese ahora. Se trataba de un regalo inesperado, feliz, un inicio de año literario y fecundo. A mitad del postre, la mamá de mi amiga volvió sobre el tema. Dijo que Pancho alguna vez comentó que sólo yo podría llegar a disfrutar de sus libros tanto como él. Una de mis compañeras de mesa bufó: «Qué aburrido», ante la idea de desviarnos por ese camino. La viuda recordó ese comentario mientras observaba la amplia biblioteca y decidía qué hacer con los libros. Pensó en mí gracias a las palabras de su difunto marido. Volví a alzar mi copa en silencio.

En medio de las despedidas, conforme esperábamos que uno de los empleados de la casa llevara las cajas hasta mi carro, la viuda mencionó que faltaban muchos libros por clasificar, que pretendía regalarme otras cajas, pero que también pensaba quedarse con otros volúmenes. «Eran los libros de Pancho», me dijo, «yo sé que tú los vas a cuidar y a leer, pero quiero quedarme con algunos. Él estaba muy encariñado con ciertas lecturas». Lo entendí perfectamente. Me ofrecí a ayudarla con lo que necesitara, y ella aceptó. No fijamos fecha, entre los besos y los abrazos, pero sé que en algún momento me llamará y otra sonrisa infantil se colará hasta mis labios. En el intermedio, me conformo con los obsequios póstumos de enero y me preparo para lecturas renovadas.

15 de enero de 2011

Is that all there is?

La música sale de la cocina. Es una melodía contagiosa, vieja, familiar. También se oye el murmullo de una risa compartida. Camino despacio, me acerco sin hacer ruido. Mis padres están juntos, giran con gracia, se mueven según los acordes que emite el pequeño reproductor que Mamá tiene junto a los potes de café, azúcar y sal. Se trata de una visión mágica. Sus cuerpos emiten una cálida sensación de armonía, de confianza, equilibrio por encima de todo; es difícil no sentirse ajeno e invasor. No digo nada. Me limito a contemplarlos, verlos bailar, recorrer la cocina al compás de esa vieja tonada. Ellos ignoran mi cercanía, la impresión que deja el baile en mi cerebro, las líneas que han inspirado sin proponérselo.

Supongo que no debe resultar fácil después de casi 40 años de matrimonio. Pero si luego de tantas discusiones y diferencias, compromisos y lealtades, conservan esa avenencia para bailar, me atrevo a sonreír sin ser visto. Los rostros que observo en silencio convocan ideas, emociones mezcladas. Me hubiese gustado preguntar, acceder a ese secreto que permitía un baile tan acompasado, ligero, fluido. Ya quisiera uno eso en la propia vida. Ver sus sonrisas y pasos de baile después de un año tan traumático me deja con la idea insistente de ver el vaso siempre medio lleno, nunca medio vacío. Allí puede estar el secreto, la fórmula mágica, el ingrediente faltante. Hacer el esfuerzo, ni más ni menos.

2010 no fue un año amable. No sólo para mí, para nosotros, sino para todos los que estaban a mi alrededor. Uno se fija en esos detalles. Un robo aquí, un llanto allá, un fallecimiento inesperado; frustraciones e impotencias difíciles de canalizar. Pero, según la máxima del vaso, seguimos aquí. Vapuleados, magullados, con menos fuerza y determinación, pero aún en pie. Eso cuenta para algo. Lo importante es concentrarse en lo positivo, aunque suene a receta de autoayuda, aunque resulte ridículo después de un trágico desenlace, a pesar de lo difícil que parezca a través de las lágrimas y rencores. Además, no he dicho que resulte fácil. Lo digo por la experiencia acumulada de los últimos doce meses. Difícil, pero no imposible.

Todavía con esas impresiones en mente, una de esas noches de insomnio, mientras me entretenía con videos en YouTube, tropecé con un viejo tema de Peggy Lee: “Is that all there is?”. La voz de Peggy era inconfundible, como una caricia en plena noche cuando menos se la espera. Es una lástima que se fuera tan pronto, pero la tecnología actual se las ingenia para preservar esos tesoros musicales. Agradezco eso, aunque no me lleve bien con la modernidad. Así, Peggy me habló desde el otro lado, me hizo algunas sugerencias, me indicó el camino menos truculento. Tan hermosa con su cabello platinado, sus rasgos tristes y la voz siempre pausada, tan particular en su registro.

Desde entonces tarareo esa canción sin vergüenza, sin ofrecer explicaciones. Algo hay allí que me llena de inspiración, que me permite avanzar sin ver lo que dejo atrás, a caminar por el lado soleado de la calle (otra canción memorable). Quizás se trate de una febril predisposición a no dejarme abatir por las circunstancias, a esperar por lo mejor, a no conformarme con menos de lo que espero; tal vez pueda ser la conclusión a la que han llegado mis padres por cuenta propia, sin videos de YouTube y cabezas platinadas que entonan canciones inmortales. Ellos bailan en la cocina, ajenos al mundo, desprendidos de lo que sucedió el año pasado, sonríen. Intento imitarlos de la mejor manera posible, así que me atrevo a cantar, miro el día a día con calma (no resignación), respiro. Y entono:

Is that all there is?, is that all there is?

If that's all there is my friends, then let's keep dancing

Let's break out the booze and have a ball

If that's all there is

9 de enero de 2011

Instrucciones para una carrera de 365 días.

  1. No olvide hidratarse. Beba mucha agua. Recuerde que más del 60% de nuestro cuerpo está compuesto de líquidos. Piense en un vehículo: se corre el riesgo de recalentamiento y usted no querrá verse en el hombrillo, envuelto en una nube de vapor. Reponga todo lo que pierde a través del sudor y otras expulsiones. Hay que ser enfático aquí: beba mucha agua. No lo olvide.
  1. Lleve un calzado adecuado para el camino. Es importante decidir lo que mejor le conviene antes de comenzar la carrera. Confíe en mí: usted querrá escapar a las torceduras, las ampollas, las molestias imprevistas y todo lo que pueda aminorar la marcha. Piense bien, escoja con cuidado, analice las ventajas y desventajas de un zapato hermoso o un zapato cómodo. Está bien concentrarse en el paisaje, pero no olvide pisar con firmeza, calzando bien, cómodamente. Y no olvide: lo barato sale caro, así que no se conforme con lo primero que vea.
  1. Evite el peso innecesario. No se sobrecargue con cosas inútiles. La mayoría de las veces no sabrá qué hacer con ellas y terminarán siendo un estorbo. Cargue encima sólo aquello que intuya imprescindible, valioso, práctico. Deshágase de lo superfluo. Sea honesto. Piense en todo lo que tiene por delante. Deje atrás lo que pueda representar un futuro obstáculo. Lo valorará cuando llegue el momento adecuado y sonreirá al saberse libre y ligero.
  1. No se distraiga con los demás corredores. Véalos, evalúe sus fortalezas y debilidades, pero no se concentre en ellos. Mire al frente. Sus pasos son únicos, así como el estilo para correr, el ritmo, la secuencia de pasos; cada camino es particular. Las ventajas que tiene el que corre junto a usted no necesariamente tienen que ser las suyas; el rendimiento tampoco, ni la fuerza que imprime en las rodillas. Respire hondo y visualice la meta. Vea el paisaje, si se le antoja, pero evite distracciones vanas. No se compare con los demás. Algunos tienen más experiencia que usted, otros apenas comienzan. Lo interesante es que todos avanzan en la misma dirección.
  1. Haga inspiraciones profundas cada cierto tiempo. La respiración es vital. No pierda aire en asuntos inútiles y pequeños. Llene sus pulmones con el gozo de cada tramo superado, cada recodo dejado a su espalda, cada esguince curado con decisión y prudencia. Oxigénese hasta el cansancio. No hay nada que una buena exhalación no solucione. Alcanzará un punto, si logra prestar atención, cuando sabrá qué vale la pena una buena inspiración. Lo otro es vulgar resuello.
  1. Fije la vista en la línea de llegada. Visualícese allí. Cierre los ojos durante un par de segundos y disfrute con la sensación de saberse ganador sin importar si es el primero o el último. Recuerde que lo importante es concursar, salir, atreverse a ir más allá de donde está ahora. Evite la inercia. Póngase en movimiento ya. Flexione los músculos. Deje la pereza. Salga de la cama. Párese de la mesa. Alce los brazos. Acuclíllese (porque el culillo aquí no cuenta para nada) para entonar.
  1. Si lo desea, puede hacer paradas programadas. Usted se conoce mejor que nadie; identifique sus límites, sepa hasta dónde puede llegar sin descanso, utilice la reserva. Cuando se detenga, no se pare de inmediato; camine un poco, flexione los tobillos, beba más agua, piense en lo que ha logrado y si quiere compárelo con la distancia que le queda. Haga balance de sus fuerzas y no pierda de vista la dirección propuesta. Digo esto porque es corriente la distracción, tirarse en el piso, seguir lateralmente, ponerse a conversar con otros que prefieren abandonar. Lo repito: hidrátese, respire profundo, pero no olvide que se corre hacia delante, nunca de lado ni en retroceso.
  1. Alcanzará un punto en el que pueda reconocer su ritmo ideal. Utilícelo. Válgase de él. Úselo en su favor. Es su propio paso. Ninguno de los demás se le parece. Esto también es muy importante. Si va muy rápido, desbocado, es probable que no se fije en algunos atajos valiosos que el camino ofrece de regalo detrás de alguna curva. No se trata de hacer trampas, sólo de saber manipular una ventaja antes de llegar a ella. Al contrario, si va muy despacio, corre el riesgo de terminar caminando; y seamos honestos: no tiene gracia competir así.
  1. Si quiere, lleve música con usted. Aprenda a seleccionar la banda sonora que se ajuste a sus escenas vitales. Improvise. Haga mezclas. Fusione elementos interesantes. Todo es válido en este campo. Cada quien puede adicionar ese acompañamiento, el asunto es descifrar las canciones que lo representen de la mejor forma. Incluso, según el caso, el ritmo se puede incrementar si logra una selección de temas adecuados. ¿Recuerda la tonada de “Chariots of fire”? Bueno, por ahí va el asunto.
  1. ¿Ya mencioné que debe hidratarse? Hay que se enfático en esto. Pero le sugiero también ser constante. Más allá de la música, las paradas para tomar aire, mirar al frente, valerse de los atajos, es imprescindible que alcance su propia línea de llegada. No desista. Puede ser que crea no poder más, que la idea de abandonar resulte atractiva, pero de una u otra forma lo lamentará. Créame en esto. Póngale empeño. Usted puede lograrlo. Tenga confianza en sus propios músculos. La sensación de haber alcanzado lo propuesto está llena de adrenalina y endorfinas y otras hormonas estimulantes. Arriésguese, deje la flojera, ¿qué puede perder?

3 de enero de 2011

Conos anaranjados.

Reza un dicho popular del llano venezolano: “Picado de culebra le tiene miedo a bejuco”. Viene a significar, de manera coloquial, ese temor residual que permanece luego de un tropiezo amargo o una experiencia desagradable. Algo parecido me sucedió ayer con una de esos puntos de seguridad en plena vía nacional. Uno ya está acostumbrado a leer sobre grupos de secuestro que se camuflan bajo un uniforme policial, extorsionadores, agentes que buscan redondear su quincena a través de la vulgarmente llamada matraca de carretera. Cuando observé la línea de conos anaranjados me concentré en apartar la vista y pensar en cosas bonitas. Pero no iba a resultar tan fácil. El coro de miradas hostiles pareció oler el miedo desde lejos; supongo que algo hay en ellos de esos salvajes depredadores que reconocen a su víctima apenas les ponen el ojo. Yo no corrí mejor suerte.

―A la derecha ―alzó la voz el último de los agentes.

Reconozco que creí haber escuchado mal, aunque temía lo peor. ¿Dijo “A la derecha”? ¿O mi paranoia acostumbrada malinterpretaba un sencillo “Siga derecho”? Vacilé durante un par de segundos. El agente volteó a verme cuando grité: “¿Perdón?”. Me miró con mayor hostilidad, si eso era posible, y movió la mano para indicarme el hombrillo de la vía. Hice una profunda inspiración y me preparé mentalmente para lo peor. No fui el único que vio trastocado su camino. A través del retrovisor pude ver que la hilera de vehículos se alargaba detrás del mío. Estiré la mano para buscar dentro de mi bolso y tener los documentos listos.

Mientras el agente caminaba hacia mí con paso lento (juraría que casi todos gozan con ese momentáneo poder sobre nosotros), sopesé la posibilidad de discutir con él. La mayoría (no es la primera vez que me sucede, de allí la renuencia a tropezar con “bejucos”) suele buscar pequeños detalles para justificar una multa. Una multa que no es más que su forma de negociar un acuerdo monetario bajo cuerda. Se trata de una danza verbal que tiene su coreografía específica. Él te increpa por tu falta de deber ciudadano, dice que no tiene otra opción más que sancionar la infracción, hace pausas significativas en el proceso, hasta que tú intuyes que es el momento ideal para preguntar si no existe otra opción, otra forma alternativa para evitar todo ese proceso.

El agente moverá la cabeza de un lado al otro, apretará los labios, comenzará a mirar hacia donde están sus compañeros, como si sopesara una respuesta que le muerde los labios; tú también hueles el amago de inseguridad, el “no sé… puede ser” que batalla dientes adentro. Entonces te zumbas, te lanzas en caída libre; digo esto porque se corre el riesgo de haber malinterpretado todas las señales, pero de diez casos, en nueve ocurre lo mismo: el policía, guardia nacional, soldado o fiscal de tránsito realizará un elaborado acto de prestidigitación para quitarte el dinero de las manos y separarse del vehículo con el ceño fruncido y elevando la voz para decir: “Está bien, puede continuar, ciudadano”.

Se trata de una práctica común del gentilicio venezolano. Todo tiene un precio, el asunto es calibrar el monto adecuado. El agente vacilará en algunos casos, pero casi todos terminan cayendo por el peso de su propia avaricia. En el fondo, hago el intento de no censurarlos: los pobres están muy mal pagados, deben pasar allí erguidos gran parte del día, bajo el sol, escudriñando la sabana para cazar a sus potenciales víctimas. Pero lo que calienta mi sangre es ese temor residual que permanece después del hecho. ¿Por qué existe ese ligero pánico ante un uniforme? ¿Por qué no podemos ser como en otros países donde estos agentes son servidores públicos y están allí sólo para ayudarte? ¿Por qué el debilitamiento en los tobillos ante una mirada marcial? Eso me molesta bastante.

Bueno, el asunto fue que el soldado (porque era un soldado) se acercó con calma hasta la ventana de mi carro. No quise verle la cara. Me limité a hurgar dentro del bolso para buscar los documentos necesarios y seguir mi camino lo más rápido posible. Tampoco quise mirarlo porque temí que descubriera lo molesto que me sentía. Me provocaba soltarle: “¿Cuál es el sentido de pararme a mí? ¿Por qué no se reúnen y allanan un barrio, coño? ¿Por qué no implementan medidas de seguridad ante la ingente ola de asaltos y secuestros en la frontera? ¿Por qué tenemos que pagar los pendejos mientras los delincuentes se salen con la suya? ¿Dónde estabas tú cuando los tres malvivientes se metieron en mi casa para robar? ¿Aquí, pidiendo cédulas y carnets de circulación? No me jodas.

―Buenas tardes, hermano ―dijo el soldado―. ¿Todo bien? Tienes tus papeles en regla, ¿verdad?

Asentí. Todavía mis manos se movían en una dirección y mis ojos en la otra, dentro del bolso; pero el tono de su voz consiguió abrirse camino entre las capas de ira que se iban acumulando. Me atreví a levantar la cara. Observé a un muchacho joven, curtido por el sol, sudado, con la mirada turbia de los que han pasado mucha necesidad. La molestia interna comenzó a deshacerse como la espuma.

―¿De dónde viene? ―dijo, sin alzar la voz. El tono era afable.

Le respondí de la misma forma, pero él no me dejó terminar:

―Mire, si no le importa colaborar con nosotros, con lo que pueda, si puede…

La reacción se tomó sus buenos dos segundos en hallar el camino hasta mi cara. Lo miré sin entender muy bien lo que decía, sin asimilarlo por completo. El soldado leyó bien mi expresión facial, incluso bajó más la voz.

―Sólo si puede, con algún sencillo. Es que, mire, a esta hora todavía no nos han traído el almuerzo. Usted disculpe… De verdad, sólo si no le importa. No es a juro…

Para ese momento, el resto de mi indignación se había evaporado junto al calor de la tarde. Comprobé en el reloj del tablero que faltaba un cuarto para las cuatro. No supe qué contestarle. Dejé el bolso a un lado y me agaché para recoger todo el sencillo que hubiera, todos los billetes sueltos, el cambio a mano para equis eventualidad. Prácticamente, le ofrecí todo el dinero en baja denominación que cargaba en el carro. Sé que todo esto suena ilógico después de haber escrito antes que me opongo a estas prácticas delincuenciales encubiertas, pero desearía poder transcribir aquí la expresión de aquel muchacho.

Pensé en su presidente, en las arengas televisadas, en el proyecto de combatir la corrupción, el hambre, la desidia; pero pudo más la mirada de hambre del soldado de turno. Una cosa es que me detengan con la idea de sacarme dinero a través de una jerga estúpida, con altanería, valiéndose de un uniforme; otra cosa muy distinta es comprobar la necesidad ajena, la humildad de atreverse a pedir sin nada que perder, la solidaridad bajo un sol que no da tregua. Todavía no sé si me contradigo al final de esta historia. El muchacho tomó el dinero con pulso inseguro y dejando caer un par de monedas dentro del carro. Él se permitió una sonrisa y yo lo imité. Agradecí en silencio por todo lo que tengo en casa, con mi familia, con la precaria paz mental que me deja un año turbulento y poco amable.

―Vaya, pues ―dijo el soldado―. Buen viaje. Gracias, hermano.

Me puse en marcha creyendo que había hecho mi acción de fin de año, una forma de devolver todo lo que el universo me ofrecía. Sigo sintiéndome incómodo ante la visión de unos conos anaranjados, pero ahora sé que la oveja no es tan mansa como se ve ni el león tan fiero como lo pintan. Hay gradaciones. Y eso es lo que cuenta en definitiva. No hay que juzgar al agente por su uniforme.