4 de abril de 2011

El trago amargo.

―¿Qué te pasa? ¿No te gusta?

―No es eso…

―¿Entonces?

―No sé. No me gusta estar aquí.

―Claro que sí, vale. Relájate. ¿No confías en mí? Siéntate en la cama.

―Me da vaina. ¿Y si lo dejamos para después? Otro día.

―No seas pajúo, coño. Vamos. Abre la boca.

―Ya va. ¿Y si alguien viene?

―No pienses en eso. Anda… agárralo. Tú sabes que sí quieres.

―Pero… Espérate: así no. A la fuerza, no.

―Coño, qué bolas. Me dijeron que te habías puesto mamita, pero no tanto.

―No vale. Tampoco así. Lo que pasa es que no me entiendes.

―Sí, sí entiendo. Dale. Yo lo agarro por ti. Abre la boca. Así… poco a poco.

―¡Espérate, coño! Lo que pasa es que… De pana, no es que no quiera…

―¿Vas a seguir con eso? ¿Ah? ¿Vas a pelar este boche? Míralo. Tócalo. Abre la mano ¡No seas pendejo! Agárralo duro. ¿Le tienes miedo? ¿A estas alturas?

―Verga, es que ha pasado mucho tiempo. Entiéndeme. No sé. No tengo ganas. Mejor no.

―¿Sabes qué? Déjalo así, de pinga. Tienes razón. Tú te la pierdes. Tampoco te voy a jalar bolas, para que después salgas hablando paja. Pensé que podíamos estar como antes, compartir las mismas vainas; pero es obvio que no.

―Esto es distinto. Ya no puedo, no debo caer en lo mismo. Ponte en mi lugar, coño. Fue un milagro que sobreviviera al accidente. Lo sabes. Estuve…

―¡Ya! ¡Déjalo así! Si no te lo vas a tomar, mejor me llevo el vaso y alejo al demonio, ¿verdad? Qué bolas. ¡Tú y tus pendejadas de Alcohólicos Anónimos!