17 de octubre de 2013

"The boy with the butterfly tattoo".

            El hombre golpea el volante con la mano cuando debe intentarlo por tercera vez. Utiliza los dos retrovisores para calcular el espacio que le queda entre la camioneta a su derecha y el enorme pilar de concreto a su izquierda. La cabeza se convierte en un ventilador conforme el carro retrocede con lentitud. Por último, antes de decidir que se ha estacionado bien, arroja una mirada fría sobre la mancha oscura que cubre la ventana del lado derecho. Murmura palabras ininteligibles mientras recoge un par de carpetas y la corbata del asiento del copiloto. Cuando se baja, maniobrando con las carpetas, la corbata y las llaves, vuelve a mirar la camioneta marrón a su lado; observa la diferencia de tamaño entre la Tahoe del viejo Velutini y su Corolla del 93. Maldito viejo con suerte, murmura. Chasquea la lengua y camina hasta la puerta del ascensor que lleva a los pisos con números pares. Allí se queda durante casi dos minutos, quizás tres. Pasea la vista por el estrecho estacionamiento, cuenta los pilares de concreto, se detiene en el charco de agua oscura que rodea la boca del tanque subterráneo. Y el ascensor de mierda que no baja.
Escupe el aire con desdén y piensa que no le queda otra que subir hasta la planta baja del edificio. Mueve el manojo de llaves para comprobar que no puede abrir la reja que impide la entrada al ascensor de los pisos impares. Ni modo. Dos tramos de escaleras. Lo que falta es que el puto ascensor llegue cuando él vaya a mitad de camino. Bue… ya qué carajo. Las escaleras hacia la planta baja están detrás del hueco de los ascensores. Allí no sobran los bombillos, sobre todo los bichos esos fluorescentes que alumbran tan poco. Alicia insiste en usarlos. Debe ser que tiene un novio cubano. Bombillos ahorradores. Qué bolas. Tiene que recordar decirle a María Eugenia que no se deje joder con Alicia, que le diga que ellos usan de los otros bombillos… Ya va. ¿Qué vaina es ésa? ¡Coño de su madre! No, vale, hoy no.
Más allá, en los escalones que suben hacia la puerta cerrada de la planta baja, dos sombras superpuestas que se agazapan, dos figuras masculinas que se mueven con agilidad. El hombre sabe que será asaltado, que salió su número y que el juego de la ruleta delincuencial no perdona a nadie. Los pensamientos vuelan calculando el despojo: verga, la cédula, el carnet de circulación, los doscientos bolívares que sacó del cajero para el trabajo de Vanessa, los papeles de la oficina, ¡coño, las llaves del apartamento! Todo es vertiginoso, precipitado, atropellado, casi tan rápido como la visión de la carne desnuda, el resoplido mal contenido, los trazos rojinegros que bajan por una espalda y las alas azules que revolotean en la otra; después una pausa, la tensión de los músculos que se ablanda, las imágenes que se digieren sin agua y se atascan en la garganta, los colores manchando las pieles apretadas. Y entonces el amago de susto y frustración se transforma en arrechera y asombro, en vergüenza ajena y ganas inmediatas de armar un peo mayúsculo. Ya ni siquiera hay cansancio, huyó con los cuerpos sudados.
            El hombre alcanza la puerta que da a la planta baja con dos zancadas torpes, pero no consigue ver nada que no sea el vestíbulo solitario y en penumbras. El silencio que hace eco bajo su respiración agitada se riega por las paredes de granito. Piensa en el muchacho del 2B, el greñúo que no tiene trabajo y anda vestido de negro todo el tiempo. Maleante, drogadicto, sin oficio y encima maricón. ¡Qué bolas! Las vainas que tiene que calarse uno. Se queda inmóvil junto a la puerta entreabierta, pero no se escucha nada. Seguro que se fugaron por las escaleras del primer piso. Esa vaina hay que hablarla con Alicia; ella se encargará de discutirlo con ellos. Disculpe, señor no-sé-quién, pero su hijo estaba en la escalera del estacionamiento, y hubo quejas de otros propietarios (la vaina tiene que ser en plural para que funcione) porque lo vieron en actitudes poco decorosas (¿poco decorosas?, ¿serán palabras de Alicia?) con otro muchacho. Usted sabe, hay que respetar, eso no se puede permitir aquí…
            Conforme arma el diálogo en su cabeza, el hombre llega hasta las puertas dobles que dan hacia los ascensores. Mira los números oscuros que adornan el tope superior. Nada. Debe estar dañado. Oprime el botón varias veces, por si acaso. Se fija en los escalones que dan al primer piso y sigue sin escuchar nada, ni siquiera el ronroneo del maldito ascensor. Maricos de mierda. Coño, pana, cómo se les ocurre meterse en el hueco de las escaleras, ¿ah? Y era el malandro del 2B, segurísimo; esos tatuajes rojos los reconocería desde lejos. Una vaina rara, como una araña grandota, con las patas que le bajaban por los antebrazos. No les vio la cara, pero está seguro de que esa verga era una araña, nojoda. Además, ¿quién se va a poner a tirar en las escaleras? Deben estar hasta el culo. Nojoda, y hasta el culo se los vi, encima. La araña roja grandota y el otro mariquito con una mancha azul, grande también, justo encima de las nalgas; una mariposa o algo así. Tenía que ser, claro. Solamente un marico se tatuaría una mariposa azul en el culo.


            Al fin, con una sacudida de las puertas, el ascensor se abre creando un desnivel en el piso. Por lo menos. Subir seis pisos no estaba entre sus planes después de semejante espectáculo de mariconería y arrechera. De vaina le da un infarto. ¿Y si hubiesen sido unos ladrones? Verga, ahí sí es verdad que la cagamos. Bueno, cagado iba a quedar el viejo del 2B cuando Alicia le dijera lo del muchacho. Su hijo es marico, tira en las escaleras y los propietarios se están quejando. Qué vergüenza, pana. Juliancito y Vanessa podían tener sus vainas, pero al menos no andaban en esos peos. El hombre mira los números internos del ascensor y se queda allí guindado. 2… 4… María Eugenia armando un rollo porque a Vanessa la viven llamando por teléfono, puros muchachos, ¿y cuál es el problema? Coño, preocúpate si la llaman mujeres a cada momento. No, su hija era diferente. Ella sabía cómo es la vaina, él le dijo a María Eugenia que se lo explicara, que en la casa no querían barrigas inesperadas. Y Juliancito, bueno… Ahora con una vaina de no querer cortarse el pelo, con una guitarra y llegando tarde. Una vaina de una banda. La última vez llegó hediondo a ron. Y ron barato, nojoda. Al fin… piso 6.
            Antes de meter la llave en la cerradura, el hombre anota mentalmente que debe comprar la pintura sintética para darle unos toques a la reja. María Eugenia ya está ladilla con eso y no se la quiere calar otra semana más. Una cantaleta diaria. La pintura de la reja, Julián; la pintura de la reja, Julián. Como si no hubiera vainas más importantes. Que le vaya a preguntar al viejo del 2B si mañana le interesará la pintura de su reja después de que sepa lo que hace la lumbrera de su hijo en las escaleras del estacionamiento. Qué bolas, pana. Menos mal que se acordó de echarle aceite a la puerta, porque sino quién se cala el peo también con eso… Nada más espero que no me haya recalentado la pasta de ayer. No es que uno sea rico, pero, coño, hay que variar de vez en cuando el menú…
            ―Ajá, qué bueno que llegaste.
            ―¿Qué pasa, Eu? ¿Cuál es el peo ahora? Coño, tú no me dejas ni llegar, chica.
            ―Mira, Julián, busca maneras de hablar con tu hijo. Ya yo no doy más.
            ―Coño, vieja ―dice el hombre conforme suelta la carpeta y la corbata encima de la mesa del comedor―, te dije que hay que ser inteligente. Juliancito está en esa etapa, vale. Tú sabes. Además, ¿qué prefieres?, ¿que ande realengo en la calle? Déjalo quieto y dale la vuelta… Agradece, nojoda, que no nos salió como el hijo del vecino, el del 2B, que me dio pingo de susto ahorita en la escalera…

            ―Bueno, vale, yo no sé si está en una etapa o qué coño, pero hay que hacer algo. Yo no me la calo más. Habla con él. Tú eres el hombre. Mira que encima, como está en una “etapa” ―la mujer alzó los dedos para hacer las orejitas de conejo―, hoy le dio por hacerse un bendito tatuaje azul en la espalda. Tú verás qué haces, Julián…