12 de febrero de 2016

Una cuota de ausencias.



                Hoy me hubiese levantado temprano para darle un abrazo y un beso y decirle: «Feliz cumpleaños, ma». El café caliente. La tibieza de su piel. El ramo de flores de Papá. El desayuno tardío y los preparativos del almuerzo. Tal vez una torta en la noche, y risas, muchas risas, siempre las risas entre nosotros. Hoy pienso en todo lo que no le dije, en todo lo que nos faltó por hacer y compartir. Creo que a todos les sucede igual. Cada quien lleva su cuota de ausencias a cuestas. Me han dicho que el dolor se atenúa con los años; he descubierto que no es así, al menos en mi caso: el mío se matiza, algunas veces se vuelve intenso, pero nunca desaparece. La extraño, la extraño mucho. Siempre se dice que hay que valorar, respetar, apreciar, demostrar el afecto; pero sólo aquellos que llevan una pérdida sobre los hombros saben que jamás habrá el tiempo suficiente para todo lo que se añora después. Es una añoranza estéril.
                Patricia y la Negra me escriben. Agradezco que no pregunten cómo me siento. Creo que ellas lo saben bien. Cada una ha pasado por lo mismo. Nos apoyamos. Nos entendemos. Y sus palabras se transforman en un pequeño piso que me evita caer aún más en la melancolía, en la nostalgia. Pero ¿qué hacemos con las lágrimas? ¿Qué hacemos con las frases que se quedaron sin pronunciar? ¿Qué hacemos con lo que se retuerce en la garganta y que no llegaremos a expresar jamás? ¿Qué se hace con todo eso? Me habría gustado decirle que soy homosexual, me habría gustado aprender a hacer su carne molida; hubiese querido agradecerle más por todo lo que hizo por mí, hubiese querido que me mostrara cómo economizar el detergente para lavar; tal vez preguntarle sobre las singularidades de su vida cotidiana, o quizás conversar sobre mis amores frustrados y escuchar sus consejos. Quedó tanto por decir, por confesar, por hacer.
                Una de mis tías me contó que habló mucho con ella ya cerca del final, cuando mi abuela Dora había muerto. Su mamá. Una muerte sobre la cual tuve que armarme de valor para decírselo, y una acción que no le deseo a nadie. En los días sucesivos Mamá se mostró poco dada al llanto, a la tristeza; es probable que se sintiera cansada, agotada por su enfermedad: eso es lo que pensé. Mi tía me contó algo más. Mamá le dijo que ella había sido una buena hija, que estuvo pendiente de su madre en todo momento, que le demostró su cariño siempre, y que por eso no sentía el peso de su ausencia; también le dijo que creía haber sido, ella misma, una buena madre conmigo. Lloré. Lloré mucho cuando me lo contó. Y habría querido gritar: «¡Sí! ¡Claro que sí! ¡Siempre, ma!» Admiro hoy la seguridad de Mamá. Pero me pregunto si habré sido un buen hijo, si se lo demostré lo suficiente como para que pudiera partir con esa certeza en su pecho.
                Hoy es su cumpleaños. No la extraño más por eso. La extraño todos los días. No hay un día en que no espere verla al entrar en la cocina o dé por sentada su presencia cuando busque mi ropa interior limpia en la gaveta. Lo confieso: fui un niñito de mamá hasta el final, consentido y egoísta. Pero he aprendido a hacer las paces con su ausencia, a hablarle en voz alta cuando trato de conseguir su sazón con la carne molida, a fruncir el ceño cuando el detergente que vierto en la lavadora es más del indicado o cuando miro un programa en la televisión que sé que ella disfrutaba. También hoy descubrí, sin proponérmelo, el último mensaje de texto que Mamá me envió. Leí las palabras, las frases, imaginé sus dedos sobre el teclado de su teléfono celular mientras lo escribía y pensaba en mí, su mirada fija en la pantalla. No lo borré. Sonreí como un niño que recibe un regalo tardío. Y por un segundo pensé en responderle, en escribirle para contarle todo lo que he hecho y todo lo que nunca le dije, imaginando que esa respuesta podría conseguir una vía cósmica hasta donde ella está. Sentí curiosidad. ¿Quién tendrá ese número asignado ahora? ¿Dónde fue a parar su teléfono celular? ¿Le pasará esto a alguien más?
                Sólo al sufrir una pérdida irremediable pensamos en la esterilidad (o la futilidad) de una añoranza que nunca podrá ser aplacada. Ya no hay vuelta atrás. Se deben evitar los clichés, las frases comunes, las palabras huecas; nadie aprende por experiencia ajena. Es por eso que cada quien debe cargar con su cuota de ausencias en la espalda, y cada quien la sobrelleva como puede. Es inútil aconsejar a los otros que valoren más a sus vivos; todos lo hacemos cuando ya están muertos. Hoy sonrío entre lágrimas porque intento concentrarme en lo que sí compartí con ella, en lo que nos contábamos, en lo que pudimos hacer. Prefiero fijar mi atención en eso. Y creer que de alguna manera inexplicable para la ciencia, todavía ella sigue a mi lado, silenciosa, amorosa, cómplice y serena. Te quiero, ma.