18 de octubre de 2017

"Lo roto se bota".

Hay una camioneta roja estacionada frente a mi edificio. Desde mi balcón veo la parte trasera llena de mazorcas de maíz. Es un contraste atractivo: rojo y verde sobre la calle gris. Esa imagen me hizo recordar a mi madre y la pasión que sentía por las cachapas de agosto. Era uno de los pocos placeres culposos de Mamá. Mi abuela se afanaba junto al budare caliente y Mamá podía comerse hasta cuatro cachapas de una sola vez, con mantequilla y queso blanco rallado. Papá, por supuesto, se encargaba de los acompañantes: cochino frito bien tostado. Éramos felices durante esos domingos comiendo cachapas todo el día. Me parece que es un recuerdo agradable. Pensar en eso me hizo recordar algo más: la renuencia de Mamá a conservar objetos rotos en nuestro hogar. Papá intentaba convencerla de que tenían arreglo, que podían pegarse, pero ella se mostraba firme:
                —No, no, no… —decía—. Yo en mi casa no quiero vainas rotas. Lo roto se bota.
                También solíamos tener una muchacha que ayudaba con la limpieza y no era muy delicada con las manos. Era una mujer humilde que tenía poco cuidado con los floreros de cristal o las piezas de porcelana de Mamá. Mi vieja se mordía la lengua para no reclamarle tanto a la pobre muchacha, pero era inevitable que todo aquello que descubriésemos con una grieta, una fisura, una fractura, por muy leve que fuera, terminara en la basura. Creo que eso se ha quedado conmigo. Hoy pienso de nuevo en ello a través de la visión de las mazorcas de maíz y la sonrisa al rememorar el tono de voz de mi madre al decir: «Lo roto se bota». Y pienso en ello porque me parece que hay un ambiente de apatía muy generalizado allá afuera. El ambiente es opaco bajo el fuerte sol de agosto. No hay alegría. No hay entusiasmo. No hay ánimo de celebración. Creí que se trataba de una impresión subjetiva reforzada por mi desilusión electoral, pero conforme he caminado y conversado con otras personas, descubro que mi sentimiento es un reflejo de los demás. La victoria es fraudulenta y parece que todos lo saben, incluso los que se atreven a conmemorarlo en voz alta, como si intentaran engañarse a sí mismos.
                Yo no soy un político. No soy un estratega político. Tampoco soy un dirigente local, regional o nacional del movimiento opositor; soy un hombre de clase media con 43 años encima y que hace lo posible por mantener la cabeza fuera del pantano en que se ha sumergido nuestro país. Creo que todos hacemos malabarismos, y unos más que otros. Venezuela se ha convertido en un bote salvavidas en el que debemos entrar la mayoría e ingeniárnosla para remar en una misma dirección. El naufragio es evidente para el que quiera verlo. El buque se hunde con las mujeres del CNE proclamando que todo está bien y que hay botes para todos. Allá ellas. Yo me conformo con recordar esa frase de mi madre y respirar profundo. «Lo roto se bota». Nada se gana a estas alturas con intentar repartir culpas o jugar con los “Si hubiésemos”. Ya está hecho. En otra parte leí alguna vez que de nada sirve llorar sobre la leche derramada. Pero como seres humanos tenemos la capacidad de aprender, de digerir, de comenzar de nuevo, de sacudirnos el polvo y levantarnos del piso. La decepción es válida. El periodo de reajuste es necesario. Y no tengo intenciones de señalar con el dedo u ofrecer una solución mágica. Ya lo dije: no soy un político. Soy un hombre que trata de ensamblar palabras.
                Desde mi esquina seguiré leyendo y escribiendo de la mejor manera que puedo. Prefiero concentrarme desde ahora en lo positivo, en lo luminoso, en las alternativas, en las posibilidades y en el entusiasmo que siento todos los días al despertar y saber que tengo otra jornada por delante. Ustedes podrán llamarme comeflor, idealista, tonto o pendejo; es su derecho y no voy a refutarlos aunque me disgusten las etiquetas facilistas. En este punto lo único que me interesa es ser proactivo y arrimar el hombro, apretar los músculos y remar hacia la orilla, cualquier orilla que nos aleje del naufragio. Escribir. Leer. Caminar. Respirar profundo. Tomar fotografías. Descubrir que la vida todavía puede ofrecer sorpresas en medio del fango. Es mi decisión ver el vaso medio lleno y no medio vacío, y haré mi mejor esfuerzo para encontrar razones oportunas y seguir adelante. Mientras tanto, desde el balcón veo que la camioneta roja sigue allí estacionada, así que bajaré a comprar algunas mazorcas para preparar aunque sea un par de cachapas en nombre de mi madre. Un paso a la vez.

23 de agosto de 2017

"Nuestro bebé".



                Detrás de las cajas de los libros, en el clóset, había dos cajas más que no recordaba haber guardado. El entusiasmo inicial se diluyó conforme abría esas cajas y me enfrentaba a su contenido. Eran viejos álbumes de fotografías, pañuelos de batista, recortes de periódico, una caja de costura llena de hilos y agujas, chequeras sin utilizar, cartas manuscritas de mis padres y, en el fondo, un álbum de bebé. Me senté en el piso para revisar todo con calma. La verdad es que no recuerdo haber guardado esas cajas. Luego de la muerte de mi madre, mientras Papá se iba un tiempo con mi abuela y mis tías, aproveché para vaciar el clóset de mi vieja y donar su ropa al geriátrico local; también saqué todo lo que hubiese en sus gavetas y mesas de noche. Lo hice de manera automática, sin detenerme a pensar mucho en ello, prestando poca atención al aroma que desprendía su ropa, el olor a crema humectante que flotaba en su baño, la cantidad enorme de pequeños objetos y detalles que resumían su vida con nosotros; lo que quería era anticiparme a una nostalgia que ya comenzaba a morderme en las esquinas. Por eso sé que fui yo quien debe haber guardado esas cajas, porque al mismo tiempo quise evitarle a Papá el dolor aumentado de mirar y tocar todo aquello que asociábamos con ella.
                Lo último que saqué de las cajas fue el álbum de bebé. Acaricié la tapa amarillenta y dura antes de abrirlo. En la portada, enmarcada en un óvalo de flores y ramas doradas, la frase: “Nuestro bebé”. En la primera página, sueltas, varias tarjetas pequeñas de felicitación, similares a las que se colocan en los ramos de flores. Nombres desconocidos que me felicitaban pocos días después de mi nacimiento. Una de las tarjetas tiene un alfiler con pequeñas marcas de óxido. En la siguiente página, la invitación a la boda de mis padres; un pliego de papel delicado, opaco, doblado en tres partes sobre sí mismo. Debajo, apiladas, las boletas de mis calificaciones del primer grado, del segundo grado, del tercer grado, del cuarto grado, del sexto grado; sólo faltaba la del quinto grado. La letra manuscrita de mis maestras junto a las notas recibidas. Sonreí al comprobar que fui un alumno de excelentes calificaciones. Leí las observaciones de mis maestras: «Te felicito. Eres un niño muy educado»; «Es colaborador, amable y buen estudiante»; «Le gusta indagar e interviene en el desarrollo de la clase»; «Conserva la postura correcta, es ordenado y limpio»; «Colabora y participa en las actividades del salón».
                ¿Qué pensaría Mamá de todo esto? ¿Se sentiría orgullosa de mí? Supuse que habría guardado mis boletas de calificaciones por alguna razón que nunca me comentó. ¿Todas las madres lo hacen? ¿Incluso ahora? Pero a través de lo que Mamá había decidido guardar pude retrotraerme hasta esa época de mi infancia en la escuela primaria: mis maestras, mis amigos, los recreos, las formaciones matutinas en línea para cantar el Himno Nacional, las risas, las tareas; me sorprendió un poco comprobar que aún conservo amistades de ese tiempo que parece ahora tan remoto. Y Mamá guardó todo eso. Una pequeña cápsula de papel en el tiempo. Respiré profundo antes de pasar a la página siguiente. Las hojas tienen dibujos en el fondo, dibujos de bebés en colores pasteles, atenuados, y algunas leyendas: “Pesa”, “Mide”, “Color de los ojos”, “Cantidad de cabello”, “Color de la piel”; y la letra de Mamá, su caligrafía particular, los trazos que podría identificar en cualquier parte, anotando: «3,420 kg»; «55 cm»; «Grises»; «Abundante», «Clara». Tuve la visión de Mamá sosteniéndome en sus brazos. Las frases se empañaron por efecto de las lágrimas. Sí, comencé a llorar; no pude evitarlo. Pensé en Mamá, sentada junto a mi cuna, con el álbum abierto sobre sus piernas, escribiendo frases cortas mientras me lanzaba miradas de vez en cuando para verme mientras dormía.
                La otra página está dedicada a los regalos y las visitas. Está anotado: escarpines, una cuna grande, una canastilla, pañaleras, un corral, un portabebé, camisitas, monitos, adornitos para la cuna, teteros, álbum para fotos, interiores de colores, andadera, una cucharita y un tarrito de plata, abriguitos, un esterilizador, peluches; y después, bajo el título “Crecimiento del bebé”, descubrí que ya pesaba 10 kilos en el séptimo mes, y medía 76 centímetros. Más adelante, Mamá escribió que la cura del ombligo ocurrió el martes 19 de febrero de 1974, y la primera consulta médica fue el lunes 11 de marzo. Los datos iniciales se multiplican: la primera salida en carro fue el 19 de febrero; la primera vez que noté el sonido fue el 28 de mayo; mi primera sonrisa el 11 de marzo; me reí por primera vez el 12 de junio; luego, el 18 de junio, me moví solo, sin ayuda; ya en agosto podía sentarme sin apoyo; y en septiembre me puse de pie. Al final de la página, otro título: “Primeras palabras”, y sólo una frase: «Mamá», a los cuatro meses. Mi vista se empañó de nuevo. Por extraño que pareciera, sentí que de alguna manera todo aquello se transformaba en un inesperado mensaje de mi madre; un mensaje que me alcanzaba justo en el aniversario de su muerte. Si era una coincidencia o no, decidí creer que sus palabras me llegaban para hacerme saber lo que ella pensaba de mí, lo que le llamaba la atención de mi niñez y lo que cruzaba por su cabeza mientras escribía en el álbum que me alcanzaba más de 40 años después.
                Guardé todo lo demás de nuevo en las cajas, pero he decidido quedarme con el álbum “Nuestro bebé” porque siento que es una manera de sentir cerca a Mamá. Su caligrafía. Sus impresiones. Las manos que imagino acariciando esas páginas y que ya no pueden tocarme a mí. La sonrisa de Mamá. La mirada de Mamá. La fragancia del cuerpo de Mamá. Me pregunto si otras madres han hecho lo mismo, si se trata de algo bastante común. ¿Habrá otros hijos e hijas que hagan descubrimientos similares en la adultez? ¿Otros reencuentros salvando la distancia del tiempo? Dedos que se extienden hasta alcanzarnos en el presente. ¿Y las mamás actuales? ¿Llevarán un registro minucioso sobre sus recién nacidos? En una época saturada de inmediatez y tecnología, ¿se contentarán sólo con las fotos almacenadas en sus teléfonos celulares? ¿Tienen la paciencia para sentarse a escribir pequeñas notas alusivas al crecimiento de sus niños? Ojalá que sí. Porque sólo descubrimos el valor y el peso de estos paréntesis manuscritos cuando ya estamos grandes, cuando nuestras madres han partido, cuando sólo pueden hablarnos a través de las frases y palabras que han dejado escritas en algún viejo álbum para bebés.

4 de febrero de 2017

Carnet de la patria (1).




                Llegamos cuando todavía era de noche. Había una larga e irregular fila de gente apoyada contra la pared de la escuela. No sabíamos cómo interpretarlo: podía ser bueno, porque el barrio era peligroso y así nos refugiábamos en la multitud; o podía ser malo, porque eso indicaba que ya teníamos demasiadas personas por delante. José se estacionó junto a la acera, casi al final de la fila, y bajé el vidrio para preguntar si allí podíamos sacar el carnet de la patria. Un muchacho alto me miró con desdén y murmuró una respuesta afirmativa. Todos nos bajamos: José y yo de primeros, Carlos y Gigi después; ella se tardó un poco porque traía a la niña con ella, y eso significaba un bolso grande y un oso de peluche. Noté que había espacios en la fila, como si fuese un largo mensaje telegráfico con puntos y rayas. Al otro lado de la calle, la acera era un poco más alta; allí la gente estaba sentada formando pequeños grupos. Gigi preguntó si alguno de nosotros quería café y todos dijimos que sí.
                —Me levanté temprano —dijo ella— para hacer unas arepas y café.
                —Menos mal —dijo Carlos—, porque yo ando en blanco. Me levanté corriendo.
                —Tú siempre te levantas corriendo, marico —dijo José mientras reía.
                Me acuclillé junto a la pared y bebí un par de sorbos de café caliente. La noche era fría, justo antes del amanecer, pero eso iba cambiar en el transcurso de la mañana. El sol del trópico nos golpearía de frente. Resultaba inútil quejarse entonces por el frío, era mejor guardar esas lamentaciones para cuando arreciara el calor. La niña se sentó en la acera, cerca de mí, mientras Gigi le desenvolvía la arepa con cuidado, dejando la mitad dentro del envoltorio de servilletas para que no se ensuciara las manos. Una precaución estéril, pensé; los niños no están pendiente de esas cosas cuando tienen hambre.
                —¿Quedó café? —dijo Carlos.
                Me entretuve en fijar mentalmente el rostro del muchacho que nos precedía en la fila. Era importante prestar atención a estos detalles para evitar que se nos coleara algún improvisado. Vi sus botas sucias y la camisa de cuadros azules. El pantalón había pasado por muchas lavadoras. El muchacho conversaba con un par de amigos. Intuí que podían venir desde alguna población cercana porque tenían ese aspecto distintivo de la gente curtida del llano. Gente recia. Gente práctica. Gente sencilla. Gente pobre. Después el cielo comenzó a clarear por encima de las copas de los árboles. La mañana se nos echaba encima y ya la fila se había alargado detrás de nosotros. Quizás unas cincuenta o sesenta personas. Calculé que ocupábamos puestos rondando la centena. La entrada de la escuela donde tramitaríamos los carnets estaba casi al principio de la cuadra. Cuando el sol salió para iluminar la calle pude ver que la fila de personas ya alcanzaba el final de la cuadra y torcía en la esquina, perdiéndose de vista. Pensé que tal vez pudimos haber llegado más temprano, para tener un mejor puesto; pero la gente que estaba más allá de la esquina tenía menos posibilidades de entrar. Eso representó un triste consuelo. La hija de Gigi pidió agua con insistencia.
                —Bebe un poquito —dijo Gigi—; esto nos tiene que durar hasta que nos vayamos.
                —No estamos tan lejos —dijo Carlos—. Yo creo que antes de las diez deberíamos estar listos. Yo creo…
                Alargó el sonido de la “e” con un gesto entre pesimista y esperanzado. Todo era posible y dependía de la hora en que comenzáramos a ser atendidos. Una señora mayor, cruzada de brazos y parada detrás de José, dijo que el día anterior habían empezado a trabajar entre las ocho y media y las nueve de la mañana. José miró su reloj.
                —Son veinte para las siete —dijo—. Queda poco.
                —Primero dejan entrar a los de la tercera edad —dijo la señora, envuelta en un suéter amarillo—. Después pasan a los de este lado. Yo vine ayer. Hoy le estoy guardando el puesto a mi hijo.
                —¿Y el proceso es rápido, señora? —dijo Carlos.
                Ella torció los labios en un gesto afirmativo y dijo:
                —Sí… Lo que pasa es que se tardan más con las preguntas.
                —¿Con las preguntas? —dijo Carlos—. ¿Qué preguntas, señora?
                La mujer cambió el peso de su raquítico cuerpo hacia la otra pierna.
                —Ay, que si tienes perro, que si dónde vives, que con quién vives, que si perteneces a las misiones; lo de siempre, pues.
                Todos intercambiamos miradas de disimulado espanto, pero ninguno dijo nada porque la señora estaba muy cerca. José dejó caer su voluminoso peso contra la puerta del carro.
                —Ay, chiamo… —dijo.
                —Yo lo que quiero es café —dijo Carlos.
                El primero de muchos vendedores ambulantes apareció cerca de las siete de la mañana. Vendía café y cigarrillos detallados. Un vaso pequeño de café en 150 bolívares. Igual costo los cigarrillos. Otros vendían dulces o empanadas. Pensé en la facilidad que tiene el venezolano para resolver su situación económica a través de la informalidad. Hay que trabajar. Hay que producir. Pero una ayuda del gobierno nunca cae mal. Hay que estar con Dios y con el diablo, me dije en silencio. El sol se fue acercando a nosotros con lentitud, como una mano que se extiende palmo a palmo, y ya cerca de las 7:30 am nos alcanzó de lleno. Entonces comprendí por qué muchas de las personas estaban sentadas en la acera opuesta: desde allí guardaban su puesto en la fila sin permanecer bajo el sol fastidioso de la mañana. Nos unimos a ellos, siempre atentos al muchacho que iba delante de nosotros. Él y sus amigos.
                En la otra acera había menos formalidad en los lugares. Algunos se apoyaban contra las rejas de una casa. Otros se sentaban en el piso. La intuición general era que debíamos tener paciencia porque el proceso no sería rápido. Carlos se entretuvo haciendo unas llamadas por su teléfono celular. José fumaba. Gigi intentaba que su hija se mantuviera jugando cerca de ella. Saqué un libro de mi bolso y me puse a leer. Al fin, sobre las nueve de la mañana, apareció una camioneta con las siglas de la Guardia Nacional Bolivariana. Se apearon algunos uniformados y entraron en la escuela. La misma camioneta reapareció un par de veces más, trayendo algunas mujeres con un chaleco rojo. Eso es lo que pude ver desde donde estábamos. Al sacar la vista del libro presté atención a mi alrededor. Carlos volvía a hablar por su teléfono y le insistía a alguien para que fuese a buscarlo. La niña de Gigi jugaba con las hojas secas amontonadas junto a la acera. José deambulaba con las manos en los bolsillos de su pantalón. Y Gigi apretaba al oso de peluche contra su pecho y repetía una cantinela:
                —¡No juegues con tierra! ¡No te ensucies, coño!
                Esa misma frase se repitió a lo largo de la mañana hasta que pudimos entrar a la escuela. Pero antes, un agente de la GNB pasó caminando para informar que el sistema estaba caído y que debíamos tener paciencia. Paciencia. La larga espera. La espera eterna. Una burla pintada en la comisura de la boca. Me llené de preguntas tontas: ¿por qué no había sistema?, ¿cuál era el problema real con el sistema?, ¿por qué la deficiencia en una gestión tan básica? Pero eso me llevó a pensar en la supuesta ausencia de materiales para tramitar cédulas de identidad y pasaportes. Una negligencia generalizada, multiplicada, enquistada. ¿Por qué? ¿Por qué? Miré a la gente que nos rodeaba. De vez en cuando la multitud corría y ocupaba su lugar en la fila junto a la pared. Hicimos lo mismo las primeras dos veces, después nos quedamos sentados viendo cómo esa misma gente regresaba a la pared opuesta huyendo del sol. Eso se repitió muchas veces. ¿Qué los impulsaba a correr? ¿Cuál era el detonante sorpresivo que agilizaba sus pasos?
                Me concentré en sus expresiones faciales. A media mañana, cerca de las nueve, ya los rostros de la gente mostraban un cansancio soportado con paciencia, como si no hubiese otra opción. Una dádiva. Una ayuda. Un trámite engorroso. Para obtener ¿qué? ¿Qué significaba el carnet de la patria? Una nueva propuesta del gobierno lanzada con bombos y platillos. Una treta para desviar la atención de lo que era importante. Me concentré en sus expresiones faciales. Me concentré en la gente que nos rodeaba. Gente humilde. Gente pobre. Gente que hacía malabarismos para llegar al final del mes. Gente que se formaba en largas filas para obtener unos beneficios que debían ser reglamentarios bajo cualquier otro gobierno. Una guerra informativa constante donde se afianzaba la idea de que gubernamentalmente no se podía hacer más porque distintos factores y personajes maliciosos lo impedían: el imperio, la oposición, los apátridas, la burguesía, los terroristas, el fenómeno de El Niño, la sequía, las lluvias, el precio del petróleo, las grandes corporaciones multinacionales; siempre uno o varios o todos juntos a la vez, pero nunca la culpa es del mismo gobierno, jamás la responsabilidad es de ellos.
                Giré la cabeza hacia la derecha y presté atención a lo que decía una mujer joven sentada cerca de nosotros. Hablaba con otra muchacha, de pie junto a ella. Le decía algo sobre su hijo. Entendí que el padre del chico era un hombre bastante mayor, pero que ese viejo la había sacado al fin de su casa y la proveía de lo básico. Su mamá no estaba de acuerdo, se quejaba cada vez que podía, «pero, bueno, chama, eso es lo que hay». El meollo del asunto, comprendí luego, no era la edad de su marido sino la situación del niño en la escuela, porque había estado llegando al mediodía con mucha hambre, hasta que ella descubrió que en la escuela sólo les estaban dando una porción de arroz y caraotas negras para comer al mediodía. La muchacha estaba indignada. Detallé su aspecto, el maquillaje en su rostro, el movimiento de sus manos, el tono de su voz. Una muchacha con limitaciones. Una muchacha conformista. Una muchacha que no veía más allá del techo de su cabeza. Estaba seguro de que como ella había muchas, quizás allí mismo en la fila de gente sentada en la acera. Muchachas jóvenes, con una educación deficiente, con una cultura inexistente, intuitivamente seguras de que sólo a través del sexo podrían conseguir una mínima ventaja. Sentí lástima por ellas. Podían ser y conseguir muchísimo más.
                Al fin, cerca de las diez, una mujer salió de la escuela y habló en voz alta a los que estaban al principio de ambas filas. Les pidió más paciencia y que guardaran silencio en la medida de lo posible porque las aulas estaban llenas de niños recibiendo sus clases y era mejor evitar las interrupciones, los gritos y las distracciones innecesarias. Nos movimos con rapidez cuando observamos que los ancianos comenzaban a entrar con agilidad. Cada quien retomó su lugar en la fila, bajo el sol, y esperamos por veinte minutos hasta que poco a poco fuimos llegando hasta la puerta de la escuela. Allí, dos uniformados de la GNB nos indicaban otra fila de personas cerca de unos salones vacíos. Esa fila se adentraba por un largo pasillo techado entre dos estructuras similares de aulas estudiantiles llenas de pupitres.
                —Coño —dijo José—, al menos aquí no nos pega el sol.