23 de agosto de 2017

"Nuestro bebé".



                Detrás de las cajas de los libros, en el clóset, había dos cajas más que no recordaba haber guardado. El entusiasmo inicial se diluyó conforme abría esas cajas y me enfrentaba a su contenido. Eran viejos álbumes de fotografías, pañuelos de batista, recortes de periódico, una caja de costura llena de hilos y agujas, chequeras sin utilizar, cartas manuscritas de mis padres y, en el fondo, un álbum de bebé. Me senté en el piso para revisar todo con calma. La verdad es que no recuerdo haber guardado esas cajas. Luego de la muerte de mi madre, mientras Papá se iba un tiempo con mi abuela y mis tías, aproveché para vaciar el clóset de mi vieja y donar su ropa al geriátrico local; también saqué todo lo que hubiese en sus gavetas y mesas de noche. Lo hice de manera automática, sin detenerme a pensar mucho en ello, prestando poca atención al aroma que desprendía su ropa, el olor a crema humectante que flotaba en su baño, la cantidad enorme de pequeños objetos y detalles que resumían su vida con nosotros; lo que quería era anticiparme a una nostalgia que ya comenzaba a morderme en las esquinas. Por eso sé que fui yo quien debe haber guardado esas cajas, porque al mismo tiempo quise evitarle a Papá el dolor aumentado de mirar y tocar todo aquello que asociábamos con ella.
                Lo último que saqué de las cajas fue el álbum de bebé. Acaricié la tapa amarillenta y dura antes de abrirlo. En la portada, enmarcada en un óvalo de flores y ramas doradas, la frase: “Nuestro bebé”. En la primera página, sueltas, varias tarjetas pequeñas de felicitación, similares a las que se colocan en los ramos de flores. Nombres desconocidos que me felicitaban pocos días después de mi nacimiento. Una de las tarjetas tiene un alfiler con pequeñas marcas de óxido. En la siguiente página, la invitación a la boda de mis padres; un pliego de papel delicado, opaco, doblado en tres partes sobre sí mismo. Debajo, apiladas, las boletas de mis calificaciones del primer grado, del segundo grado, del tercer grado, del cuarto grado, del sexto grado; sólo faltaba la del quinto grado. La letra manuscrita de mis maestras junto a las notas recibidas. Sonreí al comprobar que fui un alumno de excelentes calificaciones. Leí las observaciones de mis maestras: «Te felicito. Eres un niño muy educado»; «Es colaborador, amable y buen estudiante»; «Le gusta indagar e interviene en el desarrollo de la clase»; «Conserva la postura correcta, es ordenado y limpio»; «Colabora y participa en las actividades del salón».
                ¿Qué pensaría Mamá de todo esto? ¿Se sentiría orgullosa de mí? Supuse que habría guardado mis boletas de calificaciones por alguna razón que nunca me comentó. ¿Todas las madres lo hacen? ¿Incluso ahora? Pero a través de lo que Mamá había decidido guardar pude retrotraerme hasta esa época de mi infancia en la escuela primaria: mis maestras, mis amigos, los recreos, las formaciones matutinas en línea para cantar el Himno Nacional, las risas, las tareas; me sorprendió un poco comprobar que aún conservo amistades de ese tiempo que parece ahora tan remoto. Y Mamá guardó todo eso. Una pequeña cápsula de papel en el tiempo. Respiré profundo antes de pasar a la página siguiente. Las hojas tienen dibujos en el fondo, dibujos de bebés en colores pasteles, atenuados, y algunas leyendas: “Pesa”, “Mide”, “Color de los ojos”, “Cantidad de cabello”, “Color de la piel”; y la letra de Mamá, su caligrafía particular, los trazos que podría identificar en cualquier parte, anotando: «3,420 kg»; «55 cm»; «Grises»; «Abundante», «Clara». Tuve la visión de Mamá sosteniéndome en sus brazos. Las frases se empañaron por efecto de las lágrimas. Sí, comencé a llorar; no pude evitarlo. Pensé en Mamá, sentada junto a mi cuna, con el álbum abierto sobre sus piernas, escribiendo frases cortas mientras me lanzaba miradas de vez en cuando para verme mientras dormía.
                La otra página está dedicada a los regalos y las visitas. Está anotado: escarpines, una cuna grande, una canastilla, pañaleras, un corral, un portabebé, camisitas, monitos, adornitos para la cuna, teteros, álbum para fotos, interiores de colores, andadera, una cucharita y un tarrito de plata, abriguitos, un esterilizador, peluches; y después, bajo el título “Crecimiento del bebé”, descubrí que ya pesaba 10 kilos en el séptimo mes, y medía 76 centímetros. Más adelante, Mamá escribió que la cura del ombligo ocurrió el martes 19 de febrero de 1974, y la primera consulta médica fue el lunes 11 de marzo. Los datos iniciales se multiplican: la primera salida en carro fue el 19 de febrero; la primera vez que noté el sonido fue el 28 de mayo; mi primera sonrisa el 11 de marzo; me reí por primera vez el 12 de junio; luego, el 18 de junio, me moví solo, sin ayuda; ya en agosto podía sentarme sin apoyo; y en septiembre me puse de pie. Al final de la página, otro título: “Primeras palabras”, y sólo una frase: «Mamá», a los cuatro meses. Mi vista se empañó de nuevo. Por extraño que pareciera, sentí que de alguna manera todo aquello se transformaba en un inesperado mensaje de mi madre; un mensaje que me alcanzaba justo en el aniversario de su muerte. Si era una coincidencia o no, decidí creer que sus palabras me llegaban para hacerme saber lo que ella pensaba de mí, lo que le llamaba la atención de mi niñez y lo que cruzaba por su cabeza mientras escribía en el álbum que me alcanzaba más de 40 años después.
                Guardé todo lo demás de nuevo en las cajas, pero he decidido quedarme con el álbum “Nuestro bebé” porque siento que es una manera de sentir cerca a Mamá. Su caligrafía. Sus impresiones. Las manos que imagino acariciando esas páginas y que ya no pueden tocarme a mí. La sonrisa de Mamá. La mirada de Mamá. La fragancia del cuerpo de Mamá. Me pregunto si otras madres han hecho lo mismo, si se trata de algo bastante común. ¿Habrá otros hijos e hijas que hagan descubrimientos similares en la adultez? ¿Otros reencuentros salvando la distancia del tiempo? Dedos que se extienden hasta alcanzarnos en el presente. ¿Y las mamás actuales? ¿Llevarán un registro minucioso sobre sus recién nacidos? En una época saturada de inmediatez y tecnología, ¿se contentarán sólo con las fotos almacenadas en sus teléfonos celulares? ¿Tienen la paciencia para sentarse a escribir pequeñas notas alusivas al crecimiento de sus niños? Ojalá que sí. Porque sólo descubrimos el valor y el peso de estos paréntesis manuscritos cuando ya estamos grandes, cuando nuestras madres han partido, cuando sólo pueden hablarnos a través de las frases y palabras que han dejado escritas en algún viejo álbum para bebés.