16 de diciembre de 2018

Mis domingos con El Nacional.



Era una rutina invariable: los domingos representaban la oportunidad de levantarme más tarde debido a cualquier fiesta a la que hubiese acudido la noche anterior. Mi familia era pequeña y ya estaban ocupados con el desayuno-almuerzo para el momento en que yo salía de mi habitación para buscar la primera taza de café. De vez en cuando rememoro esas comidas con una sonrisa de nostalgia. Vuelvo a vernos, alrededor del largo mesón del corredor, cada uno llenando su plato según su gusto particular: arepas, huevos fritos, tocinetas, caraotas negras, chorizos de ajo, jugo de naranja y café con leche. Esos domingos comíamos bastante y luego de organizar la cocina y lavar los platos, cada quien buscaba su rincón predilecto para leer los periódicos dominicales. Papá no escatimaba con ellos y en mi casa nunca faltaron durante cada fin de semana: El Nacional, El Universal, 2001, El Aragüeño, El Nuevo País, Tal Cual, El Siglo; además de los dos periódicos locales: El Nacionalista y La Prensa del Llano.

Ya sea por la posterior mudanza, por la enfermedad y muerte de mi madre y mi abuela, por el costo aumentado de los periódicos, por la censura, por los cierres consecutivos; en fin, sea por la razón que haya sido, esas lecturas de domingo no se efectuaron más, pero a mí me agrada recordarlas de vez en cuando, por lo que significaban, por lo que representaban, por lo que simbolizaban dentro de mi rutina del fin de semana. Papá solía acostarse en el chinchorro del corredor principal, frente a la puerta de la casa, con los perros echados en el piso, debajo de él. Mi abuela se acostaba en el otro chinchorro, en el corredor lateral, y mi madre se sentaba en uno de los sillones de hierro, junto a ella. Yo variaba el puesto, iba y venía, buscaba otra taza de café; pero lo que abundaba en esas tardes de domingo, después del desayuno-almuerzo, era el silencio de las lecturas simultáneas de mi familia.

Nos turnábamos los periódicos. Comentábamos las noticias. Sugeríamos ciertas lecturas. Nos levantábamos para beber agua o más café. Si cierro los ojos puedo escuchar de nuevo el rumor del papel al ser doblado para leer mejor algún artículo, o el inconfundible sonido al pasar de una página a la siguiente. Los dedos manchados de tinta. Papá levantándose del chinchorro para darle comida a los perros. Pero lo que más recuerdo es el silencio expandido en toda la casa porque cada uno estaba inmerso en una lectura diferente. No pretendo decir aquí que éramos una familia culta o bien leída, sólo intento recrear el placer de esos domingos con cada uno de nosotros ocupado en leer e informarse sobre lo que ocurría en el país y en el mundo. Era eso: nos gustaba estar informados. Por supuesto, de vez en cuando caíamos en el lugar común: Papá leyendo absorto las páginas deportivas de El Nacional y yo entretenido con las noticias culturales y literarias del Cuerpo C del mismo periódico. Porque debo agregar aquí que teníamos nuestras manías; por ejemplo, yo leía el periódico comenzando con el último cuerpo, es decir, leía desde la última página a la primera con los titulares. Papá, como ya dije, prefería el Cuerpo B, con los deportes, y el Cuerpo A, por las noticias nacionales y los artículos de opinión. Mientras eso sucedía, mi madre y mi abuela podían estar ocupadas leyendo las revistas de cada periódico y cruzando comentarios sobre las recetas de cocina que leían allí.

Hoy puedo decir que disfruté, que disfrutamos, de muchos domingos de calmada y silenciosa lectura. Y éramos una de esas familias que, obligadas a jerarquizar, hubiésemos preferido (y así nos tocó hacerlo, pero más adelante) siempre leer El Nacional por encima de todos los demás. Y no se trataba sólo de las lecturas dominicales, sino de los agregados, de lo tangencial, porque aún conservo la colección de música clásica y los CD de ópera que el periódico ofrecía por un precio adicional. Y los libros. No olvidemos los libros de El Nacional, en hermosísimas ediciones de tapa dura y con títulos imprescindibles de la literatura. Atesoro con cuidado una serie de narrativa hispanoamericana muy bien editada, tapa blanda, de 16 volúmenes. Lo que quiero decir, torpemente, es que El Nacional representaba la oportunidad no sólo de leer un periódico, sino de ampliar la cultura a través de múltiples colecciones y encartados que no podrían pasar desapercibidos. Eso quiero decirlo con claridad.

Estoy seguro de que muchos de ustedes tienen historias similares, recuerdos parecidos, o anécdotas que transitan el mismo camino. El Nacional formaba parte de nuestras vidas, de nuestras lecturas, de nuestras opiniones, de nuestras diferencias. Ningún periódico debería cerrar, por razones económicas o de censura. Justo anoche vi la película The Post, con Meryl Streep haciendo el papel de Katharine Graham, la poderosa editora de The Washington Post, durante la toma de decisiones para publicar lo que luego denominarían Los Papeles del Pentágono. Y fue como mirarme(nos) en un espejo. La censura. Las estratagemas políticas. Las decisiones judiciales. El olfato periodístico para intuir las noticias. La ebullición interna de un periódico en su lucha por informar y decir la verdad. Quizás asumo una postura idealista (sí, es mi karma), pero se me aguaron los ojos hacia el final de la película. Pero también pesa mi yo realista: Miguel Henrique Otero no es Katharine Graham, ni El Nacional es The Washington Post. Eso sólo sucede en mi cabeza.

Ahora proliferan las ediciones digitales, las tabletas, los teléfonos celulares, y si bien es cierto que no tengo nada en contra de esos avances tecnológicos, al mismo tiempo debo reconocer que una parte de mí añora y quisiera volver a disfrutar de aquellos domingos silenciosos de feliz lectura de periódicos, de dedos manchados de tinta, de multiplicidad de opiniones, de noticias contrastadas, de artículos y notas interesantes, de revistas y horóscopos fallidos. Soy un nostálgico, forma parte de mi naturaleza. Hoy lamento el cierre de El Nacional, pero esa misma parte idealista o ingenua (que ustedes tendrán que disculpar) prefiere creer que vendrán tiempos mejores y menos filosos para el periodismo venezolano. El Nacional se queda conmigo, entre mis recuerdos, con mis sonrisas y en mis relecturas de todos esos libros que alguna vez alguien tuvo la brillante idea de ofrecernos por un monto adicional que a nadie empobrecía. Me quedo con eso. Es mi escogencia puertas adentro.

12 de diciembre de 2018

Fisonomía.





―¿Qué haces?
―Tomándote una foto. ¿No puedo?
―No. No me gusta.
―¿Por qué? Me gusta tomarte fotos. Sales bien.
―No. No me gusta. No soy fotogénico. Siempre salgo mal.
―Si yo la tomo, no; vas a ver que saldrás bien.
―Dije que no.
―Mira… ¿Te gusta?
―No. Te lo dije: siempre salgo mal.

10 de diciembre de 2018

Bolsa de tomates.



Era una figura difusa en la comisura de mi ojo derecho. Avanzábamos por la misma acera y en la misma dirección. Yo iba ocupado con las correcciones mentales de una crónica que debía haber entregado el día anterior y ella se esforzaba por cambiar de mano la enorme bolsa que llevaba. Su paso era lento y tal vez podría haberla visto antes si hubiese prestado atención, pero entretenido como estaba en decidir si agregaba o quitaba un párrafo final, la verdad es que pasó a formar parte del paisaje callejero sin que le diera una segunda mirada. Debido a su paso lento, supongo que la alcancé con rapidez. En el momento en que pasaba junto a ella, la bolsa se rompió y varios vegetales de distintos tamaños rodaron por la acera. Fue una reacción instintiva: me detuve a su lado y me agaché para recoger lo que pudiera mientras escuchaba que la mujer se quejaba en voz baja. Luego nuestras miradas se encontraron.

En el estallido de un relámpago retrocedí a una mañana olvidada de mi adolescencia, luego de haber tocado un timbre, emocionado porque iba a ver a R., mi amigo del liceo, mi primer amor platónico; en el tiempo de un segundo volví a contemplar la luz matinal en el jardín y el oblicuo rayo de sol que caía sobre el umbral de madera, justo antes de que ella abriera la puerta, me observara con detenimiento, me escuchara preguntar por su hijo y, todavía con la mano en el picaporte, sin alzar el tono de voz pero con un acento que no dejaba espacio para confusiones, me pidiera que no regresara ni buscara más a R. La expresión facial convertida en una piedra. El tono de voz contundente. La barbilla alzada durante las últimas palabras. La impresión de estar frente a una mujer decidida y resuelta que en ningún momento gritó ni se expresó con frases groseras, pero segura de que su mensaje había llegado con claridad, sin confusiones de ningún tipo.

Terminé de recoger los tomates mientras ella me agradecía con frases entrecortadas y decía que las bolsas ya no eran tan confiables como antes. Permanecí mudo y me incorporé antes de tenderle la mano para ayudarla a levantarse. Nunca le comenté a R. sobre aquel encuentro matinal con su madre, sobre aquellas palabras filosas que pretendían poner fin a nuestra amistad del liceo, y, por supuesto, jamás regresé a esa casa, optando por reunirme con él en otros sitios menos antagónicos. Durante un par de segundos su mirada y la mía volvieron a tropezarse. La miré con la misma determinación con la que ella alguna vez me había mirado a mí, pero ese rostro adusto del pasado ahora se arrugaba en una sonrisa mezclada con pena y agradecimiento. Me pregunté si podría haberme reconocido, si habría recordado sus palabras agrias de aquella lejana mañana a través del tono de mi voz o de los gestos pausados de mis manos, pero nada en la curvatura de su boca me dejaba adivinar sus pensamientos. Le pedí que tuviera más cuidado, quise devolverle la sonrisa y no pude.

Me alejé de ella sin volver la mirada, sin preguntarme si no hubiese sido mejor ayudarla a llegar a donde iba con su bolsa rota llena de tomates. Pensé en R., tan lejano ahora y con quien al final tuve un breve romance adolescente. Respiré profundo y decidí que muchas veces nos desviamos de un trayecto lineal mediante un breve retroceso sin que nos percatemos de ello, sólo cuando ya es muy tarde y miramos de frente una puerta de madera que se cierra en nuestras narices, sin violencia y sin estrépito. Una puerta de madera sobre la que cae un rayo de sol oblicuo y tibio. Una puerta de madera que debería permanecer cerrada para siempre, a pesar de las bolsas rotas, los tomates regados en una acera y el rostro avejentado de una mujer que ni siquiera nos recuerda.

22 de noviembre de 2018

Close Up.



Algunos amigos me piden participar en un cortometraje que grabarán para cierta asignatura de su carrera de Comunicación Social. Yo digo que sí de inmediato, sin preguntar mucho. El día acordado, hoy, nos reunimos en una plaza cerca del edificio donde vivo. Ellos se muestran muy entusiasmados por el proyecto, por la idea que desarrollarán, por la llegada del camarógrafo, por el sol vespertino, por la asistencia de todos los rostros anónimos a quienes pidieron ayuda, por la sonrisa colectiva. A cada uno de nosotros le toca interpretar una acción. Por supuesto, a mí me toca hacer de “lector”; es decir, me grabarán haciendo una lectura, una escena espontánea, natural, en un sitio público. Se trata de algo que durará muy poco, me aseguran, representaré un personaje en medio de la tarde, del bullicio, de otros muchos rostros desconocidos que cruzan por el lugar; y luego, durante la edición, ensancharán mi parte para ensamblarla junto a otros personajes y rostros en un interesante rompecabezas audiovisual.

Poco antes de las 4 pm, una de las chicas se acerca para arreglar mi cabello y eliminar el brillo de mi cara. Yo me dejo hacer, sentirme mimado, jugar a participar en algo fuera de lo corriente, mi inspiración literaria inflamándose de inmediato. Luego el camarógrafo y el director me sugieren un par de posturas en un banco de la plaza. El murmullo de la gente, el rumor de las palomas, la brisa de la tarde, la luz oblicua del sol, el libro abierto sobre mis piernas, la incomodidad de la cámara frente a mi rostro, la voz baja del muchacho que dirige mientras ajusta instrucciones con su ayudante. Luego eleva el tono para pedir silencio a las personas que nos rodean. Me mira. Se concentra en mí. Sostengo su mirada. Pregunta si estoy cómodo, si me siento bien. Asiento con rapidez, enmudecido, asustado por la novedad.

—Bien —dice él—. Hagamos silencio, gente… ¡Grabando!

Bajo la vista hacia el libro para intentar concentrarme en una lectura ficticia, pero en mi mente se enciende un relámpago. Por extraño que suene, lo único que visualizo es el rostro de Gloria Swanson transformada en Norma Desmond, en la película Sunset Boulevard, en aquellas escenas finales, mientras baja por la enorme escalera de su mansión y es grabada por las cámaras de los estudios de televisión para sus noticieros de la noche. Aquella actriz del cine mudo que no supo hacer la transición al cine sonoro. Y William Holden. Y Cecil B. DeMille. Toda mi imaginación desbocada.

—Está bien —dice el muchacho que dirige—. Vamos a filmar con otro ángulo.

La misma chica de antes se acerca para arreglar algunos mechones de mi cabello que se han desordenado con el viento. Intercambiamos una sonrisa. El muchacho que dirige quiere saber si estoy bien, si prefiero cambiar de postura. Niego con un movimiento de la cabeza.

—¿Seguro? —dice—. Te ves un poco tenso… Relájate. No estamos en Hollywood.

Se me escapa una sonrisa y él la imita. Hago una profunda inspiración.

—Dime algo: ¿te gusta el café?

Mi sonrisa se ensancha de inmediato, de forma involuntaria.

—A mí también —dice él—. Te propongo algo: hagamos otro par de tomas y luego te invito a un café… ¿Qué me dices? ¿Un café?

Asiento con otro movimiento rápido de la cabeza, sin perder la sonrisa.

—Perfecto. Todo está saliendo bien, relájate. Piensa en ese café que nos tomaremos… ¿Cómo te gusta? No, no me lo digas… Imagínatelo. ¿Listo?

—Sí. Listo.

—Okey… Silencio… ¡Grabando!

En lugar del café, mi imaginación divaga de nuevo hacia la actuación de Gloria Swanson, hacia la magia del cine, hacia el desdoblamiento que hacen los actores en las películas, hacia el juego de atreverse a ser otro en cada escena; también pienso que algo similar hago yo con los personajes sobre los que escribo en el silencio de mi estudio; pero allí me salva la separación que tiene el grosor de cada página, como un biombo inmaculado, una máscara de papel, una tenue brecha de frases y palabras que me protege de cada conversión literaria. La impostura. La ficción. El riesgo de meterse bajo la piel de los demás, aunque no sean más que personajes cobrando vida en una página de papel en blanco. Hasta que esa voz me devuelve a la realidad.

—¡Listo! —Su mirada fija sobre mí cuando levanto los ojos—. ¿Entonces? ¿Nos tomamos ese café?

21 de septiembre de 2018

Hilos vitales.




Hay gente que recuerda bien la mayor parte de su infancia, sus juegos, la gente con la que trató, los sitios que solía visitar o los regalos que recibió, pero yo conservo muy pocos episodios de esa época. Era un niño introvertido y retraído que instintivamente trataba de pasar desapercibido. Hasta la mitad de la adolescencia no comprendí que mi abierta homosexualidad me empujaba hacia un ostracismo que pretendía protegerme de burlas y bromas desagradables; pero aparte de eso, de todo lo que hay en esa gaveta en particular, cuando retrocedo hasta mi infancia y mi tiempo escolar, emergen ciertos rostros y nombres que me sacan algunas sonrisas. Pienso que tal vez por vivir en un pequeño pueblo lejos de Caracas resultaba más fácil que esos rostros y esos nombres formaran una constante a través de los años. No se trataba de que siempre estudiara con los mismos compañeros, porque cada año nos rotaban basándose en la edad o quién sabe en qué parámetros, pero había ciertas constantes en medio del cambio. Hembras y varones. Estudiantes que parecían ajenos a lo que yo representaba a simple vista (un niño afeminado y mudo) y buscaban hacerse mis amigos, sin ofrecer explicaciones, porque sí, y ya. Tampoco recuerdo que mis maestras me dieran un trato especial. Cuando echo la mirada por encima del hombro, puedo sonreír con bastante nostalgia al verme de nuevo dando carreras y riendo a carcajadas por los largos pasillos de la Escuela Básica República del Brasil.

Ignoro cómo me veían ellos, mis compañeros de salón, o por qué escogían tratarme si era tan diferente a ellos; pero creo que los niños no suelen detenerse a pensar en estas cosas mundanas de las etiquetas y el qué dirán y prefieren concentrarse en la empatía natural de los primeros años. Allí están. Quizás no todos, pero sí los suficientes como para hacerme creer que a pesar de mis reservas instintivas, no todo fue tan malo. A mi edad actual, confieso que se siente un poco extraño mirar de frente esas escenas y esas caras y esos apellidos, porque entonces no éramos más que simples apellidos en una lista. Y me parece maravilloso que esa gente se mantuviera cerca o lejana, pero constante, firme, con el paso de los años. Se siente raro decir ahora que uno trata amigos con quienes estudió a los 7 u 8 años en la escuela primaria. Pero yo lo hago. Tampoco sé si la gran mayoría, en el presente, me recuerda a mí con el mismo afecto. Yo identifico sus idas y venidas, regados por el mundo, padres y madres de familia, incluso abuelos ya; pero a mí me basta con mis recuerdos, difuminados por el tiempo transcurrido desde entonces.

Si me han seguido hasta aquí, me gustaría que pensaran ahora en una telaraña. Sí: una telaraña. Y sostengan esa idea, por favor.

El paso de sexto grado al primer año no fue tan diferente a todo lo anterior, lo único que cambió fue el color de la franela. Es cierto que seguía siendo un muchacho retraído y más afeminado, pero mis compañeros de clase no se detuvieron ante eso. Más o menos en esa época comenzaron los silbidos y los chistes malos, las bromas pesadas de los varones que se burlaban de mí queriendo atraer la atención de los demás, pero siento que lo bueno pesa más que lo negativo. Hice más amigos. Reí más. Alterné con más muchachos y muchachas que me ofrecían una amistad genuina. Y a ellos también los recuerdo con afecto. Luego vino la mudanza del tercer año al cuarto año de bachillerato, en el modo diversificado, y era un lugar muchísimo más grande y complejo. Ya más o menos por ese tiempo, supongo, mi vieja comenzaría a preocuparse por mí, por mi espontánea condición de homosexual, y, como cualquier madre, especulo, se inquietaría por el dolor que pudiera sufrir más adelante en la vida. Pero nunca me lo dijo. Eso lo interpreto de manera retrospectiva. Pero si de algo no tuvo que preocuparse mi vieja fue por la ausencia de amigos. Iba y venía, salía y entraba con uno, dos, tres o más compañeros del liceo que solían visitarme o con quienes frecuentaba fuera de mis horas de clases. Lo cierto es que como si se tratara de pequeñas galaxias, mi universo se iba ensanchando cada vez más, con los amigos de los amigos, los parientes de los amigos y los amigos de mis parientes. Enormes constelaciones que colisionaban entre sí y expandían las fronteras de mi mundo. 

¿Recuerdan la telaraña que les mencioné antes? Bueno, ahora imagínenla un poco más grande.

La universidad estaba a la vuelta de la esquina, tanto en Caracas como luego en Valencia. Hice más amistades, por supuesto. Ya había dejado atrás el primer amor adolescente y las decepciones iniciales de algunos amigos, pero no me pesaban tanto como lo creía en esa época. A las amistades universitarias se sumaron sus respectivas familias, los profesores, el personal administrativo, los obreros, los primos de los amigos, las novias o los novios de mis compañeros de clase, porque si bien es cierto que una parte de mí seguía resbalando hacia el ostracismo y las lecturas silenciosas, otra parte de mí se había vuelto expansiva y curiosa, tratando a todos aquellos que se me atravesaban, haciéndoles preguntas, preocupándome por sus problemas o alegrándome por sus celebraciones. Recuerdo que la Coordinadora Académica de la universidad, con quien tuve una íntima amistad, solía decirme que era un chico muy precoz y yo no sabía cómo responder a eso sin sentirme incómodo o fuera de lugar. Toda esa gente, sus caras y sus nombres, se sumaron como puntos luminosos al brillante firmamento en que se sostenían mis relaciones emocionales. 

Ahora volvamos a la telaraña del principio, si es que todavía siguen allí. Me gusta esa imagen, esa manera de incorporar las amistades y las encrucijadas y los amores en una vasta red de hilos que se cruzan y entrecruzan en distintos puntos. Las amistades. Los amigos. La familia que uno escoge fuera de la sangre. Una enorme telaraña con puntos equidistantes. Allí también están los hombres y mujeres con quienes trabajé después en Caracas; y las amistades literarias que hice a través de los talleres de narrativa, los autores que fui conociendo y tratando, y, por supuesto, sus familias o sus amistades alrededor de ellos. La gente con la que solía beber, bailar e ir a fiestas. Incluso mis vecinos, no nos olvidemos de ellos. Pienso que desde la escuela primaria, tal vez desde el jardín de infancia, mi vida se ha reelaborado constantemente encima de una delicada pero fuerte telaraña que se expande en múltiples direcciones. Sí, claro, aquí y allá hay algunos hilos sueltos, los amores frustrados, los conocidos que se convirtieron en simples callejones sin salida, la gente estéril que casi nunca aporta algo valioso; pero prefiero mirar mi telaraña con hilos más fuertes que pasan por encima de esos puentes rotos que incluso así, porque es así, forman parte de mi ancho tejido vital. 

Yo creo que se trata de una idea interesante. Inténtelo ustedes. Hagan memoria. Miren a su alrededor. Echen un vistazo a sus contactos en las redes sociales. ¿Cuántas amistades del pasado hay entre ellos? ¿Cuán atrás pueden seguir cualquiera de los hilos en sus telarañas particulares? ¿Y no les asombra cómo a veces unas telarañas se cruzan y se mezclan con las otras? Yo me siento orgulloso de los amigos que he hecho a lo largo de mi vida. Gente con la que podría cruzarme en la vida real o en los ámbitos digitales y sonreír ante el recuerdo que surja de uno u otro lado, esa memoria compartida que provoca sonrisas inmediatas, añoranzas alegres o tristes que se han transformado en puentes sólidos que conforman un mapa existencial dibujado con pequeños hilos plateados. De verdad, inténtelo: echen una mirada a sus telarañas individuales y siéntanse seguros de contar con esa red de salvación emocional que, lamentablemente, no todos pueden decir que reposa bajo sus pies.

9 de julio de 2018

"El mapa de las cicatrices" (Fragmento).



           


            —Ya se durmió —dice Irene—. ¿Quieres más café?
            —Sí, por favor —dice Roberto.
            Ella cruza la sala del apartamento al emerger desde el pasillo que conduce a las habitaciones; sigue hablando en voz alta al llegar a la cocina, de espaldas a él, mientras prepara la cafetera.
            —Dime algo. ¿Y ahora qué vas a hacer?
            —Pues, no lo sé; llegar a Londres, hablar con Marcos; después, veré.
            —¿Cómo está Marcos? —quiere saber ella—. Debe ser un hombre ya.
            Roberto sonríe antes de bajar la mirada.
            —Espero que sea un mejor hombre que su progenitor.
            Irene ríe con una carcajada rápida al tiempo que lleva las tazas de vuelta a la cocina.
            —No recuerdo sobre el azúcar. ¿Sí? ¿No?
            —Un poquito —dice Roberto—. Ya a mi edad…
            Irene vuelve a reír.
            —Tonto. Te conservas muy bien. De verdad. Una vez le comenté a Juancho que de todas nuestras amistades del liceo, sólo nosotros nos veíamos igual. Es extraño, ¿no? Casi todos han engordado o se han descuidado. No entiendo eso.
            —Ah, pero es que tú llevas una dieta mediterránea. Haces trampas. Allá en Venezuela tienen que comer lo que se consiga.
            Irene regresa con las dos tazas llenas y humeantes. Coloca una frente a Roberto y conserva la otra en la mano derecha mientras se sienta en el sofá junto a él.
            —No, ahora en serio: no sabes cuánto me alegré cuando pude lograr que mi hermana se viniera con el esposo. Ya con dos bebés la situación estaba muy difícil para ellos. Lo que ella me cuenta es increíble. Parece que es más complejo de lo que se dice en los periódicos o en la televisión.
            Roberto da un sorbo a su taza, con cuidado para no quemarse.
            —Lo siento —dice Irene—. ¿Está muy caliente? Es la costumbre.
            —Yo nunca me acostumbré. Prefería ponerle leche fría de la nevera. Y beberme un vaso. Esto de las tazas siempre me pareció un asunto de señoras mayores. Bueno…
            La mirada que lanza a Irene es retadora, juguetona, lateral. Pero ella lo ignora.
            —¿Café frío? —dice Irene.
            Ella arruga la cara y mira su propia taza. Sopla un poco antes de beber.
            —Bueno —sigue Irene—, no debería extrañarme. Es muy típico de ti. Hacer siempre las cosas de forma diferente a los demás.
            Roberto sonríe y alza las cejas.
            —¿Esa es una manera muy sutil de llamarme rebelde? —dice—. ¿O jodedor? Muy chistosa… Nah, es cuestión de gustos. Eso es todo. No hay nada raro en eso.
            Luego agrega:
            —A Juancho también le gustaba así… Hasta ahora no he conocido a nadie que lo beba frío; o sea, que prefiera beberlo no caliente, quise decir.
            Irene mueve la cabeza en un gesto negativo.
            —Me hubiese gustado hablar de nuevo con él, ¿sabes? No recuerdo cuándo fue la última vez que pudimos conversar por teléfono. De vez en cuando leía sus estados en Facebook y los comentaba, pero más nada… Fue un golpe duro. Muy duro.
            —Sí —dice Roberto—. Te entiendo. Pero todos vamos en esa dirección; claro, unos van más rápido que otros. Yo estoy viviendo tiempo prestado. Ya tengo las maletas listas.
            Irene lo mira con atención mientras bebe otro sorbo de café, luego chasquea la lengua con un gesto de reproche en la mirada.
            —¿Quieres leche? Puedo prepararla rápido.
            —No, bella, tranquila. Así está bien. Es mejor que vaya acostumbrándome. No creo que en Londres me vean con buena cara cuando pida un café frío. Además, el clima no me ayudará tampoco. Café frío en Londres, ¿te imaginas? Uy, ¡qué cutre!, dirá la gente. Y aquellas viejas inglesas con las narices respingonas y la boca fruncida.
            Irene no puede evitar la imagen mental de lo que describe Roberto y se ríe con él antes de preguntar:
            —¿Y de verdad piensas quedarte viviendo allá?
            —No lo sé —dice Roberto—. Tengo muchas cosas que hablar con Marcos antes de tomar una decisión. No quiero presionarlo.
            —Es tu hijo. Él entenderá.
            —No se trata de eso. Desde que era un chamo he intentado enseñarle a ser independiente, a valerse por sí mismo, a no esperar nada de los demás… Tú sabes. Uno intenta pasar la información, las claves para ganarle algunas partidas a la vida. Algunas.
            —Bueno… Vive solo. Parece que lo ha logrado. Yo pienso mucho en eso con respecto a Hélène. Jean-Luc dice que me preocupo demasiado, que son otros tiempos muy diferentes, pero yo igual me inquieto pensando en su futuro.
            —Él antes vivía con unos primos —dice Roberto—, pero ahora ya consiguió un piso para él solo. Es algo tipo estudio, según entendí.
            Irene deja su taza encima de la mesa y pregunta:
            —¿Y ya sabe que vas en camino? ¿O es una sorpresa?
           —Hmmm… Más o menos. Le dije que podía visitarlo esta semana. Pero no quise explicarle porqué. Prefiero hablarlo en persona. Es por Lolia. Querrá saber qué fue lo que pasó. Tampoco sé si ya habló con ella.
            Irene se inclina un poco hacia Roberto antes de cruzar sus piernas y sentarse sobre ellas, como una antigua cuentista oriental.
            —¿Y ella?
            —¿Ella?… Ella está bien. Te mandó saludos —dice Roberto con una sonrisa.
            —No seas tonto. Me refiero a cómo lo ha tomado.
            —Bastante bien, dadas las circunstancias. Al menos no llevará luto por mí.
            Irene se inclina y golpea el hombro de Roberto.
            —Tú no cambias. Es en serio, chico.
            —Bueno, es en serio. ¿Qué quieres que te diga?
            —No tienes remedio.
            —No. Para qué. Ya estoy muy viejo para eso.
            Irene respira profundo y lo mira fijamente.
            —Me sorprendió mucho tu llamada. Fue una bomba. No lo esperaba.
            —Ah, caramba… ¿Te incomodo?
            —Estoy hablando en serio, Roberto. No seas así.
            —¿Así, cómo? Sonó como si te incomodara.
            —Para nada. Es sólo que no esperaba escuchar tu voz al otro lado del teléfono. Fue… No sé cómo explicártelo. Fue una sorpresa. También porque había estado pensando en Juancho. Lo he recordado mucho últimamente.
            Roberto se concentra en su taza de café y bebe un sorbo, ya sin cuidado. Bebe otro sorbo. Pasea la mirada por las pequeñas reproducciones pardas que cuelgan en la pared frente a ellos. Parecen unas litografías diminutas e inacabadas. Luego gira el torso para enfrentar a Irene y alza las cejas en una muda pregunta, como si no recordara en dónde había quedado la conversación. Parpadea y parece retomar el hilo.
            —Es normal —dice él—. Ustedes eran muy amigos. Lo eran, ¿no? ¿Todavía?
            —Quiero creer que sí. Aunque ya no hablábamos como antes. Pero había un vínculo especial entre nosotros. Desde que estábamos en el liceo. Tú lo sabes. Eso nunca cambió. Ni siquiera durante la época cuando estuvimos distanciados, cuando yo me había ido a Caracas, a la universidad, y comenzamos a discutir… por ti, ahora que lo recuerdo.
            Roberto coloca la taza casi vacía sobre la mesa y voltea a mirar a Irene.
            —¿Por mí? ¿Qué tengo yo que ver en eso?
            Irene alarga una sonrisa que brilla en sus ojos.
            —Tú sabes muy bien de qué estoy hablando… ¡No puede ser! ¿En serio lo olvidaste? Qué loco. Peleábamos por ti.
            Roberto aparta la mirada y alza las manos en el aire, como para defenderse de una acusación invisible.
            —Bien bueno, pues; lo que me faltaba. El rompecorazones. No me jodas, Irene.
            Ella se revuelve en su esquina del sofá sin dejar de sonreír.
            —¡Es en serio! No me digas que no lo sabías. No me lo creo. Juancho tiene que habértelo dicho. Y tú tienes que haberte fijado en eso. ¡Por favor! No te hagas el loco.
            —No, señor; ustedes y sus peos. A mí no me mezcles en esas vainas.
            Irene fija la vista en un punto indeterminado del techo y dice:
            —Qué locura, ¿no? Éramos unos chamos apenas. Teníamos tanto por delante y ya sentíamos el peso de las emociones con tanta intensidad. Sí, éramos muy intensos para la edad que teníamos…
            —En eso sí estamos de acuerdo… Coño, es que eran intensos. Muy intensos.
            Irene le devuelve la mirada a Roberto.
            —Éramos intensos, sí. Porque éramos diferentes. Quizá precoces. Tal vez sea eso. Y tú tampoco ayudabas mucho. Qué flechazo sentí por ti… Lo que nunca imaginé fue que Juancho también sintiera lo mismo. Eras un tipazo.
            Irene ríe con complicidad mientras comparte sus recuerdos. Los revive.
            —Ah, o sea —dice Roberto fingiéndose ofendido—, ¿que ya no lo soy?
            Irene ríe con mayor amplitud ahora, cómoda. Juguetona, casi.
            —Sí, todavía eres un tipazo…
            Y luego los dos, al unísono:
            —¡A tu edad!
            —A mi edad.
            La risa de Irene es contagiosa y Roberto sonríe.
            —Pues, sabrás que me echan mucho los tejos en Barcelona.
            —¿Los tejos? ¿Cómo así?
            —Bueno —explica él—, que me piropean en la calle. Todavía.
            —¿Ah, sí? Mira, tú… Y todavía te quejas.
            Roberto se inclina para agarrar la taza y beber lo último que queda del café. Lo saborea con gusto, lo retiene un momento en la boca y luego lo traga. Chasquea la lengua antes de seguir:
            —Y no son señoras, te cuento.
            —No, me imagino que no… —dice ella, y luego, pensándolo mejor—: ¿Fue por eso que te separaste de Lolia?
            Roberto se queda callado e Irene insiste:
            —¿Es por eso? ¿Estás con alguien más? ¡Cuenta, cuenta! ¡Chismea!
            Ella vuelve a sonreír como si intercambiaran confidencias adolescentes.
            —No, vale, nada que ver. Nos separamos porque ya no funcionaba. ¿Qué más se le podía pedir a esa relación? Lolia es muy… Lolia. Es una mujer difícil. Bueno… yo tampoco soy muy fácil que digamos.
            —Exacto. Te lo iba a decir. Quizá los dos han cambiado mucho. Es lógico.
            Roberto baja la mirada hasta el plato de porcelana con la taza moteada y juega con la cucharilla de metal. Durante un intervalo sólo se oye el tintineo del metal contra la porcelana.
            —Puede ser. ¿Y tú? ¿Y ustedes?
            —¿Qué? ¿Te refieres a Jean-Luc?
            Ella cambia de posición sin bajar las piernas del sofá. Sigue:
            —Jean-Luc es todo lo que pude haber buscado en un hombre. Él es mi faro. Él es mi estabilidad. Sin Jean-Luc no estaría hoy aquí.
            —¿En París?
            —No, chico; me refiero a aquí, a este momento de mi vida.
            La mirada de Irene vaga hacia el pasillo que conduce hasta las habitaciones, el sitio donde duerme su hija.
            —Jean-Luc es como una cuerda que me sujeta a la tierra. Con él me siento segura. Sí. Con él me siento muy segura.
            Roberto arquea las cejas.
            —¿Tan predecible es el carajo?
            Irene sonríe y lo mira con reproche.
            —No seas malo, Roberto. No es así. Yo sé que la diferencia de edad se presta para muchas especulaciones, pero no es como tú piensas. Entre nosotros la edad no tiene importancia.
            —¿Cuánto se llevan?
            Irene intuye que su curiosidad es genuina.
            —Quince años. Jean-Luc me lleva quince años. Pero es un tipazo.
            —Hmmm… ¿Como yo?
            Ella ríe. Su risa es espontánea.
            —Bueno, un tipazo de otro estilo. Pero es un tipazo.
            Hay una pausa entre ellos. Una pausa que se extiende por encima de las tazas vacías y el silencio del apartamento y el tintineo de la cucharilla contra el plato de porcelana. A lo lejos, a través de la ventana abierta, llega el eco de unos niños gritando y riendo. Es un sonido vago e ininteligible. Un ruido infantil.
            —Creo que encontré a Jean-Luc —dice ella— cuando me tocaba. Estaba cansada de perder el tiempo con hombres que no me entendían. Jean-Luc me tiene mucha paciencia. Y me quiere como soy.
            —¿Y cómo eres?
            —Tú lo sabes.
            —No, no lo sé.
            —Sí, sí lo sabes. Tú me conociste cuando era una muchachita brincona que saltaba de un lado al otro. Era muy inconforme con todo. Buscaba algo. A Jean-Luc, quizá. Lo buscaba en otros hombres. Lo buscaba a través de otras experiencias. Pero él es el hombre con quien debo estar. Llegué. Lo encontré. No fue fácil. Pero lo encontré.
            Roberto la mira de soslayo, una visión socarrona:
            —Coño, Irene, escucharte es como escuchar las pendejadas de Juancho. ¿No crees que estás mayorcita para tanta cursilería? Digo yo, no sé. La vida es muy sencilla, pero ustedes escogen complicársela. Una y otra vez. No sé. O será que yo escogí la vía más práctica. Si no funcionó, no funcionó, y punto.
            Irene sostiene su mirada. Hay un relámpago de emociones superpuestas que inicia con un desdén mal disimulado y finaliza en una curiosidad inesperada. Irene quiere saber:
            —¿Es eso lo que le dirás a tu hijo? ¿No funcionó y punto?
            Él encoge ligeramente los hombros y une las yemas de los dedos. Aprieta los labios y los empuja hacia afuera, como si señalara algo indefinido. Asiente con la cabeza, en silencio, pero es un gesto egoísta que no tiene nada que ver con ella. Ya no juega con la cucharilla de metal.
            —Marcos no es estúpido —dice él—. A estas alturas ya sabe que las vainas entre su mamá y yo jamás van a funcionar. Eso lo hicimos al principio. Era otra época. Eran otras expectativas. No había mucho de dónde escoger.
            Irene respira profundo. Su inspiración recoge el silencio que Roberto deja colgando sobre las tazas vacías encima de la mesa.
            —No te molestes conmigo —dice Irene—. No era mi intención molestarte. Sentí curiosidad, eso es todo.
            —No, no me molesto; sólo que no veo razones para hablar de eso. Ya pasó. Hay que concentrarse en el futuro. Dime algo: ¿ya conseguiste todas las respuestas que buscabas? Porque yo no tengo ninguna que valga la pena. O sea, si tienes alguna para compartir, digo…
            Irene se incorpora con lentitud, sin cruzar sus ojos con los de Roberto. Levanta las tazas vacías y camina hasta la cocina mientras habla con un tono neutro:
            —No levantes tus murallas conmigo, Roberto; ya no somos unos adolescentes. Creí que podíamos hablar de ciertas cosas con total libertad. ¿O no? Hablar contigo significaba adentrarse en un laberinto y cruzar a ciegas en las esquinas; y jamás encontrar una salida, porque jamás ibas a responder de frente.
            Roberto también se incorpora y camina hasta el mesón que separa la cocina de la sala. Apoya las manos sobre la superficie de granito frío.
            —¿A qué te refieres?
            Ella gira para enfrentarlo:
            —¿Lo ves?
            Roberto chasquea la lengua.
            —A tu edad no te queda bien la hipersensibilidad —dice él.
            —No es hipersensibilidad. Es lo que significa hablar contigo.
            —Estamos hablando —dice Roberto mientras arquea las cejas—. No te compliques.
            Irene respira profundo y se da la vuelta para abrir el grifo sobre las tazas dentro del fregador de platos.
            —Tú no cambias.
            —Ni quiero hacerlo tampoco.
            —Sabes a lo que me refiero.
            —Quizá… Quizá no. Quién sabe. Por cierto, ¿a qué hora viene tu esposo?
            Irene gira de nuevo y muestra una media sonrisa.
            —¿Te refieres a lo que pueda pensar Jean-Luc al verte aquí?
            —No dije eso.
            —Estaba implícito.
            Roberto aparta la mirada y la fija sobre el morral que ha dejado cerca del sofá. Murmura algo sobre lo tarde que es. Dice que debería irse. Debe comprar el ticket del tren en la estación.
            —No te preocupes por eso —dice ella—. Hay tiempo. Yo te acompaño.
            —¿Seguro? No quiero perder el tren.
            —Tranquilo… Además, así conoces a Jean-Luc.
            Roberto encoge los hombros y mete las manos en los bolsillos de su pantalón.
            —No creo que a tu esposo le guste verme aquí.
            La curiosidad de Irene también es genuina.
            —¿Por qué? ¿Qué tiene de malo? Tú eres mi amigo.
            —Tal vez él no lo interprete así.
            —No lo conoces. Jean-Luc no es celoso. Él sabe quién soy yo.
            Roberto desvía la mirada y dice:
            —¿Y lo sabes tú?
            Ella sonríe anticipándose a la respuesta.
            —¿Qué?
            —¿Sabes quién eres tú?
            Irene hace otra profunda inspiración y pasea la mirada por los gabinetes superiores de la cocina. Coloca la mano en una de las perillas y empuja con cuidado para cerrar esa puerta entreabierta.
            —Yo creo que sí —dice. Luego lo piensa mejor—: Bueno… Digamos que sé ya quién no soy. No soy la misma que tú conociste en el liceo, ¿sabes?
            Él la observa con detenimiento, como si saboreara las palabras dichas, como si debiera acostumbrase a un nuevo condimento.
            —No —dice Roberto. Hay una larga pausa entre ellos—. Es evidente que no. La cara es la misma. Y el cuerpo. Pero, no.
            —No, no soy la misma. A veces me cuesta creer que fui de esa manera.
            Irene se detiene en el umbral de la cocina. Mira a Roberto con atención. Busca.
            —¿Cómo me recuerdas tú?
            Él se acerca a la pared donde cuelgan los pequeños cuadros y parece estudiarlos. Dice:
            —Igual. Diferente. Tú.
            —En serio. Dime la verdad. ¿Era tan distinta? Sólo he tenido una hija. En el fondo sigo siendo la misma. Crecí. Conocí un poco más. Me mudé. Pero soy yo.
            Esta vez Roberto sí voltea a mirarla.
            —Eres tú. Pero no eres tú. Ninguno somos lo que fuimos.
            Irene da dos pasos para acercarse a Roberto. Se siente curiosa.
            —Okey. A ver… ¿A qué te refieres con eso?
            Roberto pasa al siguiente cuadro diminuto y entrecierra los ojos para ver mejor.
            —No me pares bolas, Irene. Yo me entiendo.
            —Sí, pero yo no. ¿A qué te referías?
            Hay otra pausa suspendida entre ellos, como una telaraña inquieta reacia a caer al piso. Se queda allí, flotando, inmóvil.
            —Por supuesto que no somos los mismos —sigue ella—. Hemos cambiado, eso no lo discuto; pero en el fondo seguimos siendo, de alguna manera, los mismos que fuimos. ¿No? Queda la esencia, o algo así.
            Roberto se fija en otra miniatura, un poco más abajo.
            —Sigues siendo muy predecible.
            —Típico.
            —Pues, sí… Bueno, creo que ya debo irme.
            Ella da dos pasos más y apoya la cadera contra un lado de la mesa del comedor.
            —Todavía hay tiempo, Roberto. Dime algo, ¿cómo conseguiste mi número?
            Roberto gira para mirarla de frente y deja escapar una media sonrisa.
            —Eso fue una sorpresa —dice—. Me lo dio Juancho. Una de las últimas veces que hablamos, se lo pedí; le pregunté si lo tenía. Pensé que se iba a poner quisquilloso con eso, pero no. Lo buscó y me lo pasó. Ni siquiera preguntó por qué. Fue extraño.
            Ella ladea la cabeza, como si le costara escuchar o equilibrar lo que oye.
            —¿Por qué extraño?
            Esta vez es Roberto quien respira profundo.
            —Creo que de verdad debería irme. Gracias por el café.
            Irene se acerca hasta quedar a un par de pasos de Roberto.
            —Espera. Es temprano. Dime: ¿por qué te pareció extraño?
            Roberto deja caer la mirada hacia los libros en una esquina de la mesa de la sala. Parece concentrado en leer los títulos. Las manos todavía dentro de los bolsillos del pantalón. Dice:
            —Pensé que no me lo iba a dar, por eso. Juancho era muy quisquilloso con todo lo relacionado contigo. Era muy celoso. No sé. Él intentaba disimular, pero tú debes saber que eso no se le daba bien. El carajo no sabía disimular lo que sentía. Para nada.
            Irene sonríe. Es una sonrisa rememorativa. Es una sonrisa íntima.
            —Fue como si hubiese estado esperando que se lo pidiera. No sé.
            Ella hace una inspiración profunda.
            —Es un tema delicado —dice—. En los últimos años ya no me hablaba de eso, pero le pegó fuerte. Muy fuerte. Juancho estaba obsesionado contigo. Yo intenté que lo racionalizara, pero era difícil hablar con él sobre eso, sobre ti. Lo escuchaba y ya. No podía hacer otra cosa.
            Roberto parece leer con atención el título del libro superior.
            —Es irónico, ¿no? —sigue ella—. Fuimos novios en el liceo y después tuve que calarme sus lamentaciones por ti. Parece como si hubiésemos intervenido en una de sus historias. Parecía perfecto para que él lo escribiera. A veces incluso creía que lo hacía. Se creía su propia fantasía. ¿Cómo hacías para sobrellevarlo? ¿No te molestaba?
            Él levanta el rostro para verla y se encoge de hombros. Frunce los labios y mueve la cabeza, pero no dice nada.
            —Era otra época —dice al fin—. No pienses en eso.
            —No pienso en eso. Es sólo que me da curiosidad. Créeme, si lo hubieses visto, si lo hubieses escuchado hablar de ti. Una progresión completa. Desde el enamoramiento de los primeros años hasta la amargura del final, pasando por un pico de mucha inestabilidad emocional en el medio. Pobre Juancho. Intenté ayudarlo, pero él no quiso interpretarlo así. Creo que no me entendió. Supongo que ahora ya no importa.
            —Nunca importó, en realidad —dice Roberto.
            —No digas eso. No es justo. Él era nuestro amigo. Creo que Juancho ha sido el único amigo verdadero que he tenido; y el más antiguo, también. Queda muy poca gente de esos días. Casi 30 años. Se dice fácil, pero no lo fue. 30 años, y ya no está. Juancho y yo éramos como tú con Felipe, ¿verdad?
            —No lo sé. Era otra época, Irene, ya te lo dije. No le des más vueltas.
            —No entiendo por qué te pones a la defensiva. ¿Por qué te molesta?
            Roberto se encoge de hombros.
            —No me molesta —dice—. Me parece una pérdida de tiempo, eso es todo.
            —No es una pérdida de tiempo. Hablar de él no es una pérdida de tiempo.
            —Lo es ahora. Ya no está. La vida sigue, Irene. ¿Qué hora es?
            Ella mira hacia la cocina.
            —No veo el reloj. No creo que sea tan tarde. Ha pasado poco tiempo.
            —Es mejor que me vaya —dice él.
            —Espera. Te dije que iría contigo.
            —No quiero perder el tren.
            —Y no lo perderás. Confía en mí.
            Roberto hace una mueca con los labios.
            —La confianza no se me da muy bien en estos días —dice.
            Ella sonríe. Es una sonrisa seca.
            —Creo que nunca se te dio.
            Irene parece concentrarse en los objetos encima de la mesa, pero no los ve. Luego dice:
            —Creo, de hecho, que es uno de tus rasgos característicos. La desconfianza. Yo soy muy confiada, al principio; pero tú, no. Pareciera que aun ahora no confiaras en nadie.
            La mirada de Irene, al levantarla, es inquisitiva.
            —¿Qué? —dice él—. ¿Había una pregunta allí?
            —Tonto —sonríe ella—. No cambias.
            —¿Para qué? Así me ha ido bien.
            Irene desiste con otra inspiración prolongada. Cruza los brazos contra el pecho.
            —Me hubiese gustado ayudar a Juancho, ¿sabes? Evitarle tanto dolor, tanta angustia, tanto desasosiego. Era un hombre triste. Ahora que lo comento contigo, creo que pocas veces lo vi riendo con gusto. Siempre andaba como deprimido, con razones para lamentar su suerte. Y la mayoría de las veces, cuando hablábamos, tenía que ver contigo. Eso no me gustaba.
            —¿Qué te puedo decir?
            —Roberto, por favor… Una vez chateamos por el Messenger. Era tarde para él, o muy temprano para mí. Decía que estaba muy mal. Decía que lloraba mucho. No sabía qué escribirle. Le pedí que no se autoflagelara tanto. Incluso me atreví a sugerirle que leyera algunos libros sobre psicoanálisis, para ver si lograba salir de ese agujero. No sé si los buscó. La siguiente vez que chateamos, no recuerdo que lo mencionara. Era como si nunca hubiese pasado. Creo que prefería no hablar sobre eso.
            Roberto alza los hombros y los deja caer sin entonación. Dice:
            —Bueno, al menos lo intentaste. Cada loco con su tema.
            —Hubiese querido ayudarlo. Hablar más con él. Si no estuviésemos tan lejos…
            —Uno nunca sabe, Irene. De repente te estaba vacilando. ¿No pensaste en eso?
            —¿Vacilando?
            La mirada de Irene es aguda, interpretativa; mira hacia atrás mentalmente.
            —No —dice—; no creo. Juancho no era así.
            —No sé… Recuerda que el león no es tan fiero como parece y la oveja no es tan mansa como la pintan. Sólo digo.
            Irene baja la guardia visual.
            —La desconfianza. La pared. Es difícil llegar hasta ti. Pareces una ostra.
            —Quién sabe. De repente la perla que tanto buscas no es la que encuentras.
            —Tonto —repite ella.
            —No me pares bolas, Irene. De verdad, creo que ya debería irme.
            —¿Sabes? Siendo como eres, me cuesta visualizar que tú y Juancho fueran amigos. Me pregunto de qué hablaban.
            —De nuestras conquistas femeninas, te puedo asegurar que no.
            Irene deja caer los brazos a lo largo del cuerpo y ladea la cabeza.
            —Roberto —dice.
            —¿Qué? Me vas a tener que comprar otro nombre.
            Irene pasea la mirada por encima de los libros cerca de la pierna de Roberto.
            —¿Qué pasó después? —dice ella.
            Los títulos de los libros se convierten en la mirada fija de Irene.
            —¿Después de qué?
            La pausa convertida en telaraña tarda casi un minuto en caer hasta el piso.
            —Después de esa época. ¿Ustedes siguieron hablando? ¿Se vieron?
            Roberto vuelve a fijarse en los libros. Se agacha para leer mejor. Las manos se mueven con cautela por encima de las cubiertas satinadas y pulcras.
            —De vez en cuando. A veces hablábamos. 
            Y de pronto, como si recordara algo más:
            —Él tenía el empeño de reunirnos a todos. Hacer una reunión o algo así. Beber cervezas. Jugar dominó con los muchachos. Qué sé yo. Pero nunca se pudo… No. Miento. Sí lo hicimos una vez, pero no fue igual. Una vez y ya. Después de eso yo preferí no acercarme más.
            Ella conserva su posición. Se asemeja a una estatua escrutadora. Una esfinge.
            —¿Por qué?
            —¿Por qué? Porque… Porque no, pues. Porque ya no tenía sentido. Y porque ya no me provoca hablar de eso.
            Irene baja la mirada. Es un gesto huidizo que ni ella misma entiende. Sobre eso se preguntará a sí misma mucho después.
            —Supe que ustedes… No sé. Es una locura. Por alguien supe que lo de ustedes sí pasó. Que Lolia se enteró.
            —¿Se enteró de qué?
            La mirada de Roberto es filosa, fija, pesada. Irene se concentra en la punta de sus zapatos.
            —Olvídalo. No tiene importancia. ¿Qué hora es?
            —No lo sé —dice él. El tono de su voz ya no es cálido—. Tengo el móvil en el bolso.
            —Debería despertar a Hélène para irnos. Aún hay tiempo, tranquilo.
            —Creo que mejor lo dejamos así. No hace falta que me acompañes.
            Ella lo mira de nuevo. Baja un poco la voz:
            —Quiero hacerlo. Quiero caminar un poco.
            Él también la mira.
            —“Recuerdos tristes de un pasado alegre” —dice Irene—. Es algo que solía decirle a Juancho cuando hablábamos sobre esos días del liceo. “Recuerdos tristes de un pasado alegre”. Creo que lo utilizó en una de sus historias. ¿Las leíste?
            —No. Prefiero otro tipo de lectura. Algo menos empalagoso.
            Irene sonríe para sí misma.
            —Me gustaban sus historias. Había guiños escondidos entre las frases. Guiños que yo lograba entender. Todo camuflado entre las líneas, claro. Él lograba… A través de Juancho yo podía… ¿Cómo decirlo?... Era… Era como si pudiese recordar a través de lo que él escribía.
            Roberto la mira sin parpadear.
            —Una vez le dije algo así como que él era mi puente hacia el pasado. Le dije que estaba muy agradecida por eso que escribía porque me permitía recordar una época alocada de mi vida. Juancho era algo así como un Caronte moderno… ¿Me entiendes?
            —Supongo.
            Ella parece hablar entonces consigo misma:
            —Rompí todas las cartas de esa época, ¿sabes? Todas. Y él las recogió y volvió a pegarlas con cinta adhesiva. Una vez me mandó una foto. Era una carpeta donde tenía nuestras cartas del liceo. Él recordaba mejor que yo. Él era un puente seguro que yo podía atravesar para recordar mejor. O será que yo no quise recordar nada. No había nada digno de recordar.
            El botellón de agua potable emite una burbuja de aire que resuena contra las paredes del apartamento. Los dos voltean a mirarlo. Parece un testigo omnisciente.
            —No lo sé —dice Roberto—. Hay muy poco que valga la pena recordar.
            Vuelve a meter las manos en los bolsillos del pantalón. Ella está parada a contraluz y la luminosidad que llega desde la ventana de la cocina le agrega un aura que resalta el tono de su piel tostada. Se ve hermosa.
            —Ya es tarde…
            Irene lo mira con atención. Da los dos pasos finales y se acerca a él. Alza la mano para acariciar las pequeñas bolsas debajo de los ojos de Roberto. La mano de ella avanza, sube y baja como si fuese la mano de una mujer ciega que intenta reconocer a alguien más allá de la voz.
            —Roberto…
            Ella alza la otra mano y lo abraza, lo aprieta, intenta diluirse en él. Respira con calma, una profunda y larga inspiración. Él sigue con las manos en los bolsillos de su pantalón, todo el peso de su cuerpo sobre la pierna derecha. Ella lo percibe tenso. Ella quiere decir muchas cosas. Pero no dice nada. Lo aprieta con fuerza y vuelve a inspirar. Luego afloja un poco la presión de sus brazos y quedan con las mejillas unidas. Permanecen así durante algunos segundos. Es un movimiento instintivo. Es un reflejo lo que la impulsa a buscar la boca de Roberto. Los labios. El sabor de su respiración. Las manos de Irene pasan a sujetar la cara de Roberto.
            —Roberto…
            Ella siente apetito. Un apetito pretérito. Él cierra los ojos e intenta mirarla a través de las manos, a través del contacto de sus pieles. La caricia tenue. La atrae hacia sí mismo. Ella se deja hacer, concentrada sólo en sus labios. Se besan hasta que ella separa un poco su boca, lo suficiente para decir:
            —¿Por qué no te quedas? Quédate.
            Él baja la mirada hasta los labios de Irene.
            —Quédate —dice ella.
            —No puedo.
            —¿Por qué? Podemos ir a otro sitio.
            —No. Es mejor que no.
            —¿Por qué?
            Roberto retrocede dos pasos. Los brazos de Irene quedan por un segundo suspendidos en el aire, como una cortina agitada por el viento. Entonces, él la mira.
            —Porque no.
            —Pero ¿por qué no? Roberto…
            —Porque no. Es mejor que no.
            —No te entiendo.
            —Tranquila. Yo me entiendo por los dos.
            Irene suspira.
            —Esto es injusto —dice ella—. Pensé que…
            —Sí. Yo también lo pensé. Pero, no.
            Irene camina hasta el sofá y se sienta con un movimiento lento, cansado.
            —Yo no sé qué es lo que te pasa —dice él—, pero sí sé que no puedo ayudarte. De vaina puedo resolver mis propios peos. No hagas esto. No es lo que tú necesitas. Yo soy mala compañía, créeme. Es mejor que lo dejemos así.
            A Roberto parece escapársele una sonrisa íntima, agria.
            —No puedo creer que esté repitiendo esto. Qué bolas.
            —¿Repitiendo qué? —dice ella.
            —Nada. Olvídalo.
            Irene respira profundo.
            —Discúlpame —dice—. No sé qué me pasó. Cuando te abracé… No sé. Me sentí como si tuviera 16 años de nuevo. ¿Te acuerdas? En las escaleras de mi edificio. Aquél primer beso. Era una muchachita. Quería tantas cosas.
            Él sigue sin mirarla, aún con las manos en los bolsillos.
            —Era otra época.
            —No parece. Besarte fue como… Me acordé de él.
            Irene cierra los ojos e inspira. Ella percibe un aroma lejano e inexistente.
            —Él… —dice—. El sabor de los besos de Juancho. Era tan delicado.
            Ella alza la mirada para buscar la de Roberto. Le cuenta:
            —Al principio, Juancho quiso besarme, se declaró una noche en la entrada a mi edificio. Yo tenía muchas ganas de abrazarlo. Había estado leyendo… El libro se llamaba Nacidos para triunfar. Allí hablaban de “hambre de caricias humanas”. Eso fue lo que sentí esa noche, con él. Tenía hambre de su contacto, del contacto con otra piel. Quería sujetar su mano, retenerlo junto a mí; pero tuve miedo de su amor. Le dije que no lo merecía. Y no pasó.
            Roberto se acerca hasta el sofá, pero no se sienta. La mira. La oye.
            —Me sentía tan vulnerable en esa época. Era una adolescente. Me enamoraba con mucha facilidad. No quería herirlo. No se lo merecía. Pero yo ansiaba estar con él. Él parecía tan diferente. Había algo en Juancho que me hacía sentir… equilibrada, no sé. Era diferente… Ahora no sé qué hacer. No sé qué es lo que quiero.
            Roberto habla en voz baja, neutra:
            —No puedo ayudarte con eso. Lo siento.
            Ella alza la mirada, una mirada húmeda, y lo ve con una súplica moribunda, muda.
            —Discúlpame. No entiendo qué me pasó. Han pasado 30 años y me siento como una adolescente de nuevo. Es irónico. He pasado tanto tiempo huyendo de aquellos días y ahora todo eso me alcanza de golpe. Eso fue lo que él me dijo una vez. Y yo me reí. Le dije que estaba equivocado, que yo era otra, no la misma de antes. Pero era cierto.
            Roberto se agacha y abre el morral negro para buscar algo en su interior.
            —Él me dijo que yo era como una “fuerza de la naturaleza”. Indomable. Pero me sonreí para restarle importancia. Quería… No sé; quería demostrarle que me sentía bien, que estaba bien, que lo había logrado. Intenté ajustarme a un rol preestablecido y ahora eso me incomoda. Una esposa. Una madre. Una mujer. Palabras. Palabras que no entiendo. Me siento vacía, Roberto; me siento aturdida. ¿Tú me entiendes?
            —Algodón.
            Ella frunce el ceño, y continúa.
            —Quisiera hablar con él, hablar con él como antes; sin máscaras, sin disfraces, sin mentiras. Mirarlo y saber que él entenderá todo sin que yo abra la boca. Como en esa época, cuando éramos adolescentes. Pensé que tú me entenderías. No sé qué hacer…
            Roberto saca del morral dos cuadernos de tapa marrón. Se ven viejos. Tienen las carátulas agrietadas. Los coloca en el sofá, en el puesto intermedio, entre él y ella. Ella los mira. Luego lo mira a él.
            —¿Qué es esto?
            Roberto apoya una rodilla en el piso y sujeta el brazo del sofá con la mano derecha. Se queda así un momento. Respira profundo y dice:
            —Son los cuadernos de Juancho.
            —¿Los cuadernos de Juancho?
            —Sí. Los cuadernos viejos.
            Ella se concentra en las tapas agrietadas, acariciando esa superficie con las pupilas.
            —Pero ¿cómo? —dice.
            Roberto se incorpora y mete las manos en los bolsillos. Se encoge de hombros.
            —Es una larga historia —dice—; pero la versión resumida es que yo se los robé cuando ustedes estaban en el liceo. Uno primero y el otro después. Lo hice para joderlo, para asustarlo, pero no sabía lo que había escrito allí. Él nunca supo que yo los tenía. Nunca me lo preguntó. Léelos. También escribió sobre ti. Sobre nosotros.
            Irene alarga una mano con cautela. La caricia visual se transforma en una caricia táctil. Agarra el que está arriba y lo coloca encima de sus piernas. Lo abre. Lee las páginas iniciales. Su mirada se humedece más. Alterna sus ojos entre Roberto y la vieja caligrafía de Juancho, retorcida, casi ilegible.
            —Es la letra de Juancho —dice—. Es su letra.
            —Yo tengo que irme. Te los dejo. Creo que estarán mejor contigo. Es tarde.
            —Pero… ¿Por qué?
            Roberto alza el morral y se lo cuelga del hombro derecho.
            —¿Por qué, qué?
            —¿Por qué…? ¿Por qué me los dejas? ¿Por qué él nunca dijo nada? ¿Por qué se los robaste? No entiendo.
            Él alza el mentón, indicándole los cuadernos.
            —Léelos. A lo mejor entiendes algo. Yo me voy.
            Irene cierra el cuaderno y agarra el segundo. Los coloca uno encima del otro. Se levanta del sofá con los cuadernos contra el pecho.
            —¿Qué significa esto, Roberto? ¿Qué es lo que no me estás diciendo?
            —Tómalo como quieras. Yo no quiero más repeticiones. Siento que esto ya lo hice antes. Además, es tarde y debo irme. Tengo que seguir.
            —Espera…
            Él la mira y alza las cejas en una pregunta muda. Ella no sabe qué decir.
            —Es tarde —repite él—. Cuando los leas, quémalos o guárdalos o bótalos; haz lo que quieras. Tú verás.
            —¿De verdad no puedes quedarte?
            —No, Irene. No puedo. Mejor, no.
            —Roberto…
            Él se encamina hasta la puerta de salida, con el morral al hombro.
            —Tranquila —dice—. Nos estamos hablando. Saludos a tu esposo.
            —Roberto…
            —Que estés bien —dice él, luego aprieta los labios en una sonrisa cerrada.
            Ella lo observa salir por la puerta y después oye el sonido metálico del picaporte. Al fondo, a través de la ventana, aún el rumor de los niños jugando y gritando. El silencio del apartamento resulta pesado. Irene abraza los cuadernos y tiene ganas de llorar. Llora. Es un llanto mudo.
            —Juancho… —dice.