Mi prima Natalia viene de visita. Debido a mis últimas actividades literarias, paso la mayor parte del tiempo encerrado en mi habitación, pergeñando páginas en mi diario u organizando cada nuevo capítulo de mi novela; así que es aquí donde la recibo, en mi santuario personal.
Ella habla de sus recientes viajes, la próxima operación a la que tendrá que someterse, su recién iniciado romance con una nueva chica; se deshace en sonrisas, anécdotas y preguntas. Está acostada en mi cama y no puede dejar de notar la enorme cantidad de libros que ocupan todo un lado de mi cama; también hay libros sobre el escritorio, apilados en el piso, formando hileras en las mesitas de noche; mi habitación se asemeja a una mal organizada biblioteca. Y probablemente lo es.
Eventualmente, en el transcurrir de la charla, comienza a prestar atención a todo lo que nos rodea. “¿Con quién estás saliendo?”, pregunta muy interesada. Le dejo saber sobre los viajes a Caracas, la escritura, las interminables lecturas, las correcciones continuas; pero ella no me deja continuar: “Eso no contesta a mi pregunta”. No sé qué contestarle. Me quedo mudo.
“Tienes que salir”, dice ella, “ver gente, agarrar aire, conocer otras personas, ¡interactuar con los demás!”. Y yo sigo mudo, sin saber qué contestar. Le explico que mi tiempo se distribuye entre leer, escribir y hacer algunas cosas en la Internet; que poco espacio me queda para socializar como lo hace ella, como lo hacen los demás. Me siento bien, y así se lo explico; tampoco es que estoy deprimido, melancólico o nostálgico. Nunca antes había escrito tanto, investigado tanto; mi imaginación me arrastra sin pedirme permiso. “Vives en tu propio mundo; pero el mundo real es más hermoso, más concreto, más real”. Trato de explicarle que con mis libros tengo.
Ella no insiste: entiende mis neurosis. Antes de despedirse, echa una mirada a los textos acumulados sobre mi cama y suelta lapidariamente: “¿Sabes algo? Dificulto que esos libros puedan hacerte el amor. Te has conformado con amantes de papel”. Los dos reímos.
Mucho tiempo después, pienso en sus palabras. Observo lo aglomerado, eso que ocupa todo un lado de mi amplia cama: hojas sueltas, carpetas, libros, revistas, recortes, una resma de papel y hasta una engrapadora. Río. No puedo evitarlo. Quizás mi prima ha tenido razón, después de todo. Me he encerrado entre mis propias paredes, levantando torres de papel y calzadas de cartón. Disfruto tanto lo que hago que no me detuve a considerar los otros aspectos de mi vida. Y entonces recuerdo a mis amigas, quejándose siempre de lo poco que nos vemos ahora.
La literatura acumulada sobre mi cama ciertamente se asemeja a una figura humana, con brazos formados a través de historias misteriosas y piernas pálidas de papel impoluto. Allí están, todos, cada uno de mis amantes de papel. Ellos me han entretenido con sus relatos de tierras lejanas y personajes fantásticos, sobre historias atrayentes, desenlaces inesperados y finales felices. También descubro otra cosa: no me siento solo; pero estoy solo.
Con mucha lentitud, comienzo a quitar los libros de mi cama.
Ella habla de sus recientes viajes, la próxima operación a la que tendrá que someterse, su recién iniciado romance con una nueva chica; se deshace en sonrisas, anécdotas y preguntas. Está acostada en mi cama y no puede dejar de notar la enorme cantidad de libros que ocupan todo un lado de mi cama; también hay libros sobre el escritorio, apilados en el piso, formando hileras en las mesitas de noche; mi habitación se asemeja a una mal organizada biblioteca. Y probablemente lo es.
Eventualmente, en el transcurrir de la charla, comienza a prestar atención a todo lo que nos rodea. “¿Con quién estás saliendo?”, pregunta muy interesada. Le dejo saber sobre los viajes a Caracas, la escritura, las interminables lecturas, las correcciones continuas; pero ella no me deja continuar: “Eso no contesta a mi pregunta”. No sé qué contestarle. Me quedo mudo.
“Tienes que salir”, dice ella, “ver gente, agarrar aire, conocer otras personas, ¡interactuar con los demás!”. Y yo sigo mudo, sin saber qué contestar. Le explico que mi tiempo se distribuye entre leer, escribir y hacer algunas cosas en la Internet; que poco espacio me queda para socializar como lo hace ella, como lo hacen los demás. Me siento bien, y así se lo explico; tampoco es que estoy deprimido, melancólico o nostálgico. Nunca antes había escrito tanto, investigado tanto; mi imaginación me arrastra sin pedirme permiso. “Vives en tu propio mundo; pero el mundo real es más hermoso, más concreto, más real”. Trato de explicarle que con mis libros tengo.
Ella no insiste: entiende mis neurosis. Antes de despedirse, echa una mirada a los textos acumulados sobre mi cama y suelta lapidariamente: “¿Sabes algo? Dificulto que esos libros puedan hacerte el amor. Te has conformado con amantes de papel”. Los dos reímos.
Mucho tiempo después, pienso en sus palabras. Observo lo aglomerado, eso que ocupa todo un lado de mi amplia cama: hojas sueltas, carpetas, libros, revistas, recortes, una resma de papel y hasta una engrapadora. Río. No puedo evitarlo. Quizás mi prima ha tenido razón, después de todo. Me he encerrado entre mis propias paredes, levantando torres de papel y calzadas de cartón. Disfruto tanto lo que hago que no me detuve a considerar los otros aspectos de mi vida. Y entonces recuerdo a mis amigas, quejándose siempre de lo poco que nos vemos ahora.
La literatura acumulada sobre mi cama ciertamente se asemeja a una figura humana, con brazos formados a través de historias misteriosas y piernas pálidas de papel impoluto. Allí están, todos, cada uno de mis amantes de papel. Ellos me han entretenido con sus relatos de tierras lejanas y personajes fantásticos, sobre historias atrayentes, desenlaces inesperados y finales felices. También descubro otra cosa: no me siento solo; pero estoy solo.
Con mucha lentitud, comienzo a quitar los libros de mi cama.