12 de febrero de 2019

Otra vuelta alrededor del sol.




Intento mirar por encima del hombro, hacia el adolescente que fui, el muchacho de 15 o 16 años que comenzaba a enfrentarse al mundo. Mis amigos. Las calles de mi pueblo. Las dudas. El primer beso. La primera relación sexual. Las primeras madrugadas de confidencias y tragos de anís. ¿Qué imaginaba entonces del hombre que sería a los 45 años? ¿Lo imaginaba siquiera? ¿Me detenía a pensar en ello? Creo que no. Me sentía tan inmerso en el momento presente, en la inmediatez de las vivencias, que sólo prestaba atención a lo momentáneo, al instante que ya se evaporaba en la punta de mis dedos. ¿Fui feliz? Me atrevería a decir que sí. Como suelen decir nuestros mayores: era una época muy diferente, muy relajada, muy irresponsable, sin conexión a la Internet y sin teléfonos inteligentes. Hablábamos. Conversábamos. Nos mirábamos a los ojos. Y reíamos bastante. Cualquier breve pensamiento que pudiera pasar por mi cabeza, acerca de una edad madura, estaba relacionada con vejez, con achaques, con conservadurismo, con mis padres y los padres de mis amigos. Nosotros éramos jóvenes, y nada más importaba.

Ahora cumplo 45 años. Una cifra muy particular para mí. 45 y 45 suman 90. Creo que una vida de 90 años es una vida bien vivida, mirándolo desde un punto de vista temporal. 90 años no son cualquier cosa. Hay un arco extenso en todas esas décadas acumuladas. Así, visto así, siento que acabo de comenzar entonces la segunda etapa de mi existencia. Las amistades con quienes he hablado de esto no han comprendido bien lo que intento decir. Creen que asumo una vejez prematura, entienden erróneamente que me siento en el umbral de la tercera edad, malinterpretan mi reflexión como si me despidiera de un tiempo alegre para tirarme de cabeza en un declive paulatino hacia la madurez; y no es así. Nada más lejos de eso. Lo que he tratado de explicarles es que tengo la impresión de haber alcanzado un punto medio, una bisagra, una encrucijada. A partir de aquí es como si acabara de graduarme del liceo.

Los primeros 45 años representan un tiempo de fermentación, de ebullición, de aprendizaje, de ejercicios, de experimentos, de ensayos y errores consecutivos, de probar y degustar a mi antojo (porque no he sido obligado a nada: asumo las consecuencias). Ahora, los siguientes 45 años simbolizan la etapa de la cristalización, de la concreción, del cumplimiento de mis proyectos, de las manos ocupadas en lo que me apasiona y en lo que me entusiasma; a partir de este punto comienzo a alejarme poco a poco de la circularidad de ciertos errores, de la incapacidad para llevar ciertos asuntos a cabo, de la mirada alzada para ver a la vida de frente. Todo esto puede parecer simplista, tonto, rebuscado, fútil, necio, sacado de un viejo libro de autoayuda; pero se trata de mi vida, y este planteamiento me gusta porque me brinda la oportunidad de comenzar de nuevo sin el temblor juvenil en las manos y en los labios.

Estoy orgulloso de mi edad, de mis 45 años. No me arrepiento de nada de lo que hice ni de lo que dije ni de lo que callé ni de lo que dejé de hacer. Fueron mis decisiones. En uno u otro punto pedí ayuda y consejo, pero la decisión final siempre ha sido mía, por desastroso que fuese el resultado. ¿Sufrí? Sí. ¿Me equivoqué? Bastante. ¿Cometí errores? Por supuesto. Pero al atreverme a mirar con detenimiento todas esas escenas que se superponen y caen como las piezas alineadas de un dominó, me siento satisfecho del resultado. Todas esas buenas o malas escogencias me han traído a este momento, a estar parado sujetando el pomo de una puerta que ya se abre. Ignoro qué hay detrás de esta puerta, pero me atrevo a sonreír, a esperar lo mejor, a ver el vaso medio lleno. Los primeros 45 años me han preparado para este momento. Avanzo.

Y avanzo con la certeza de aferrar en mi mano algunas certidumbres: lo más probable es que los próximos 45 años pasen con la misma velocidad de los primeros, así que me he propuesto no perder el tiempo con tonterías. Concentrarme en lo importante, en lo que capten mis sentidos, en el asombro ante lo que el universo pudiera ofrecerme. Quiero buscar el éxtasis de las relaciones nutritivas, las charlas estimulantes, las risas espontáneas, la poesía, las lecturas por hacer, las relecturas pendientes, el movimiento de mi cuerpo, los orgasmos enriquecidos por la experiencia, la seguridad para alejarme de la gente vacua con la rapidez de un parpadeo. Quiero aprender más. Quiero descubrir más. Quiero conocer más. Tengo mucho apetito acumulado. Hoy me siento agradecido por toda la gente con la que he cruzado mis pasos: cada uno de ellos, cada uno de ustedes, por muy breve que haya sido nuestro intercambio, me ha dejado algo valioso: una mirada tangencial, un punto de vista lateral, una historia diferente y fecunda. Hoy les agradezco por todo lo que me han entregado, voluntariamente o no. Eso es lo que llevo conmigo al cruzar la puerta de los siguientes 45 años.

Gracias. Mil gracias por la primera mitad de este sustancioso viaje.

9 de febrero de 2019

Libros póstumos.




“Luis, que si quieres encargarte de los libros de la mamá de Isabel”.

El mensaje de texto me dejó intrigado, lo confieso. Me lo había enviado Laura, pero me quedé pensando en nuestra amiga Isabel, intentando ubicar el momento exacto del último encuentro, las últimas risas, la última fiesta; pero no pude. Durante muchos años habíamos sido buenos amigos, Isabel, Laura y yo, amigos de irnos a la playa durante los fines de semana o acudir a fiestas hasta la madrugada, pero parecía que había pasado una vida entera desde esos días de camaradería y celebraciones. Debido a la situación del país, Isabel se fue a Buenos Aires en un año indeterminado, y pocos meses después, su hermano se había mudado a Australia para trabajar en una transnacional de la que yo sabía muy poco. Todo se derrumbó a partir de allí: la mamá de Isabel había enfermado y ellos no pudieron regresarse a tiempo para estar con ella en esos meses finales de lenta agonía. Laura y yo hicimos lo que pudimos, pero no fue mucho. Algunas videollamadas y muchos mensajes de texto antes de una apresurada cremación y una retahíla de quejas y maldiciones por parte de Isabel contra el régimen nefasto que le había impedido a su madre los medicamentos necesarios y a ella la posibilidad de compartir con la señora su dolorosa enfermedad.

Laura se quedó con las llaves del apartamento de la señora porque eran vecinas. Ella cruzaba más mensajes con Isabel que yo, y así habían decidido que lo mejor sería alquilar algunas de las habitaciones a muchachas universitarias para que el apartamento no estuviese solo, ya sea para evitar su deterioro o para que alguien pudiera expropiárselo. Una vez más, mi amiga se puso manos a la obra y limpió y organizó las cosas de la mamá de Isabel. Donó la ropa al geriátrico y regaló algunos muebles viejos. Pero la señora había sido una lectora voraz, dejando uno de los cuartos convertido en una gran biblioteca. Yo recordaba eso, por supuesto, y también la sonrisa afable con la que ella solía negar el préstamo de sus libros. En esa época yo comprendía muy poco, y no sabía lo que ahora sé sobre la amarga posibilidad de prestar libros que no volverás a ver de nuevo. Yo le devolvía la sonrisa y hablaba de otra cosa, con la vista puesta en la taza llena de café que compartíamos sentados a la mesa de la cocina mientras Isabel terminaba de vestirse para salir conmigo.

Me reuní con Laura una semana después de haber intercambiado los mensajes de texto donde me pedía encargarme de los libros. Me ofrecí para ayudar en lo que pudiera, para embalar o catalogar o limpiar u ordenar los libros de la señora María; pero Laura me dijo que ya lo había conversado con Isabel y que entre las dos decidieron que lo mejor era que yo me encargara de disponer qué se haría con los libros, que tenía carta blanca en el asunto, porque Isabel ya no regresaría y era preferible que alguien que valorara los libros se encargara de eso. Yo alcé las cejas.

―Pero, ¿a qué te refieres con “encargarme de los libros”?

―Bueno ―dijo ella―, Isabel dice que te quedes con los que quieras y que el resto lo dones o se los pases a alguien que también los valoren, porque ahí se van a deteriorar más; y es necesario vaciar esa habitación, para alquilarla.

―Puedo embalarlos y tenerlos en mi apartamento, si ella quiere… En caso de que más adelante quiera revisarlos o…

―No ―me cortó Laura―, Isabel no viene más, olvídate de eso. Ni quiere ni puede. Me dijo que ya su mamá murió y ella no quiere regresar. “¿A qué?”, me dijo. Y yo se lo entendí. Es verdad: ¿a qué se va a regresar?

Respiré profundo. Terminamos de bebernos el café y, agarrando el manojo de llaves, nos fuimos al apartamento vacío de la señora María. Fue inevitable que muchos recuerdos surgieran a la superficie. El paso lento de la mamá de Isabel. El aroma de la comida en la cocina. La voz familiar que me recibía en cada visita. Y ahora el silencio rebotaba entre esas paredes vacías. Laura me precedió hasta una habitación cerrada al final de un corto pasillo. La puerta chirrió al abrirla. Había varias cajas de cartón en el piso y dos de las paredes estaban llenas de libros polvorientos, apilados de cualquier manera, caídos algunos, en ordenadas filas otros. Una cortina de tela oscura dejaba el cuarto en una leve penumbra a pesar de la hora matinal. Hice otra profunda inspiración e intercambié una mirada con Laura.

―Revisa a ver ―dijo, encogiendo los hombros―. Yo voy a montar más café. Llámame si me necesitas… Me parece que la señora María aparecerá en cualquier momento, y eso me hace sentir incómoda. Voy a estar en la cocina. Avísame cuando termines.

La vi desaparecer por el pasillo y me arrodillé frente a las cajas. Revisé sin apresuramientos y le eché un vistazo a los títulos en los anaqueles. Había un poco de todo: enciclopedias de los años 70, libros de historia, textos académicos, novelas, fascículos de viejos recetarios de cocina, volúmenes sobre extraterrestres y sobre jardinería, colecciones bellamente empastadas sobre literatura rusa y francesa, antologías de cuentos, revistas de modas, folletos, una mesa de planchar con más libros encima, manuales de mecánica automotriz, diccionarios, libros sobre arte italiano… Me sentí de nuevo como un niño ante aquella cueva llena de pequeños tesoros, y lamenté las tristes circunstancias que nos habían empujado a eso. Aparté un tomo grueso sobre autores rusos (Gógol, Pushkin, Turguéniev, Korolenko, Bunin, Gorky y otros), una vieja edición de “La educación sentimental” de Flaubert, un volumen de Herodoto (“Los nueve libros de la Historia”), otro de Suetonio (“Vidas de los doce Césares”) y varias novelas de autores europeos.

―¿Vas a querer más café? ―preguntó Laura una hora después.

Le dije que sí mientras sacudía el polvo de mis manos. Poco a poco había logrado establecer un poco de orden, apartando los títulos que me interesaban de los que podía regalar o donar a la Biblioteca Pública. Quedaba mucho polvo todavía, muchas telarañas, algunas cajas sin abrir y anaqueles sin revisar, pero al menos ya estaba a mitad del camino. Hicimos una pausa para beberme el café y cruzar algunos comentarios sobre la señora María y sobre nuestra querida amiga, lejos en Buenos Aires, ajena por completo a la limpieza que realizábamos.

―La extraño, ¿sabes?

―Yo también ―me dijo Laura―. Yo también. Ella insistió mucho en que tú te quedaras con los libros de su mamá. Creo que eso lo dice todo.

―Dice todo y más. Hubiese preferido que estuviese aquí con nosotros, pero…

―Pero esto es lo que hay ―completó ella―. ¿Te falta mucho?

―Sí. Me falta aún revisar lo que está en aquella pared…

―Bueno… Mejor te quedas a almorzar conmigo y venimos otro rato en la tarde, ¿te parece?

Paseé la mirada por la habitación y asentí con lentitud. Ya cuando salíamos del apartamento, giré la cabeza por encima del hombro para contemplar el silencio que dejábamos atrás. Murmuré una frase de agradecimiento a la señora María y lamenté una vez más aquella vuelta del destino que me sorprendía con otro cargamento de libros ajenos, pero los aceptaba con mucho respeto y cariño. Laura preguntó luego cómo me llevaría los libros.

―Tendré que pedirle a mi papá que me dé la cola, porque esas cajas pesan mucho.

Laura me miró con curiosidad.

―Más libros ―me dijo con un acento raro en la voz―. Quién sabe qué pasará con ellos cuando tú te mueras.

Lo pensé un momento y dije:

―No lo sé, vieja. Supongo que alguien más hará entonces lo que nosotros estamos haciendo hoy. La vida es una enorme rueda… Regálame otro poquito de café, por favor.

28 de enero de 2019

Marico inútil.




Estábamos sentados alrededor de la mesa con tope de mármol, junto a la piscina, bebiendo cervezas. Los niños jugaban salpicándose con agua y gritando, emocionados con el juego. Uno de ellos alcanzó la orilla, se sentó en el borde y se incorporó alternando la mirada entre nosotros tres. Sujetó la pelota de goma con las dos manos y se dirigió hacia mí.
—Tío Luigi —dijo mientras se acercaba—, ¿puedes inflarme la pelota?
La Negra entrecerró los ojos por encima del borde de la botella, dando un sorbo, y supe que lo hacía para disimular una sonrisa. La miré y luego observé el rostro de Patricia.
—No —dije—. ¿La mamá del niño?
Patricia bebió de su cerveza antes de llamar la atención de su hijo.
—Dame acá, papi. El tío Luigi no sabe inflar pelotas… No tiene fuerzas ya. Está viejo.
El niño me dirigió una mirada de asombro e incomprensión antes de entregarle el balón a su madre.
—Viejo está tu culo —dije—, y todavía levanta, pendeja.
Patricia se llevó la pelota a la boca e intercambió una mirada de complicidad con la Negra.
—¿Te acuerdas de lo que hablamos ayer?
Entonces las dos voltearon a verme y se les escapó la risa. El niño esperaba junto a la mesa, con las manos en la cintura, mojando las losas calientes del piso.
—Marico inútil —dijo la Negra, dándole otro sorbo a la botella.
Patricia llenó de aire la pelota y se la devolvió a su hijo y luego le acomodó el borde superior del traje de baño antes de mandarlo de vuelta a la piscina.
—¿Hace cuánto nos conocemos, Luigi? —preguntó—. ¿20 años? ¿25 ya?
—¿Y encima le vas a sacar la edad al marico? —dijo la Negra.
Ellas volvieron a intercambiar otra mirada y una sonrisa. Parecían dos niñas ya decididas a joder a una compañerita de la escuela, cómplices, juguetonas, rebeldes.
—Ayer le dije a la Negra… No sé ni por qué estábamos hablando de ti… “Coño, hay que ver que Luigi no nos aporta nada…”
—Era por el vestido de Amelia, el de la boda de Ricardo, ¿te acuerdas? Que se lo hizo Lino…
—¡Ah, sí! —siguió Patricia—, era por el diseñador, porque seguro que sus amigas se aprovechan de él para que les haga vestidos de pinga; pero tú, coño, ni eso…
La Negra dio otro sorbo a la botella de cerveza.
—Pero es que este marico no nos ayuda en nada… Un cero a la izquierda. Una nulidad.
Las dos se echaron a reír.
—¿Te acuerdas de aquel viaje a la playa, cuando le pedimos que cuidara la pasta para la cena?
Ellas volvieron a compartir la misma risa. Yo bebí otro trago de la cerveza. Ya estaba tibia.
—¡Ajá! —dijo Patricia—. ¡De pana! El marico ni supo mover los fideos para que no se pegaran.
Yo también reí al recordar lo nefasto que había resultado ese viaje desde el punto de vista gastronómico. Además, en mi vida había cocinado pasta. Esta vez reímos los tres juntos.
—Verga —siguió Patricia—, es que no aportas un coño, güevón… Qué marico tan raro eres tú. No secas pelo, no maquillas, no coses, no diseñas, no cocinas, no sabes de moda…
—No decora —agregó la Negra—, no le gusta cuidar niños, no limpia, de vaina como que lo que sabe es fregar, y porque la esponja saca la espuma…
—Par de pendejas —les dije y dejé la botella encima de la mesa—. Yo soy un escritor. Además, eso puede calificar como violencia de género. Las voy a denunciar.
—¡Coño! —dijo Patricia—, pero que seas escritor no nos sirve para nada…
—¡Yo no tengo la culpa de que ustedes sean unas incultas de mierda!
Las risas se repitieron alrededor de la mesa con tope de mármol, junto a la piscina. Los niños gritaron que querían beber Pepsi-cola y Patricia les dijo que dentro de un rato.
—Yo creo que nosotras salimos estafadas en la repartición de maricos, Paty —dijo la Negra.
—Verga, sí. Y la vaina es que uno no sabe dónde quejarse.
—Y ya es como tarde para devolverlo. ¿Qué vamos a hacer? Ya nos encariñamos con él. Tendremos que calarnos a nuestro marico inútil…
—Pendejas —les respondí—. Vayan a joder a otro…
Me levanté para buscar las botellas de Pepsi-cola en la cocina.
—¡Luigi! ¡Luigi! —gritó Patricia—. ¡No te vayas! ¡Nosotras te queremos así, todo defectuoso!
Las risas me siguieron mientras me alejaba de la piscina hacia la casa. Giré la cabeza para gritarles: “¡Par de pendejas incultas!” y disimulé una sonrisa.

22 de enero de 2019

Taxista.



Terminamos poco antes del mediodía; o terminó ella, mejor dicho, de hacerse todos los exámenes médicos pendientes para su operación de vesícula. Yo la estaba acompañando porque somos vecinos y porque sus hijos están fuera del país y porque me habría gustado que alguien más hubiese hecho lo mismo por mi vieja en caso de que yo no estuviese cerca. El dolor no era muy intenso y acababan de inyectarle una nueva dosis de analgésicos. Caminamos hasta la esquina más cercana a la clínica y decidimos tomar un taxi. Yo sólo cargaba las llaves de mi apartamento porque me he acostumbrado a cargar lo mínimo, apenas un libro bajo el brazo; pero ella dijo que no me preocupara porque cargaba suficiente dinero en efectivo. Se detuvo un carro que había visto mejores tiempos y nos subimos. El conductor era un hombre joven que nos dio poca conversación más allá de confirmar la dirección que le facilitamos. En el asiento trasero del carro nos entretuvimos en conversar sobre lo que quedaba pendiente antes de la operación, dos días después. Percibí su inquietud cuando registraba con afán en el interior de la cartera. Me miró con asombro en las pupilas y le echó una mirada subrepticia al conductor.

—Ay, hijo —dijo ella—, vamos a tener que bajarnos aquí… Es que no cargo el dinero completo.

El hombre nos miró a través del retrovisor.

—No se preocupe, mi doña —dijo—. Cuando lleguemos a su casa me lo completa. Tranquila.

Ella volvió a cruzar una mirada de alarma conmigo antes de responderle:

—Cónchale, es que en mi casa tampoco tengo más efectivo, porque no he tenido tiempo de ir al banco… Andaba ocupada haciéndome unos exámenes porque me opero pasado mañana… No, mejor nos bajamos aquí… Ay, qué pena contigo…

El hombre volvió a lanzarnos otra mirada por el retrovisor y encogió los hombros.

—No se preocupe —dijo—, pero… Mire… ¿Y no tendrá algo de comida que me dé?

Esta vez mi vecina y yo intercambiamos una mirada de incomprensión.

—¿Comida? —preguntó ella—. ¿Quieres que te dé comida?

—Si… Digo, si usted quiere, me puede pagar la carrera con comida… ¿No tiene un paquete de arroz que le sobre?

—Sí, hijo, claro… Faltaba más. ¿No te importa?

La mirada a través del retrovisor se convirtió en una sonrisa. Yo esperé con él mientras mi vecina subía hasta su apartamento; luego ella regresó no sólo con el paquete de arroz, sino también con un envase de mantequilla y una bolsa de leche en polvo, porque el hombre nos había contado sobre la difícil situación en su casa. La esposa era maestra y todavía no les habían pagado, por lo que ella se había sumado al grupo que todos los días se reunía para protestar con pancartas y banderas frente a la sede regional de la Zona Educativa. Comprendimos, sin que ninguno lo mencionara, que era una gota en un vasto océano de calamidades y desidias gubernamentales. Y eran los hijos de la pareja quienes llevaban la peor parte.

—Hoy, por lo menos, podremos dejar de comer yuca, gracias a usted. Será arroz con mantequilla.

Nos despedimos del hombre y regresamos al interior del edificio. Ya en el ascensor, dije:

—¿Quién se iba a imaginar que algún día llegaríamos a esto?

Ella me miró con mucha tristeza. Dijo que dentro de todo se sentía agradecida porque podría operarse juntando los dos seguros médicos que le quedaban. Ya luego se vería.

—Si te comunicas con los muchachos —agregó—, no les digas nada. ¿Para qué? Se van a preocupar y están muy lejos. Sería inquietarlos por gusto. Es mejor que no sepan nada. Después, cuando todo termine, yo misma se los cuento. —Se persignó con lentitud—. En nombre de Dios…

15 de enero de 2019

Hot Yoga.




Decidimos esperar veinte minutos más, para ver si restituían la energía eléctrica, pero eso no sucedió. Entramos en una habitación alargada y mal ventilada, al fondo del local de productos naturistas; había una sola ventana y el sol de la tarde se aferraba con fuerza a los barrotes de hierro. Cuatro muchachas, seis señoras mayores, el instructor de yoga y yo. Las sesiones comenzaron hoy, y tal vez por eso la charla general se expandió sobre lo que habíamos comido o dejado de comer en diciembre. Casi ninguno aumentó de peso. El instructor alzó la voz y puso orden en el grupo. Las mujeres intercambiaron una sonrisa conmigo, algunos asentimientos con la cabeza, y luego, poco a poco, se ensanchó el silencio. El instructor sugirió comenzar con algunos estiramientos, nada complicado, pero al cabo de unos quince minutos el calor se hizo insoportable.

Quizás la sensación de estar allí, encerrados, intensificó el calor; y la ausencia de electricidad mantenía los ventiladores de pared tan inmóviles y mudos como las gárgolas de una vieja iglesia francesa. Sentí la humedad encima de mi labio superior y en el borde superior de la franela. Intenté concentrarme. Me dije que el calor era un estado mental. Noté que casi todas las mujeres comenzaban a jadear y a recogerse el cabello con movimientos lánguidos. El ambiente parecía impregnado con una sustancia oleosa y pesada que nos obligaba a movernos con lentitud, mucha lentitud. Creo que el instructor lo percibió, aunque hizo un esfuerzo para restarle importancia y elevó un poco el tono de su voz.

—Por favor, junten las palmas de las manos a la altura del pecho con una inspiración profunda… Luego alcen las manos por encima de la cabeza…

Algunas mujeres se quejaron de forma casi imperceptible. Respiraban con sonoridad. Se movían con más lentitud. Pensé en los niños renuentes en un salón de clases, al principio del año escolar. Casi ninguna parecía con ganas de trabajar. Una de las muchachas, cerca del rincón, detuvo el gesto de alzar los brazos y le comentó algo en voz baja a su compañera. Se miraron y luego observaron al instructor. La otra muchacha hizo un movimiento negativo con la cabeza, y después ese mismo movimiento se convirtió en algo dubitativo.

—Permiso… —dijo la primera muchacha, llamando la atención del instructor—. ¿Puedo quitarme la franela? ¿Les importa si me quito la franela? —Paseó la mirada por nosotros y dejamos de hacer lo que estábamos haciendo—. ¡Me estoy muriendo del calor! No lo aguanto.

Un murmullo serpenteó a través del grupo y algunas de las señoras se rieron, mirándose unas a otras. El instructor abrió la boca, pero no dijo nada. La chica se sacó la franela con un rápido movimiento de los brazos y la dejó caer a un lado. Llevaba puesto un sujetador de un indefinido color oscuro. Su amiga parecía querer decirle algo con la mirada, pero ella se hizo la desentendida.

—Ay, total… —dijo alzando la voz—, es como un traje de baño. De verdad que no aguanto el calor.

Las señoras mayores intercambiaron más risas. Una de ellas, más cerca de las muchachas, dijo que ella no se avergonzaba de nada porque era una cuestión de actitud. También se sacó la franela y mostró su torso avejentado y los senos desinflados en un viejo sujetador. De pronto pareció emancipada, liberada, contenta. Más risas femeninas, aunque ninguna me miraba. Ni al instructor. Otra de las señoras dijo que había confianza con José Gregorio, porque las había conducido desde mucho tiempo atrás. El instructor se encogió de hombros y les pidió hacer lo que mejor les pareciera. Se desprendieron de sus franelas. Otras, más osadas, porque llevaban pantalones holgados de algodón, decidieron quedarse en pantaletas. Algunas se palmeaban las caderas y bromeaban sobre la carne que les colgaba, un chiste relacionado con persianas o algo por el estilo. Otras se pellizcaban la piel y trataban de mostrar cuánto peso habían perdido.

La visión que me ofrecieron estaba impregnada de feminidad, mucha feminidad, pero no se trataba de una imagen desagradable. Estaba rodeado por un grupo de mujeres casi desnudas y acaloradas que había decidido saltarse los convencionalismos y mostrarse tal cual eran frente a mí, frente al instructor de yoga y frente a ellas mismas. La energía opresiva y calurosa de aquella habitación alargada se aligeró con la ropa que se quitaron, como si las paredes también hubiesen participado de aquella emancipación vespertina. Poco importaba la piel fláccida o los músculos blandos en algunas de las mujeres, en contraste con la carne dura y los senos alzados que lucían las muchachas; lo que importaba era la camaradería alcanzada, las risas compartidas, la inesperada complicidad que se había extendido como una red inmensa para envolverlas a todas. Una de las últimas le susurró algo a la mujer que tenía al lado. Alcancé a escuchar que la otra le respondía en voz baja, mientras me veían de reojo:

—No, chica; él no es… Ay, ¿no ves que es marico? Dale tranquila.

Pero la frase se escuchó perfectamente porque en ese momento ninguna habló y la frase sonó como si lo hubiese dicho a través de un megáfono. No me sentí ofendido y eso hizo que soltara la risa. Me saqué la franela y me quité el pantalón que llevaba, un viejo modelo blanco con el que solía asistir a prácticas de kárate en mi adolescencia. Me quedé luciendo un pequeño bikini negro, sintiéndome tan alegre como si hubiese retrocedido a la infancia. El instructor ni siquiera se inmutó y también se sacó la franela. Todos hicimos una profunda inspiración. Todos nos sentimos liberados. Todos nos tiramos de cabeza en una sesión de yoga diferente, extrovertida y nudista. Al terminar, porque casi nadie pareció prestar atención a nuestra desnudez, una de las señoras mayores dijo, con un acento de picardía juvenil:

—A la próxima clase hay que traerse los sostenes y las pantaletas más bonitas, por si acaso se vuelve a ir la luz.