30 de agosto de 2020

Fiesta en el jardín.

 

 

Ocurrió en 1995, creo. Una fiesta nocturna. Una reunión de amigos. Tragos y risas y música. Lo recuerdo bien. Nunca he podido olvidarlo. Eran los amigos de unos amigos y quizás habíamos coincidido antes en dos o tres oportunidades, en otras celebraciones parecidas. La etapa de la juventud parece estar llena de múltiples paréntesis similares. Creo que otra persona en mi lugar lo hubiese disfrutado, se habría integrado con facilidad, sin hacerse tantas preguntas, y la escena no tendría mayor importancia. Otra persona en mi lugar. Intento evocar cuál fue la primera interrogante sin respuesta o la gota que al fin llenó el vaso, pero mi memoria es necia y apenas he podido recuperar la esencia del momento compartido. Cierro los ojos y veo los grupos de personas en el jardín trasero. Las sillas de hierro forjado pintadas de blanco. Las luces titilantes de la ciudad allá abajo. Muchas sonrisas. Algún tono de voz que se alza por encima del murmullo general para darle énfasis al final de una anécdota. Todo parece perfecto y natural, menos mi deseo de estar en cualquier otra parte, lejos de allí. Estoy seguro de que no se trató de la primera vez, ni de la última, pero no logro precisar ahora el momento exacto cuando mi desajuste se inició. 

Una ligera sonrisa curvaba mis labios. De vez en cuando un gesto de asentimiento. Sorbos al vaso lleno de vodka y agua tónica. Y la incómoda sensación de alejamiento que se ensanchaba sin que pudiera evitarlo. Estaba allí, pero al mismo tiempo me sentía ausente. Ellos parecían formar un grupo homogéneo, gente que se divertía un sábado por la noche, pero me costaba mucho mimetizarme, convertirme en uno más, formar parte de aquel momento sin las fisuras que percibía en mi interior. No recuerdo que alguien se fijara en ello. Sea lo que fuese, me pertenecía sólo a mí. Una perturbación desagradable que lograba camuflar a duras penas a través de las risas esporádicas y una que otra alzada de las cejas. Todos parecían tan inmersos en el momento que es poco probable que se fijaran en la forma evasiva con la que mi mirada vagaba hacia la linde del jardín y la oscuridad del abismo que nos separaba de la ciudad allá abajo. Representaba un papel y sentía la urgencia de recitar mis parlamentos improvisados de la mejor manera que pudiera para no atraer una atención innecesaria. Nuestro anfitrión se detuvo a mi lado y preguntó si mi trago estaba bien. Mentí y dije que sí. Él ignoraba cuánto detesto beber vodka con agua tónica. 

Me gustaba la perspectiva de pasar el fin de semana lejos de mi casa. Así tenía la oportunidad de conocer a otras personas, escuchar otras historias, percibir sensaciones novedosas; pero una y otra vez siempre terminaba añorando la quietud de mi habitación, el silencio de mis libros y la libertad de ser yo mismo puertas adentro. Aceptaba aquellas invitaciones, también, porque buscaba algo más que no hallaba en el laberinto de mi introspección. Una persona. Una escena. Una emoción. Un relámpago que iluminara las oquedades de mi incertidumbre. Pero todos los esfuerzos fueron fallidos. Aún lo son, pero ya he dejado de buscar con tanto afán y poco a poco tiendo a conformarme con la mayoritaria convencionalidad de lo que me rodea. He aprendido a percibir cierta belleza en las uniformes gradaciones del gris, en lugar de tirarme de cabeza para buscar el absolutismo del blanco o del negro que tanto me inspiraran en la adolescencia. Tal vez significa que me falta cierta madurez emocional y prefiero convertirme en un avestruz ante cada nueva experiencia que me saque mi zona de confort. No lo sé. Es otro asunto que debería tratar con mi terapeuta. Pero los temas emocionales se acumulan encima de mi escritorio.

Pienso en aquellos amigos. Y en los amigos de mis amigos. Me pregunto qué tanto creían conocerme. Qué tanto de mí dejé que saliera a la superficie. Supongo que se asombrarían si supieran que mi atención estaba dividida, mutilada. No era yo mismo con ellos. No porque ocultara algo de forma deliberada, sino porque sencillamente nunca se tomaron la molestia de conocerme a fondo, de hacer preguntas, de ver más allá de lo que era evidente para la mayoría. No me considero un hombre hipócrita o falso, es sólo que rara vez me he permitido desplegar las velas ocultas que suelo guardar para las ocasiones en que el viento es propicio para los intercambios interesantes y nutritivos. Soy un egoísta, eso es todo. ¿Cuántas otras reuniones sufrí a lo largo de los años? ¿Cuántos bautizos infantiles, cumpleaños o presentaciones de libros? ¿Cuántas otras fiestas en jardines donde me sentía como una pieza de ajedrez sobre un tablero de Ludo? He perdido la cuenta, y la verdad es que poco importa a estas alturas, porque el desencajamiento es el mismo, a pesar del tiempo transcurrido desde esa noche. Creo que muy pocos pueden entenderlo. Y yo evito decirlo. Todo lo que puedo hacer es apartar la vista del elefante en medio de la habitación y rogar que nadie se fije en ello.