31 de marzo de 2018

Libros en custodia.





                —¿En serio? —dijo Martha—. ¿No te molesta?
                —No, querida. ¿Por qué habría de molestarme? Creo que los dos salimos ganando.
                —Leí lo que escribiste sobre tu biblioteca y eso me animó a llamarte.
                —Claro. Sucede en el momento justo.
                —Había pensado en venderlos, pero estoy agobiada con todos los papeles que he tenido que tramitar y la verdad es que no tengo tiempo para dedicárselo a los libros. O me concentro en una cosa o me concentro en la otra. ¿De verdad no te importa?
                —No, no; para nada. Más bien te agradezco que pensaras en mí.
                —Sí, bueno; también pensé en otros amigos, pero tú eres el primero al que llamo.
                —De verdad, mil gracias por eso.
                —¿Te puedo mandar una lista, entonces? Así escoges los títulos que prefieres y dejamos otros libros para los demás. ¿Te parece bien si lo hacemos así?
                —Por supuesto. Mándame la lista a mi correo. La reviso con calma y te escribo de vuelta.
                —Maravilloso, querido —dijo ella—. No sabes cuánto te lo agradezco. Me da mucho dolor dejar mis libros, pero me voy tranquila porque los dejaré en buenas manos. Tú sabrás apreciarlos tanto como yo. Y no puedo llevármelos. Eso ni pensarlo.
                —No, claro. Sólo de imaginar el peso…
                —Exacto. Y mi esposo quiere que simplifiquemos todo. Hay que hacer sacrificios.
                —Te entiendo. No tienes que explicarme nada. Aquí serán bien recibidos y cuidados.
                —Gracias, Luis Guillermo. No sabes cuánto me ayudas. Respiro mejor sabiendo que mis libros están en tus manos y no por ahí, quién sabe dónde, manoseados por extraños. Contigo sé que estarán seguros.
                —Claro. Puedes contar con eso.
                —Además, tu biblioteca está quedando tan bonita. Vi las fotos. Te felicito.
                —Gracias, querida.
                —Te mando la lista apenas la termine. Tú escoges lo que quieras. De todas formas, ya son tuyos, prácticamente.
                Los dos reímos y finalizamos la conversación. Respiré profundo. Era la tercera vez que eso me sucedía, y me pareció curioso. Entendí bien que resulta muy incómodo y difícil para los que se deciden a emigrar llevarse sus libros, pero la confluencia de esas decisiones de dejarlos conmigo me llenaba de orgullo y nostalgia al mismo tiempo. Y todo por haber publicado en Facebook unas fotos de mi biblioteca mientras la iba armando. Fue un impulso repentino. Casi todos mis libros seguían en cajas grandes luego de mi propio conato de partida. Fracasado ese intento, ellos se quedaron en ese sueño suspendido y oscuro hasta nuevo aviso. Un fin de semana me armé de valor y comencé a abrir las cajas, una por una, luego de haber contratado a un chico para que colocara los estantes de nuevo en las paredes de mi estudio. Me estimuló bastante hacerlo, porque tengo una relación muy simbiótica con los libros, y comprendí que los necesitaba a mi alrededor para impulsarme a seguir adelante. Y no me equivoqué al respecto. Supe de inmediato que había tomado la decisión correcta.
                El correo electrónico de Martha llegó dos días después. Una larga lista de títulos que me hicieron emocionar conforme avanzaba en la lectura. Reconozco que no fue fácil decidirme. Pensé en el precio posterior del envío; aunque Martha se había ofrecido a pagar la mitad del costo, yo decidí que no podía dejarla hacer eso. Me estaba regalando sus libros, ¿y encima tendría que pagar por hacérmelos llegar? No. Definitivamente, no. Decidí que yo asumiría el gasto, convenciéndola de ello sobre la marcha. En la lista, como sucede en toda buena biblioteca, había volúmenes de filosofía, de literatura, enciclopedias, y una mezcla de autores que sólo un lector acucioso suele reunir bajo un mismo techo. Así, poco a poco, fui anotando títulos y nombres en una hoja blanca para decidir al final con qué me quedaría. Insisto, no resultó una tarea sencilla.
                Entretenido en eso, recordé el pedido inicial de otra amiga, la primera en ofrecerse a dejarme sus libros porque se iba del país. Ella vivía en Valencia. Apartó un fin de semana para recibir a sus amigos más cercanos, y dejar que cada uno seleccionara libros en su biblioteca y se quedara con ellos. Acordamos vernos el sábado por la tarde. Llegué con dos bolsos grandes, sin vergüenza y sin remordimientos ante lo que estaba a punto de hacer. Me tocó ser atendido en la tarde porque otra de sus amigas ya había apartado la mañana para hacer sus escogencias. Yo me limité a cruzar los dedos para que hubiese dejado algo interesante para mí. Marianne me recibió con una sonrisa de complacencia y la noticia de que su amiga había tenido un percance y por eso no pudo llegar a la hora indicada. “¿Soy el primero?”, le pregunté con alegre incredulidad. Marianne asintió y subimos a su apartamento para llenar con paciencia mis bolsos. Todavía, al día de hoy, agradezco en secreto el hecho de que su amiga no pudiera llegar a tiempo y me cediera la oportunidad de “hacer mercado” literario. “Por favor”, dijo Marianne a media tarde, ofreciéndome una taza de café, “deja algo para los demás. Se van a sentir frustrados y te van a maldecir en voz baja”.
                Los correos intercambiados con Martha, mucho después, me hicieron sentir como un niño que escribía su carta a Santa Claus en Navidad. Aquella lista primigenia se vio reducida varias veces antes de llegar a algo definitivo. Siempre con el costo del envío en mente, por supuesto. No llegué a escoger todo lo que quería, pero me sentí satisfecho de haberme decidido por los autores y los títulos que más me interesaban. Allí había muchas joyas esperándome. La caja llegó al cabo de un par de semanas. Tuve que pedirle el favor a Papá de que me llevara a buscarla porque pesaba mucho. Él ni siquiera preguntó qué había dentro. Sonrió mientras negaba con la cabeza en una clara señal de que desaprobaba mi gasto, pero comprendiendo que ya estaba hecho. Ese día pasé toda la tarde sentado en el piso, sacando un libro a la vez, acariciándolo, leyendo la cubierta posterior, oliendo sus páginas centrales, descifrando las notas manuscritas de Martha en los márgenes, buscándole un lugar especial dentro de mi biblioteca. Confieso que la sensación de regocijo infantil fue muy grande. Y al final me invadió una extraña melancolía. Eran los libros de Martha. Y ahora estaban en mi biblioteca. Imaginé a Martha sintiendo una alegría similar a la mía mientras los compraba, al leerlos, al saberlos seguros en su propia biblioteca. Supuse también que ella debía haberse sentido muy triste al desprenderse de ellos. Las lecturas de su vida. Sus escogencias. Sus autores favoritos. Sus horas apartada del mundo. Sus silencios acompañados. Todo eso pasaba a formar parte de mi burbuja literaria. Me sentí como si le hubiese robado algo a Martha, o me hubiera aprovechado de su viaje inminente para saquear los estantes llenos de libros. ¿Qué pudo haber sentido ella cuando los colocaba con lentitud dentro de la caja? ¿Qué recuerdos habría conjurado cada título? ¿Cómo se apartaría de la caja para fijar la mirada en otra cosa? ¿Habíamos hecho lo correcto?
                También pensé en Marianne. Y en Víctor. Otros lectores voraces. Otros escritores forzados a abandonar eso que tanto nos nutre y nos estimula. Sólo alguien con un amor similar podría entender esa decisión apresurada, ese corte quirúrgico, esa mutilación emocional de la que quizás es preferible no hablar por un tiempo. Una pérdida. Un duelo literario. Una despedida muda. Creo que ellos deben sentirse medianamente tranquilos porque sus libros han venido a parar con los míos. Y yo agradezco muchísimo lo que me obsequiaron porque de otra forma, con la escasez actual, me hubiese resultado imposible ponerle las manos a semejantes títulos y autores. Cortázar. Borges. Lispector. Algunas novelas de Rubem Fonseca. Los cuentos completos de Virgilio Piñera. Cuatro volúmenes con los relatos de Raymond Carver. Y también Gógol. Fitzgerald. Lessing. Grass. Un peculiar tomo de relatos cortos de Elizabeth Bishop que guardo con mucho celo. Austen. Akutagawa. De Stefano. Ana Teresa Torres. Onetti. Cabrera Infante. Millás. Balza. Vargas Llosa. Lo cierto es que he salido ganando con los envíos de mis amigos emigrantes. Mi biblioteca se ha enriquecido bastante gracias a los libros que ellos dejaron atrás. Pero me dejan una sonrisa agridulce.      
Hoy me siento como si fuese un custodio literario de libros ajenos. Ellos se han ido y me han dejado sus reliquias llenas de letras y frases memorables. Pero a pesar de todo lo dicho y escrito, ninguno se acerca a comprender la magnitud de mi agradecimiento. Las palabras a las que tanto nos hemos aferrado, fallan en este momento. Entonces es preferible dejarlo así, evitando la treta de recurrir a cualquier lugar común para expresar lo inexpresable. Los libros nos unen. Espero que algún día podamos vernos de nuevo, conversar como antes, y que mis amigos puedan reconocer en mi risa y en mis lecturas el amor multiplicado que ellos también sintieron por los volúmenes que dejaron conmigo, que me dejaron en adopción. Ahora son míos, pero todos sabemos que siguen siendo de ustedes. Allí no hay discusión.

16 de marzo de 2018

Merienda.





                —Hola, Luis —dice Tibisay al otro lado del teléfono— Bonito día.
                —Hola, Tiby. Buen día.
                —Luis, dime algo: ¿estarás muy ocupado esta tarde?
                —Hmmm… Debo verme con alguien a media tarde, pero puedo jugar con el tiempo. ¿Por qué?
                —Porque preparé pan dulce. Es una prueba, y quiero compartirlo contigo. Y café con leche. ¿Te animas? Además, quiero que veamos un capítulo de una serie que me tiene enganchada, para que la comentemos luego. ¿Qué me dices?
                —Te digo que casi te quedas hablando sola. El auricular iba a quedar colgando en el aire por la carrera hasta tu casa. ¡Claro, querida! ¿Cómo decirte que no? ¿A qué hora te viene bien?
                —Pues, no sé; ¿te parece bien entre 3 y 4 pm? Así tendrás tiempo de regresarte temprano.
                —Excelente. Nos vemos entonces a las 3:30 pm.
                Lo curioso es que luego, mientras iba llegando a la entrada del edificio donde vive mi amiga, el sol de la tarde me daba sobre la cara, pero no se sentía tan caliente; y una brisa bastante fuerte aminoró mis pisadas. De pronto me provocó cerrar los ojos e imaginar que caminaba por alguna playa de Margarita. Y los cerré, seguro de que no tropezaría con algo en los siguientes cuatro o cinco pasos hasta la verja exterior del edificio. Tibisay me esperaba en la puerta interna, con su sonrisa habitual, su mirada atenta, y antes de abrazarme dijo:
                —Qué brisa tan rica, ¿verdad? Parece de playa.
                Sonreí. Sus palabras eran una muestra más de la complicidad que parece fluir entre nosotros sin proponérnoslo. Después, de camino hacia el ascensor, comentamos el tiempo que tenemos sin poder ir a una playa por el problema con el dinero o la enfermedad de su esposo; pero de nuevo, en silencio, hubo un tácito acuerdo de concentrarnos solo en la brisa de la tarde y la alegría de compartir otra merienda íntima. Todo lo demás tendría que esperar. En su apartamento, me senté con confianza en el sofá y ella me ofreció un pan pequeño, cuadrado, fragante a anís estrellado, aún tibio.
                —Es una muestra —dijo—. Todavía estoy probando. Quiero que me digas qué te parece.
                Jeroh apareció al poco rato, con un libro en las manos, me saludó con afecto y casi de inmediato se lanzó a comentar algunas impresiones que tenía sobre la lectura en curso. Sonreí de nuevo porque disfrutaba mucho con ese momento: el aroma del café recién colado que nos alcanzaba desde la cocina, la charla literaria con Jeroh, los colores terrosos de la decoración del apartamento, la brisa vespertina que entraba sin pedir permiso a través de los ventanales abiertos, el pan tibio entre mis manos, la inmediatez de un paréntesis nutritivo que enriquecería mi tarde mucho más de lo que podría describirlo aquí, ahora, ya diluido ese presente en pretérito. Hablamos sobre una multiplicidad de temas que no nos asombraba, ni siquiera cuando la parte femenina de mi mente daba saltos inesperados en la conversación con Tibisay. Y se lo dije:
                —Me maravilla esta facilidad que tenemos para unir las ideas o para concatenarlas sin que tengan que ver unas con otras y sin hacer pausas.
                Ella me sonreía de vuelta y Jeroh fruncía el ceño.
                —No entiendo —se quejaba—. ¿De qué hablan ustedes? ¿No estábamos hablando sobre el texto de…?
                Y la mano serena y afectuosa de Tibisay posándose en el antebrazo de su marido.
                —No, Jeroh; eso era hace un minuto. Luego recordamos algo más. Pero ya volvemos al cuento.
                —Ustedes me confunden.
                Tibisay y yo reíamos.
                —Es que la mente femenina —dije— está acostumbrada a los saltos cuánticos, inesperados; en cambio la mente masculina es lineal, de un punto fijo al otro. Los varones prefieren ir en línea recta. Las hembras adoran los circunloquios. Y yo avanzo entre tropiezos. Pero, ahí vamos.
                Y reímos los tres de nuevo. Entonces supe que mientras durara ese paréntesis vespertino, con el café con leche espumoso y caliente, los pedazos de una torta que Tibisay había preparado también, la charla literaria que unía y separaba nuestros puntos de vista alternativamente, la brisa de la tarde y los libros que nos rodeaban, todo estaría bien. Estábamos conscientes de lo que ocurría (y ocurre) afuera. No lo negábamos. No lo minimizábamos. No intentábamos restarle importancia. Pero de común acuerdo habíamos decidido presionar el botón de pausa para hablar sobre algo más, para dar brazadas lentas dentro de aquella piscina llena de lecturas en curso, para degustar los sabores de la cocina de Tibisay, para disfrutar con plenitud de una amistad que nos resulta (que me resulta) tan nutritiva, tan especial, tan fuera de lo común. Y pensé también que en la medida en que pueda seguir gozando de estas pequeñas burbujas de oxígeno, de estas bocanadas de aire limpio, siempre podré volver a sumergirme en la mediocridad cotidiana que fluye a mi alrededor. Sé que puede parecer una tontería, una nimiedad; pero cada uno tiene sus fórmulas y sus herramientas para enfrentarse a la dolorosa realidad. Esta es la mía. La nuestra.

14 de marzo de 2018

Namasté.





                Acabábamos de arrodillarnos, ya cerca de finalizar la sesión.
                —Ahora —dijo el instructor—, con la espalda bien recta y estirada, lleven los glúteos a los talones, siempre con la espalda recta y los brazos relajados.
                Todos seguimos sus instrucciones y nos sentamos sobre nuestros pies. La música suave, al final de la habitación, ayudaba a relajarnos. Con los ojos cerrados me imaginé sentado sobre una roca, en medio de un río pequeño. Respiré profundo.
                —Ahora —siguió el instructor—, inclinen la parte superior del cuerpo hacia adelante y apoyen la cabeza en sus colchonetas, dejando caer el pecho contra las piernas.
                Todos seguimos sus instrucciones y apoyamos la frente contra la colchoneta.
                —Hagan inhalaciones profundas —dijo el instructor—. Llenen sus cuerpos. Relajen los brazos y coloquen las manos junto a los pies. Mantengan los ojos cerrados.
                Me concentré en la imagen mental de mi cuerpo sobre una roca, en medio de un río. Con los ojos cerrados. Imaginé la tibieza del sol sobre mi espalda. Escuché el rumor del agua entre las piedras. El sonido ambivalente del canto de algunos pájaros. ¿Había pájaros en mi fantasía? ¿O eso formaba parte de la canción que sonaba en ese momento? Mi mente rebelde intentaba dispersarse, pero la sujeté a través de otra profunda inspiración. Relajé los músculos de los brazos y las piernas. En el fondo del bosque, o quizás camuflado detrás de la canción, sonaba algo confuso y distante. Un ruido vago de voces. Si se trataba de personas acercándose al río, me hubiese gustado espantarlas con un movimiento de la mano. Pero me dije que eso no era una acción positiva y amable. Me regañé por encima del murmullo vacilante que se hacía más fuerte que el burbujeo del agua a mi alrededor. Todavía con los ojos cerrados, percibí un rápido movimiento de aire junto a mi brazo derecho, por lo que supuse que el instructor acababa de pasar por mi lado para llegar hasta la puerta del salón. El sonido metálico del picaporte. Las voces aumentando el volumen y entrando como animales desbocados. Alguien alzaba la voz. La gente junto a la orilla del río se tornaba fastidiosa.
                —Disculpen —sonó la voz del instructor—: a alguien le robaron un caucho allá afuera.
                Varias exclamaciones, quejidos, ojos que se abrían con sorpresa, movimientos acelerados hacia la puerta donde estaba el instructor con las cejas alzadas y la mirada saltando de unos a otros. Las espaldas encontrándose en un flujo violento para bajar por la estrecha escalera hacia la calle. Mi sensación de “coitus interruptus” porque había venido caminando, porque no tenía que pasar por esos amargos tragos de la inseguridad, porque lamentaba que la sesión se suspendiera con ese tono de alarma y frustración y molestia, porque hubiese preferido seguir montado en mi piedra en medio del río; pero lo que ocurría cerca de la orilla del agua parecía más grande y más fuerte, mucho más grande y más fuerte que nuestros intentos de alcanzar un equilibrio interior, un punto de relajación para soportar los mordiscos de la cotidianidad venezolana.
                Namasté.

8 de marzo de 2018

Cena de cumpleaños.





                El teléfono repicó justo cuando terminaba de servirme la penúltima taza de café. El reloj de la cocina señalaba 9:49 pm. Fruncí el ceño mientras caminaba hasta el aparato, preguntándome quién podía estar llamando a esa hora tan silenciosa. Levanté el auricular con impaciencia:
                —¿Aló? —dije—. Aló.
                —Estoy agotada —dijo ella—; pero al menos ya resolví lo de las flores. Ahora voy contigo.
                Sonreí. Era Vanessa, mi amiga de la universidad. Lo curioso es que había estado pensando en ella más temprano, justo después de cenar, indeciso sobre llamarla o no. Y aquí estaba.
                —Te llamé con el pensamiento —dije—. Tenía ganas de llamarte, pero no lo hice.
                —No, no lo hiciste —dijo ella con un falso acento de molestia—; siempre te olvidas de mí.
                —No inventes. Sabes que no.
                —Sabes que sí; por eso sé que no vas a decir que no a lo que voy a pedirte.
                —Ay, Dios…
                —¡Nada! Di que sí.
                —Depende.
                —Ay, di que sí y ya —insistió ella, ahora con voz quejumbrosa—. Sabes que el viernes es mi cumpleaños.
                —Er… Ah… Sí, claro.
                —Eres el peor. Ni siquiera te acordabas.
                Sorry, querida; he estado full con algunas correcciones y no tengo cabeza para más nada.
                —Yo sé —dijo ella—. Andamos igual. Cuando no es una vaina es otra. Típico, pues.
                —Bueno, al menos todavía podemos hablar… ¿Tuviste buen día?
                —Ni me hables de eso. Estoy agotadísima. Tuve que ocuparme de las flores y encargar las mesas y las sillas. Lo bueno es que mi amiga Cecilia, ¿la chef?, va a encargarse de la comida. Me dijo que sería mi regalo de cumpleaños. Y hablando de regalos, quiero que vengas a mi fiesta. Es lo único que quiero: que puedas venirte el viernes y asistas a mi fiesta. ¿Sí? No quiero regalos, no quiero más nada; sólo que vengas a la fiesta. Si quieres te paso buscando por La Encrucijada.
                —Pues… ¿El viernes?
                —Yo sé que te estoy avisando con muy poco tiempo, pero apenas me decidí hoy. Tú sabes que no iba a hacer nada, ya para qué; pero desde ayer se me metió la idea de hacer algo pequeño, algo íntimo, sólo veinte personas, una comida y tragos. ¡Es mi cumpleaños, coño!
                Solté la risa.
                —Créeme —dije—: eso no te lo discuto. Sólo que la idea de no hacer nada era tuya.
                —Yo sé, yo sé; pero cambié de idea hoy. Estoy sobresaturada con los problemas del país, las medicinas para mi abuela, el rollo de la comida, la inseguridad, el trabajo de Rodrigo, mi mamá que insiste en ser parte del problema y no de la solución; y encima, para rematar, Melissa no podrá venir porque tiene cita para entregar sus papeles allá. Entonces, ni modo que pierda la oportunidad. Ayer hablamos y le dije que no se preocupara.
                —Pero, ¿estaba bien?
                Imaginé a Vanessa asintiendo con énfasis.
                —Sí, sí, sí… ¿Quién coño va a estar mal en París? Jodidos estamos nosotros…
                Mi amiga bromeaba, ambos lo sabíamos; pero al mismo tiempo, casi imperceptible, debajo de la sonrisa, había un acento camuflado de amargura. ¿O podía ser cansancio? Me pregunté si sería prudente averiguarlo en ese momento o esperar hasta que nos viéramos durante el fin de semana.
                —Por favooooor —dijo ella—, dime que vas a venir… Por favooooor….
                Suspiré.
                —Sí, supongo que sí. ¿Invitaste a Sergio y a Carola?
                —¡Claro! Es un grupo pequeño, ya te lo dije.
                —Ajá, pero, ¿tendrías la amabilidad de pensar en los demás? Yo sé que es tu cumpleaños, y todo eso, pero invitar a más gente gay a tu reunión la haría mucho más atrayente. Eso de invitar puras parejas heterosexuales atenta contra la extensión de mi celibato. ¡No me ayudas!
                Los dos reímos.
                —Créeme, yo estoy en la misma. Mejor no hablemos de eso.
                —Sí, marica, pero al menos tú tienes esperanza de encontrarte con Rodrigo a finales del mes y recuperar el tiempo perdido. Jodido estoy yo… Por cierto, ¿cómo va eso?
                Escuché que Vanessa hizo una inspiración profunda y prolongada.
                —Ahí —dijo—. Ya queda poco.
                —¿Todavía trabajando?
                —Claro. En vista de que no nos veríamos en enero, como lo teníamos planeado, acordamos que agarraría el trabajo en Marsella para reunir más dinero, porque el apartamento comerá mucho dinero, y tú sabes cómo son los precios allá.
                —Bueno, pendeja, pero es una perspectiva bonita. Créeme que me alegro por ti. No todo va a salir mal. De vez en cuando el destino nos regala una sonrisa. Y ese carajo parece un buen hombre.
                La voz de mi amiga se dulcificó:
                —Nunca me habían hecho sentir tan especial.
                Me reí.
                —Bueno, marica, ya a tu edad… Estabas a punto de que te dejara el último autobús.
                —Estúpido… Entonces, ¿sí vienes?
                Dejé que transcurrieran un par de segundos antes de responderle.
                —Sí, yo creo que sí. 90% que sí.
                —¿Te vienes temprano?
                —Lo más probable. Llamaré a Sergio o a Carola para pedirles que me pasen buscando por Lomas del Este y llego con ellos. ¿O me necesitas antes?
                —No, no, tranquilo. Ya adelanté casi todo hoy. Para el viernes sólo quedan pendientes una que otra pendejada… ¿Sabes algo?
                —¿Qué?
                —Me da nota que puedas venir. Yo sé que estás full, y el tema país no ayuda con el rollo del efectivo y la escasez y toda esa vaina; pero me hace falta verte, hablar paja un rato, abrazarnos.
                —Yo lo sé —dije—. Yo lo sé.
                —No pido mucho —soltó otro suspiro—. Quiero regalarme una noche con mis amigos, beber un poco, comer bien, reírnos un rato, tomarnos fotos, sentir que estamos juntos…      
                —Querrás decir con los pocos que quedamos…
                —¡Es que no te lo dije! Tú eres el único amigo gay que me queda. Ya todos los demás se han ido. ¿Te dije que Andrés se fue a Houston? Y tú sabes que Ricardo y Miguel se quedaron en Nueva York. Ya las niñas comenzaron en la escuela. Están bellísimas.
                —¿Podemos no hablar de tus amigos gais aburguesados? Me siento ofendido.
                Vanessa se rió con confianza.
                —A ti lo único que te ofende, marico, es que ya vas quedando de último.
                —¡No! Si te pones a ver, tus fiestas de cumpleaños se parecen ahora a cualquiera de las novelas de Agatha Christie: cada vez quedan menos y menos personajes en la trama.
                Nos reímos juntos.
                —¡De pana, marico! Si me pongo a ver las fotos que tomamos siempre a la medianoche, donde aparecemos todos, es como si en cada foto han ido desapareciendo dos o tres por año. No había pensado en eso.
                Y de pronto dejamos de reírnos. No sé qué cruzó por su cabeza, pero yo asimilé la idea de que podría ser la última fiesta donde estuviésemos todos juntos; los que quedamos, al menos. En un par de meses, cuando los papeles estén firmados y sellados, nada la retendrá aquí. Me pregunté dónde podríamos estar el año próximo, en marzo del año próximo. Cuántos de nosotros, del viejo grupo universitario, quedaríamos aún en Venezuela. Le dije a Vanessa que al paso que íbamos, el año entrante tendríamos que organizar una fiesta de cumpleaños a través de Skype o algo similar, para que todos pudiésemos asistir. Los dos volvimos a reír, pero sólo porque la alternativa del silencio resultaba un tanto incómoda. Vanessa respiró profundo.
                —En fin —dijo—. ¿Sí vendrás?
                —Claro, querida. Cuenta conmigo.
                —¿A las 9:30 pm?
                —A las 9:30 pm.