4 de febrero de 2017

Carnet de la patria (1).




                Llegamos cuando todavía era de noche. Había una larga e irregular fila de gente apoyada contra la pared de la escuela. No sabíamos cómo interpretarlo: podía ser bueno, porque el barrio era peligroso y así nos refugiábamos en la multitud; o podía ser malo, porque eso indicaba que ya teníamos demasiadas personas por delante. José se estacionó junto a la acera, casi al final de la fila, y bajé el vidrio para preguntar si allí podíamos sacar el carnet de la patria. Un muchacho alto me miró con desdén y murmuró una respuesta afirmativa. Todos nos bajamos: José y yo de primeros, Carlos y Gigi después; ella se tardó un poco porque traía a la niña con ella, y eso significaba un bolso grande y un oso de peluche. Noté que había espacios en la fila, como si fuese un largo mensaje telegráfico con puntos y rayas. Al otro lado de la calle, la acera era un poco más alta; allí la gente estaba sentada formando pequeños grupos. Gigi preguntó si alguno de nosotros quería café y todos dijimos que sí.
                —Me levanté temprano —dijo ella— para hacer unas arepas y café.
                —Menos mal —dijo Carlos—, porque yo ando en blanco. Me levanté corriendo.
                —Tú siempre te levantas corriendo, marico —dijo José mientras reía.
                Me acuclillé junto a la pared y bebí un par de sorbos de café caliente. La noche era fría, justo antes del amanecer, pero eso iba cambiar en el transcurso de la mañana. El sol del trópico nos golpearía de frente. Resultaba inútil quejarse entonces por el frío, era mejor guardar esas lamentaciones para cuando arreciara el calor. La niña se sentó en la acera, cerca de mí, mientras Gigi le desenvolvía la arepa con cuidado, dejando la mitad dentro del envoltorio de servilletas para que no se ensuciara las manos. Una precaución estéril, pensé; los niños no están pendiente de esas cosas cuando tienen hambre.
                —¿Quedó café? —dijo Carlos.
                Me entretuve en fijar mentalmente el rostro del muchacho que nos precedía en la fila. Era importante prestar atención a estos detalles para evitar que se nos coleara algún improvisado. Vi sus botas sucias y la camisa de cuadros azules. El pantalón había pasado por muchas lavadoras. El muchacho conversaba con un par de amigos. Intuí que podían venir desde alguna población cercana porque tenían ese aspecto distintivo de la gente curtida del llano. Gente recia. Gente práctica. Gente sencilla. Gente pobre. Después el cielo comenzó a clarear por encima de las copas de los árboles. La mañana se nos echaba encima y ya la fila se había alargado detrás de nosotros. Quizás unas cincuenta o sesenta personas. Calculé que ocupábamos puestos rondando la centena. La entrada de la escuela donde tramitaríamos los carnets estaba casi al principio de la cuadra. Cuando el sol salió para iluminar la calle pude ver que la fila de personas ya alcanzaba el final de la cuadra y torcía en la esquina, perdiéndose de vista. Pensé que tal vez pudimos haber llegado más temprano, para tener un mejor puesto; pero la gente que estaba más allá de la esquina tenía menos posibilidades de entrar. Eso representó un triste consuelo. La hija de Gigi pidió agua con insistencia.
                —Bebe un poquito —dijo Gigi—; esto nos tiene que durar hasta que nos vayamos.
                —No estamos tan lejos —dijo Carlos—. Yo creo que antes de las diez deberíamos estar listos. Yo creo…
                Alargó el sonido de la “e” con un gesto entre pesimista y esperanzado. Todo era posible y dependía de la hora en que comenzáramos a ser atendidos. Una señora mayor, cruzada de brazos y parada detrás de José, dijo que el día anterior habían empezado a trabajar entre las ocho y media y las nueve de la mañana. José miró su reloj.
                —Son veinte para las siete —dijo—. Queda poco.
                —Primero dejan entrar a los de la tercera edad —dijo la señora, envuelta en un suéter amarillo—. Después pasan a los de este lado. Yo vine ayer. Hoy le estoy guardando el puesto a mi hijo.
                —¿Y el proceso es rápido, señora? —dijo Carlos.
                Ella torció los labios en un gesto afirmativo y dijo:
                —Sí… Lo que pasa es que se tardan más con las preguntas.
                —¿Con las preguntas? —dijo Carlos—. ¿Qué preguntas, señora?
                La mujer cambió el peso de su raquítico cuerpo hacia la otra pierna.
                —Ay, que si tienes perro, que si dónde vives, que con quién vives, que si perteneces a las misiones; lo de siempre, pues.
                Todos intercambiamos miradas de disimulado espanto, pero ninguno dijo nada porque la señora estaba muy cerca. José dejó caer su voluminoso peso contra la puerta del carro.
                —Ay, chiamo… —dijo.
                —Yo lo que quiero es café —dijo Carlos.
                El primero de muchos vendedores ambulantes apareció cerca de las siete de la mañana. Vendía café y cigarrillos detallados. Un vaso pequeño de café en 150 bolívares. Igual costo los cigarrillos. Otros vendían dulces o empanadas. Pensé en la facilidad que tiene el venezolano para resolver su situación económica a través de la informalidad. Hay que trabajar. Hay que producir. Pero una ayuda del gobierno nunca cae mal. Hay que estar con Dios y con el diablo, me dije en silencio. El sol se fue acercando a nosotros con lentitud, como una mano que se extiende palmo a palmo, y ya cerca de las 7:30 am nos alcanzó de lleno. Entonces comprendí por qué muchas de las personas estaban sentadas en la acera opuesta: desde allí guardaban su puesto en la fila sin permanecer bajo el sol fastidioso de la mañana. Nos unimos a ellos, siempre atentos al muchacho que iba delante de nosotros. Él y sus amigos.
                En la otra acera había menos formalidad en los lugares. Algunos se apoyaban contra las rejas de una casa. Otros se sentaban en el piso. La intuición general era que debíamos tener paciencia porque el proceso no sería rápido. Carlos se entretuvo haciendo unas llamadas por su teléfono celular. José fumaba. Gigi intentaba que su hija se mantuviera jugando cerca de ella. Saqué un libro de mi bolso y me puse a leer. Al fin, sobre las nueve de la mañana, apareció una camioneta con las siglas de la Guardia Nacional Bolivariana. Se apearon algunos uniformados y entraron en la escuela. La misma camioneta reapareció un par de veces más, trayendo algunas mujeres con un chaleco rojo. Eso es lo que pude ver desde donde estábamos. Al sacar la vista del libro presté atención a mi alrededor. Carlos volvía a hablar por su teléfono y le insistía a alguien para que fuese a buscarlo. La niña de Gigi jugaba con las hojas secas amontonadas junto a la acera. José deambulaba con las manos en los bolsillos de su pantalón. Y Gigi apretaba al oso de peluche contra su pecho y repetía una cantinela:
                —¡No juegues con tierra! ¡No te ensucies, coño!
                Esa misma frase se repitió a lo largo de la mañana hasta que pudimos entrar a la escuela. Pero antes, un agente de la GNB pasó caminando para informar que el sistema estaba caído y que debíamos tener paciencia. Paciencia. La larga espera. La espera eterna. Una burla pintada en la comisura de la boca. Me llené de preguntas tontas: ¿por qué no había sistema?, ¿cuál era el problema real con el sistema?, ¿por qué la deficiencia en una gestión tan básica? Pero eso me llevó a pensar en la supuesta ausencia de materiales para tramitar cédulas de identidad y pasaportes. Una negligencia generalizada, multiplicada, enquistada. ¿Por qué? ¿Por qué? Miré a la gente que nos rodeaba. De vez en cuando la multitud corría y ocupaba su lugar en la fila junto a la pared. Hicimos lo mismo las primeras dos veces, después nos quedamos sentados viendo cómo esa misma gente regresaba a la pared opuesta huyendo del sol. Eso se repitió muchas veces. ¿Qué los impulsaba a correr? ¿Cuál era el detonante sorpresivo que agilizaba sus pasos?
                Me concentré en sus expresiones faciales. A media mañana, cerca de las nueve, ya los rostros de la gente mostraban un cansancio soportado con paciencia, como si no hubiese otra opción. Una dádiva. Una ayuda. Un trámite engorroso. Para obtener ¿qué? ¿Qué significaba el carnet de la patria? Una nueva propuesta del gobierno lanzada con bombos y platillos. Una treta para desviar la atención de lo que era importante. Me concentré en sus expresiones faciales. Me concentré en la gente que nos rodeaba. Gente humilde. Gente pobre. Gente que hacía malabarismos para llegar al final del mes. Gente que se formaba en largas filas para obtener unos beneficios que debían ser reglamentarios bajo cualquier otro gobierno. Una guerra informativa constante donde se afianzaba la idea de que gubernamentalmente no se podía hacer más porque distintos factores y personajes maliciosos lo impedían: el imperio, la oposición, los apátridas, la burguesía, los terroristas, el fenómeno de El Niño, la sequía, las lluvias, el precio del petróleo, las grandes corporaciones multinacionales; siempre uno o varios o todos juntos a la vez, pero nunca la culpa es del mismo gobierno, jamás la responsabilidad es de ellos.
                Giré la cabeza hacia la derecha y presté atención a lo que decía una mujer joven sentada cerca de nosotros. Hablaba con otra muchacha, de pie junto a ella. Le decía algo sobre su hijo. Entendí que el padre del chico era un hombre bastante mayor, pero que ese viejo la había sacado al fin de su casa y la proveía de lo básico. Su mamá no estaba de acuerdo, se quejaba cada vez que podía, «pero, bueno, chama, eso es lo que hay». El meollo del asunto, comprendí luego, no era la edad de su marido sino la situación del niño en la escuela, porque había estado llegando al mediodía con mucha hambre, hasta que ella descubrió que en la escuela sólo les estaban dando una porción de arroz y caraotas negras para comer al mediodía. La muchacha estaba indignada. Detallé su aspecto, el maquillaje en su rostro, el movimiento de sus manos, el tono de su voz. Una muchacha con limitaciones. Una muchacha conformista. Una muchacha que no veía más allá del techo de su cabeza. Estaba seguro de que como ella había muchas, quizás allí mismo en la fila de gente sentada en la acera. Muchachas jóvenes, con una educación deficiente, con una cultura inexistente, intuitivamente seguras de que sólo a través del sexo podrían conseguir una mínima ventaja. Sentí lástima por ellas. Podían ser y conseguir muchísimo más.
                Al fin, cerca de las diez, una mujer salió de la escuela y habló en voz alta a los que estaban al principio de ambas filas. Les pidió más paciencia y que guardaran silencio en la medida de lo posible porque las aulas estaban llenas de niños recibiendo sus clases y era mejor evitar las interrupciones, los gritos y las distracciones innecesarias. Nos movimos con rapidez cuando observamos que los ancianos comenzaban a entrar con agilidad. Cada quien retomó su lugar en la fila, bajo el sol, y esperamos por veinte minutos hasta que poco a poco fuimos llegando hasta la puerta de la escuela. Allí, dos uniformados de la GNB nos indicaban otra fila de personas cerca de unos salones vacíos. Esa fila se adentraba por un largo pasillo techado entre dos estructuras similares de aulas estudiantiles llenas de pupitres.
                —Coño —dijo José—, al menos aquí no nos pega el sol.