El
hombre golpea el volante con la mano cuando debe intentarlo por tercera vez.
Utiliza los dos retrovisores para calcular el espacio que le queda entre la
camioneta a su derecha y el enorme pilar de concreto a su izquierda. La cabeza se
convierte en un ventilador conforme el carro retrocede con lentitud. Por
último, antes de decidir que se ha estacionado bien, arroja una mirada fría
sobre la mancha oscura que cubre la ventana del lado derecho. Murmura palabras
ininteligibles mientras recoge un par de carpetas y la corbata del asiento del
copiloto. Cuando se baja, maniobrando con las carpetas, la corbata y las
llaves, vuelve a mirar la camioneta marrón a su lado; observa la diferencia de
tamaño entre la Tahoe del viejo Velutini y su Corolla del 93. Maldito viejo con
suerte, murmura. Chasquea la lengua y camina hasta la puerta del ascensor que
lleva a los pisos con números pares. Allí se queda durante casi dos minutos,
quizás tres. Pasea la vista por el estrecho estacionamiento, cuenta los pilares
de concreto, se detiene en el charco de agua oscura que rodea la boca del tanque
subterráneo. Y el ascensor de mierda que no baja.
Escupe el aire con desdén y
piensa que no le queda otra que subir hasta la planta baja del edificio. Mueve
el manojo de llaves para comprobar que no puede abrir la reja que impide la
entrada al ascensor de los pisos impares. Ni modo. Dos tramos de escaleras. Lo
que falta es que el puto ascensor llegue cuando él vaya a mitad de camino. Bue…
ya qué carajo. Las escaleras hacia la planta baja están detrás del hueco de los
ascensores. Allí no sobran los bombillos, sobre todo los bichos esos
fluorescentes que alumbran tan poco. Alicia insiste en usarlos. Debe ser que
tiene un novio cubano. Bombillos ahorradores. Qué bolas. Tiene que recordar
decirle a María Eugenia que no se deje joder con Alicia, que le diga que ellos
usan de los otros bombillos… Ya va. ¿Qué vaina es ésa? ¡Coño de su madre! No,
vale, hoy no.
Más allá, en los escalones
que suben hacia la puerta cerrada de la planta baja, dos sombras superpuestas
que se agazapan, dos figuras masculinas que se mueven con agilidad. El hombre
sabe que será asaltado, que salió su número y que el juego de la ruleta
delincuencial no perdona a nadie. Los pensamientos vuelan calculando el
despojo: verga, la cédula, el carnet de circulación, los doscientos bolívares
que sacó del cajero para el trabajo de Vanessa, los papeles de la oficina,
¡coño, las llaves del apartamento! Todo es vertiginoso, precipitado,
atropellado, casi tan rápido como la visión de la carne desnuda, el resoplido
mal contenido, los trazos rojinegros que bajan por una espalda y las alas
azules que revolotean en la otra; después una pausa, la tensión de los músculos
que se ablanda, las imágenes que se digieren sin agua y se atascan en la
garganta, los colores manchando las pieles apretadas. Y entonces el amago de
susto y frustración se transforma en arrechera y asombro, en vergüenza ajena y
ganas inmediatas de armar un peo mayúsculo. Ya ni siquiera hay cansancio, huyó
con los cuerpos sudados.
El
hombre alcanza la puerta que da a la planta baja con dos zancadas torpes, pero
no consigue ver nada que no sea el vestíbulo solitario y en penumbras. El
silencio que hace eco bajo su respiración agitada se riega por las paredes de
granito. Piensa en el muchacho del 2B, el greñúo que no tiene trabajo y anda
vestido de negro todo el tiempo. Maleante, drogadicto, sin oficio y encima
maricón. ¡Qué bolas! Las vainas que tiene que calarse uno. Se queda inmóvil
junto a la puerta entreabierta, pero no se escucha nada. Seguro que se fugaron
por las escaleras del primer piso. Esa vaina hay que hablarla con Alicia; ella
se encargará de discutirlo con ellos. Disculpe, señor no-sé-quién, pero su hijo
estaba en la escalera del estacionamiento, y hubo quejas de otros propietarios
(la vaina tiene que ser en plural para que funcione) porque lo vieron en
actitudes poco decorosas (¿poco decorosas?, ¿serán palabras de Alicia?) con
otro muchacho. Usted sabe, hay que respetar, eso no se puede permitir aquí…
Conforme
arma el diálogo en su cabeza, el hombre llega hasta las puertas dobles que dan
hacia los ascensores. Mira los números oscuros que adornan el tope superior.
Nada. Debe estar dañado. Oprime el botón varias veces, por si acaso. Se fija en
los escalones que dan al primer piso y sigue sin escuchar nada, ni siquiera el
ronroneo del maldito ascensor. Maricos de mierda. Coño, pana, cómo se les
ocurre meterse en el hueco de las escaleras, ¿ah? Y era el malandro del 2B,
segurísimo; esos tatuajes rojos los reconocería desde lejos. Una vaina rara,
como una araña grandota, con las patas que le bajaban por los antebrazos. No
les vio la cara, pero está seguro de que esa verga era una araña, nojoda.
Además, ¿quién se va a poner a tirar en las escaleras? Deben estar hasta el
culo. Nojoda, y hasta el culo se los vi, encima. La araña roja grandota y el
otro mariquito con una mancha azul, grande también, justo encima de las nalgas;
una mariposa o algo así. Tenía que ser, claro. Solamente un marico se tatuaría
una mariposa azul en el culo.
Al
fin, con una sacudida de las puertas, el ascensor se abre creando un desnivel
en el piso. Por lo menos. Subir seis pisos no estaba entre sus planes después
de semejante espectáculo de mariconería y arrechera. De vaina le da un infarto.
¿Y si hubiesen sido unos ladrones? Verga, ahí sí es verdad que la cagamos.
Bueno, cagado iba a quedar el viejo del 2B cuando Alicia le dijera lo del
muchacho. Su hijo es marico, tira en las escaleras y los propietarios se están
quejando. Qué vergüenza, pana. Juliancito y Vanessa podían tener sus vainas,
pero al menos no andaban en esos peos. El hombre mira los números internos del
ascensor y se queda allí guindado. 2… 4… María Eugenia armando un rollo porque
a Vanessa la viven llamando por teléfono, puros muchachos, ¿y cuál es el
problema? Coño, preocúpate si la llaman mujeres a cada momento. No, su hija era
diferente. Ella sabía cómo es la vaina, él le dijo a María Eugenia que se lo
explicara, que en la casa no querían barrigas inesperadas. Y Juliancito, bueno…
Ahora con una vaina de no querer cortarse el pelo, con una guitarra y llegando
tarde. Una vaina de una banda. La última vez llegó hediondo a ron. Y ron
barato, nojoda. Al fin… piso 6.
Antes
de meter la llave en la cerradura, el hombre anota mentalmente que debe comprar
la pintura sintética para darle unos toques a la reja. María Eugenia ya está
ladilla con eso y no se la quiere calar otra semana más. Una cantaleta diaria.
La pintura de la reja, Julián; la pintura de la reja, Julián. Como si no
hubiera vainas más importantes. Que le vaya a preguntar al viejo del 2B si mañana
le interesará la pintura de su reja después de que sepa lo que hace la lumbrera
de su hijo en las escaleras del estacionamiento. Qué bolas, pana. Menos mal que
se acordó de echarle aceite a la puerta, porque sino quién se cala el peo
también con eso… Nada más espero que no me haya recalentado la pasta de ayer.
No es que uno sea rico, pero, coño, hay que variar de vez en cuando el menú…
―Ajá,
qué bueno que llegaste.
―¿Qué
pasa, Eu? ¿Cuál es el peo ahora? Coño, tú no me dejas ni llegar, chica.
―Mira,
Julián, busca maneras de hablar con tu hijo. Ya yo no doy más.
―Coño,
vieja ―dice el hombre conforme suelta la carpeta y la corbata encima de la mesa
del comedor―, te dije que hay que ser inteligente. Juliancito está en esa
etapa, vale. Tú sabes. Además, ¿qué prefieres?, ¿que ande realengo en la calle?
Déjalo quieto y dale la vuelta… Agradece, nojoda, que no nos salió como el hijo
del vecino, el del 2B, que me dio pingo de susto ahorita en la escalera…
―Bueno,
vale, yo no sé si está en una etapa o qué coño, pero hay que hacer algo. Yo no
me la calo más. Habla con él. Tú eres el hombre. Mira que encima, como está en
una “etapa” ―la mujer alzó los dedos para hacer las orejitas de conejo―, hoy le
dio por hacerse un bendito tatuaje azul en la espalda. Tú verás qué haces,
Julián…