―¿Quieres otra cerveza? ―dice
Belinda.
―No, bella ―dice Fernando―. Todavía
tengo.
―Ay, pero bébete eso. Se te va a
calentar, nojoda.
Belinda se levanta y sale de la
piscina con movimientos ágiles y rápidos. Murmura algo ininteligible mientras
Fernando mira al hombre mayor que recoge hojas secas en la parte más profunda
de la piscina, dándoles la espalda. La mujer se entretiene junto a una mesa de
mármol bajo una enorme sombrilla de lona oscura, manipula dentro de una cava y regresa
con una cerveza y un paquete de cigarrillos.
―¿Cigarros tampoco? ―dice.
Fernando sonríe.
―Cigarros, sí. ¿Y el coco?
―Aquí está ―dice Belinda.
La mujer vuelve a entrar al agua,
dejando la botella de cerveza en el borde, junto a los cigarrillos y el coco
seco cortado por la mitad para echar las cenizas. Se sienta junto a Fernando y
coloca la espalda contra las baldosas azules, evitando mojarse el cabello que
lleva recogido en un moño alto. Enciende un cigarrillo y se lo pasa a Fernando.
Después enciende otro para ella.
―Parece una raqueta de tenis ―dice
él.
―¿Qué cosa, mi amor?
―Eso ―una mano de Fernando emerge
del agua―, lo que tiene Chucho para recoger las hojas.
―Ah, sí. Hay una más grande ―dice
ella, señalando otra parecida, aunque con el mango metalizado y mucho más largo―,
pero se rompió. Con la grande es más rápido.
―Está tan relajado, ¿verdad? ―dice
Fernando y sonríe.
―¿Mi esposito? Ése es feliz aquí
metido, limpiando su piscina, recogiendo todas las hojas, echándole sus
pastillas de cloro. Es lo que le gusta, pues.
―Se nota.
Fernando agarra la botella de
cerveza y bebe un trago largo, luego le da una calada al cigarrillo. Sus ojos
se encuentran con los de Belinda.
―¿Qué piensas? ―dice ella.
Él se encoge de hombros, cierra los
ojos y levanta la cara hacia el sol.
―Me gustaría tener lo que tú tienes…
―¿Cómo así?
―Me refiero a la relación que tienes
con tu marido. Todo esto.
Fernando sigue con el rostro
levantado, asoleándose; Belinda suelta un suspiro.
―No es fácil ―dice ella―. No ha sido
fácil. Es un compromiso. Pero no cambio a mi esposito por nada del mundo. Está
viejo y… Bueno, sé que nadie me va a querer como él. Allí no hay discusión.
―Sí. Debe ser maravilloso alcanzar
ese nivel de empatía y comunicación. Por eso digo: me encantaría tener una
relación así.
Fernando abre los ojos y da otra
calada al cigarrillo; Belinda suelta otro suspiro.
―Nada es perfecto, ¿sabes? ―dice
ella―. A veces a una le provoca echarse una escapadita y, bueno, tú sabes; pero
sé que independientemente de eso, ningún hombre me va a querer como Chucho. Lo
que pasa es que el cuerpo tiene sus necesidades.
Fernando alza las cejas y echa parte
de la ceniza del cigarrillo en el coco.
―¿Y lo has hecho? ―dice él.
Belinda exhibe una sonrisa amplia,
generosa, y aparta la mirada para fijarse en lo que hace su marido. Chucho
sigue entretenido con las hojas secas, recogiéndolas con calma y movimientos
lentos y sistemáticos. Belinda da una calada al cigarrillo y bebe un sorbo de
cerveza. Sus ojos quedan fijos sobre Fernando.
―Perdón ―dice él―. Es una pregunta
tonta, discul…
―Sí. Lo he hecho.
Fernando alza las cejas de nuevo. El
humo del cigarrillo asciende en el silencio.
―No me mires así ―dice ella―. Chucho
lo sabe, yo se lo dije. Fue el orgasmo más placentero que he tenido en mi vida.
La sonrisa de Belinda se ensancha.
Bebe otro trago de cerveza y se acerca todavía más a su amigo. Quedan muy
juntos, hombro con hombro; ella sonríe.
―Fue en un viaje a Buenos Aires,
hace años. Me encontré con este tipo que había sido mi novio. ¿Te imaginas las
casualidades? Bueno, la vaina es que nos encontramos allá y estuvimos viéndonos
mientras yo terminaba las asesorías con una empresa argentina con la que estaba
trabajando. El punto es que hubo un corrientazo entre nosotros y no supe qué
hacer. Pero lo hice. Me acosté con él. Además, los dos queríamos hacerlo. Somos
adultos.
―¿Y Chucho lo supo?
Fernando se aparta para hundir la
colilla del cigarrillo en el fondo ennegrecido del coco. Bebe un trago de
cerveza sin apartar los ojos de Belinda. Ella sigue sonriendo, expansiva. Dice
que tuvo que hacerlo, todo, decírselo a su marido, acostarse con su antiguo
novio. Repite que tuvo que hacerlo, sin dejar de sonreír.
―¿Y a Chucho no le importó?
―¡Claro! ¿Estás loco? Ése armó un
peo inmenso, pero tuvo que tragarse la arrechera que sentía. No podía hacer
nada. Pensó que lo iba a dejar.
―Tu marido te ama.
―Por supuesto ―dice ella y aplasta
la colilla del cigarrillo―. Yo lo sé. Por eso estoy con él. Solamente mi
esposito se aguanta esas vainas, pero es porque me ama. Lo sé.
―De pana que sí.
―Ya te lo dije: es un compromiso,
pero no es fácil. No, no es fácil.
Fernando aparta la mirada para
fijarse en el hombre que recoge hojas en la parte más profunda de la piscina.
Chucho voltea y se miran durante un par de segundos. Chucho sonríe y sigue
sacando las hojas ennegrecidas del agua transparente. Fernando vuelve su
atención hacia Belinda. Ella asiente con la cabeza, los ojos entornados.
―Mi marido me complace en muchas
cosas, y me tiene paciencia. Me conoce. Sabe lo que me gusta y lo que quiero, y
trata de satisfacerme como puede. Es un compromiso.
―Nunca he tenido una relación así ―dice
él.
―¿Nunca has tenido un fetiche? ¿Un
deseo reprimido por alguien?
Fernando frunce el ceño. Sus pupilas
pasean por la superficie líquida que lo rodea.
―No sé.
―Claro que sí ―dice ella―. Seguro
que alguna vez te provocó hacer algo y no lo hiciste porque te dio pena. La
vida es una sola, amorcito. Fíjate: cuando estaba estudiando en la universidad
tenía un profesor que me volvía loca; me fascinaba cómo se vestía, su forma de
hablar, de explicarnos, sus manos, sus ojos, ¡todo!; pero era gay el muy coño
de su madre.
Fernando alza las cejas y sonríe.
Ella se acerca de nuevo, habla en un tono bajo, casi conspirativo, íntimo. La
luz del sol muerde la superficie ondulante del agua.
―Me volvía loca, te lo juro; pero
era marico, pues.
Fernando deja de sonreír.
―¿No hay otra palabra? ―dice.
―Está bien, disculpa. El carajo era
gay y, por supuesto, no me paraba ni media bola aunque yo hiciera lo que
hiciera. Y él lo sabía, que era lo peor. Porque esa vaina se siente, eso se
sabe. Pero nunca me paró bolas. Tú no sabes cómo quería yo tener algo con ese
tipo.
―Un fetiche… ―dice Fernando.
―¡Exacto! Me quedé con las ganas.
Belinda bebe lo que queda de su
cerveza y sonríe. Fernando la mira sin verla.
―Es como si tú quisieras acostarte
con una mujer que te guste y no puedas hacerlo.
―Nunca me ha pasado.
―Ay, chico ―ríe ella―, ¿nunca
tuviste una noviecita en el liceo? ¿En la escuela?
―Sí, pero nada significativo… No.
Belinda aprieta los labios y gruñe.
Frunce el ceño y continúa:
―Sí eres reprimido, marico.
Aflójate. Libérate. Vive.
―Yo lo hago ―dice Fernando apartando
la mirada y concentrándose en la cerveza.
―No, marico triste, no lo haces.
Vives encerrado en tu casa, sin pareja, sin salir con nadie, sin atreverte a
nada. ¡Coño!, vive un poquito, nojoda. ―Belinda chasquea la lengua―. Déjame
buscar otra cerveza. ¿Ahora sí quieres una?
Fernando asiente. Ella sale con los
mismos movimientos ágiles de antes. Regresa en poco tiempo con dos botellas en
la mano derecha.
―Toma ―dice―. Al menos, emborráchate.
Fernando muestra una sonrisa triste.
―Deberías arriesgarte más ―insiste
ella―. Fíjate: desde que mi esposito está más abierto, más receptivo, nos
llevamos mejor. El truco es alcanzar un punto medio, un punto donde los dos
ganemos. Todavía lo hacemos, una vez al mes, más o menos; pero, coño, tú sabes
que el cuerpo se calienta, y pide. ¿Cómo hacemos, ah? ¿Cómo hacemos? Entonces
hay que buscar soluciones. Chucho lo sabe.
Fernando saca la mano del agua y la
sacude en el aire. Busca otro cigarrillo y lo enciende con calma, sin apuro,
sin voltear a ver a su amiga o a su esposo. Respira profundo.
―Los caprichos ―dice Belinda― hay
que satisfacerlos, mi amorcito. Si no te vas a arrugar como una pasa.
Sanamente. Sin joder a nadie. Con las cartas boca arriba. ¿Tú crees que yo me
enamoro de esos hombres con los que salgo de vez en cuando? ¡Jamás! ¿Por qué?
Porque tú y yo sabemos que ninguno de ellos me va a dar lo que mi esposito me
da. Pero eso no significa que no lo disfrute; que viva el momento, pues. Y tú deberías
hacerlo también, Fer. La vida es una sola…
Fernando busca a Chucho con la
mirada. El hombre mayor recoge ya las últimas hojas secas y las tira sobre la
grama. El sol de la tarde arranca reflejos fosforescentes de la parte profunda
de la piscina. Chucho voltea a verlos y sonríe, sin dejar de agarrar las hojas.
La cerveza en la mano de Fernando ya no está tan fría. La de Belinda va por la
mitad.
―Tu marido es un santo ―dice
Fernando.
―No. Mi marido es comprensivo, que
es muy diferente. E inteligente.
―Sí. Todo es un equilibrio. Creo.
Belinda se acerca a Fernando sin
despegar la espalda de las baldosas. Quedan hombro con hombro. Ella sonríe.
Baja la voz. La mano libre baila frente a la cara del otro.
―Tienes que arriesgarte, mi
amorcito. La vida es una sola. Créeme.
Fernando sonríe antes de apartar la
vista de su amiga.
―Yo vengo de regreso ―dice.
―No me jodas. Ni que tuvieras un pie
en la tumba. ¿Ves? A eso me refiero: actúas como si ya lo hubieses hecho todo,
como si ya hubieses vivido y no quedara nada por hacer. Me arrecha cuando te
pones así, coño.
Fernando sonríe de nuevo y enfrenta
a Belinda, todavía cerca de él.
―¡Pero es la verdad! ¿Tú tienes idea
de todas las vainas que he hecho? Se te olvida que alguna vez fui adolescente.
―Coño, pero no te has muerto
todavía. Mira a mi esposito ―los dos giran la cara hacia la parte profunda de
la piscina―: ¿tú crees que con la edad que tiene todavía quiere inventar en la
cama? ¡Y lo logra! Lo que pasa es que como todo carro viejo, no se le puede
exigir mucho, porque se ahoga; pero lo intenta. Puede ser que tenga
deficiencias físicas, pero te lo juro: la mente le funciona como si fuera un
carajito de quince años.
―¿Cuántos años tiene Chucho? ―dice
Fernando.
―Sesenta y cinco. Mi marido me lleva
veintitrés años.
―Supongo que compensa la diferencia
de edad con otras cosas: comunicación, lealtad, apoyo, compañía…
―Bueno, hay que ser honesto, Fer;
¿tú tienes idea de lo arrecho que sería comenzar una relación de nuevo, a mi
edad? No, chamo; es mucho trabajo. Yo estoy tranquila con Chucho. Y lo que hago
de vez en cuando. Discretamente. Y porque mi marido me apoya.
―Quisiera ser como tú. Reconozco que
soy muy cohibido.
Belinda se acerca de nuevo, pega su
hombro con el de Fernando. Chucho recoge las últimas hojas muertas que bailan
en el fondo de la piscina. La tarde declina en silencio.
―Tú lo que tienes que hacer ―dice
ella― es tirarte una aventura. Hacer algo que nunca hayas hecho. ¿No te
provoca? ¿A qué le tienes miedo?
―¿Con otro hombre?
Belinda chasquea la lengua.
―O con una mujer, coño. Hay que
probar de todo.
Los ojos de Belinda quedan fijos
sobre Fernando. Él aparta la vista y sus pupilas caen al fondo, como dos bolas
de plomo sobre las baldosas azules. Se quedan allí durante varios segundos.
―¿No te provoca? ¿No te
arriesgarías?
―No lo sé.
―Una vez le dije a Chucho que me
gustaría encontrarme de nuevo con aquel tipo que te dije, mi profesor de la
universidad, y hacer algo juntos.
―¿Tú con él?
―Y con mi marido. Dije: juntos.
Fernando busca la mirada de su
amiga. Ella da un largo trago a la cerveza y entorna los párpados para mirar a
su esposo, todavía al otro lado de la piscina.
―¿Los tres juntos? ¿Un trío?
Belinda devuelve sus ojos a la
botella y a Fernando, junto a ella.
―Ay, no pongas esa cara, marico.
¿Nunca lo has hecho?
Él sonríe. Es una sonrisa íntima.
―Una vez, casi. Pero no pudimos.
―No sabes lo que te pierdes.
Ambos giran la cabeza hacia donde
está Chucho, al mismo tiempo, como si hubiesen estado de acuerdo. El hombre
mueve los brazos con ritmo lento, y se acerca con cuidado, media cabeza fuera
del agua, la mirada fija sobre ellos. La superficie líquida en movimiento.
Belinda sonríe.
―Deberías hacerlo ―dice ella.
Fernando la observa mientras empina
la botella y bebe lo que queda de su cerveza.
―¿Quieres un cigarrillo? ―dice ella.
Fernando niega con la cabeza.
―¿Quieres
acostarte con nosotros?
Él voltea a verla, hombro con
hombro, las cejas alzadas en una pregunta muda.
―¿Qué? ―dice ella―. ¿No te atreves?
Fernando se anima a sonreír.
―Tú me estás jodiendo, ¿verdad?
Ella sonríe con mayor amplitud que
él.
―No ―dice―. Todavía no te estoy jodiendo.
―Belinda…
―¿Qué? Quita esa cara, marico. ¿No
te gustaría? ¿Ah?
Fernando voltea a mirar a Chucho,
más cerca de ellos que antes, los ojos bailando con una sonrisa acuática, media
cabeza fuera del agua, movimientos lentos y seguros.
―Tú estás loca ―dice Fernando―.
¿Cómo se te ocurrió eso?
―¿Y quién dijo que se me ocurrió a
mí?
Fernando aparta la mirada y sus ojos
tropiezan con los de Chucho, toda la cara fuera del agua, la sonrisa
ensanchándose en las comisuras, ya casi encima de ellos.
Texto leído durante la semana de Caracas Transmedia.