Es poco antes del
mediodía y se supone que el banco no debe estar tan lleno. De todas formas,
siempre llevo un libro conmigo, para casos de emergencia. Al entrar encuentro
poca gente, pero la máquina de donde salen los papeles numerados para ser
atendido no funciona; la energía eléctrica regresó pocos minutos antes de que
yo entrara. Hay una cola mediana cuya cabeza llega hasta un par de taquillas en
un rincón. Después de preguntar me informan que la atención es por orden de
llegada y que debo incorporarme a la cola. Me sitúo detrás de un hombre grueso
que llena una planilla sobre la palma de su mano. Habiendo asegurado mi puesto,
saco el libro del bolso y sigo leyendo. Avanzo por las primeras páginas de New Pompey, la novela de Horacio
Convertini. A los pocos minutos una mujer se detiene junto a mí.
—Uy —dice—, hay que hacer cola.
Levanto la mirada del libro para verla. Le sonrío.
—Recuerda dónde estamos —digo.
Hay una breve pausa antes de que el hombre grueso también
sonría y agregue:
—En Venezuela.
Ahora los tres compartimos una sonrisa de entendimiento.
—Aquí nacimos —sigue el hombre grueso—. Es lo que nos toca.
—Aquí nacimos —digo—, pero eso no significa que tengamos que
morir aquí.
El hombre grueso me mira fijamente.
—Bueno, chico —dice—, yo tengo ya mi cita para la renovación
del pasaporte. Y estoy ahora con el trámite de la visa. Imagínate: me tocó para
el 6 de julio, justo después del Día de la Independencia. Vamos a ver…
Le doy un golpe suave en el hombro con el libro y asiento.
—Es una buena señal —digo.
Él asiente también y dice que pensó lo mismo.
—Pero no todos nos podemos ir —dice la mujer detrás de mí.
El hombre grueso y yo volteamos a verla.
—No —le digo—, eso no es así. Si te lo propones, puedes irte
si quieres; todo se reduce a tener un plan de acción bien elaborado. Vendes
todo lo que puedas de la mejor manera posible y sales del país con suficiente
efectivo para avanzar de nuevo. Sé que decirlo es una cosa y hacerlo otra muy
distinta, pero no hay opciones…
—Es verdad —dice el hombre grueso—. Fíjense: yo gano buen
dinero aquí… Yo soy soldador y trabajo con plataformas petroleras, pero tengo
un amigo que se fue el año pasado a Houston y está viviendo mucho mejor que yo,
haciendo lo mismo, sin esforzarse tanto. Esto no tiene remedio inmediato.
—Pero no es fácil… —dice ella—. Yo tengo dos chamos pequeños…
Aunque tengo familia en Panamá… No sé…
—La cuestión es tomar una decisión —les digo—, y concentrarse
en eso. Aquí ya nos hemos acostumbrado a las colas y a la escasez. ¿Qué creen
que viene después? ¿Creen que el año que viene estaremos mejor, que todo esto
habrá pasado?
Los dos asienten con lentitud, quizás cada uno sopesando sus
razones. La cola avanza un poco. La mujer respira profundo y dice que teme
equivocarse con esa decisión. Su expresión facial es neutra.
—Yo le voy a decir algo, amiga —dice el hombre grueso—, por
más trabajo y dificultades que uno pase afuera jamás será tan jodido como lo
que estamos viviendo ahora… Y me disculpan la palabra.
—Yo lo he pensado… —dice ella.
La miro. Tiene una edad indefinida entre una estudiante y una
novia que se está haciendo adulta. Es una mujer atractiva. La cola vuelve a
avanzar. El hombre grueso dice que él ya quemó sus puentes, que está tirando el
resto, que aquí ya no queda nada. Nos toca el turno a la mujer y a mí de
asentir con lentitud mientras el silencio se expande entre los tres y la cola
avanza de nuevo.
—Además —agrego luego—, con tanta gente que se está yendo del
país seguro que alguien, de alguna forma, te puede ayudar afuera. El venezolano
es muy solidario cuando atraviesa momentos difíciles, cuando está en otro país.
Eso ayuda.
—Esto no tiene remedio —dice él—. Dirán que uno es apátrida,
que uno no quiere a su país pero, ¿cómo se vive en estas condiciones? ¿Cómo?
La mujer atractiva de edad indefinida y yo carecemos de
respuesta. Nos quedamos callados. El hombre grueso entona entonces una canción
por lo bajo. Percibo que se trata de un hombre alegre, alguien que prefiere
concentrarse en lo positivo. Hay algo en su sonrisa y en su actitud que me
obliga a considerar eso. Tal vez otros, quizás los extranjeros, tiendan a
especular que uno, el venezolano, es muy cómodo, muy relajado, muy flojo; pero
creo que si bien eso pudiera ser cierto, también es una capa protectora, una
manera de comportarse ante la adversidad, un mecanismo de defensa cuando todo
va mal. Cantar una canción en voz baja en medio de una cola en el banco puede
ser una distracción saludable. Sonrío puertas adentro. El país se nos cae a
pedazos, la delincuencia nos obliga a un toque de queda involuntario, los
alimentos llegan a cuentagotas, el gobierno parece cebado en su corrupción,
pero aquí y allá emergen pequeños brotes de solidaridad, de gozo disimulado, de
esperanza aunque sea viviendo en otro país. Sé que puede ser una interpretación
simplista, ajena por completo a la realidad, pero es lo que me ayuda a salir
del banco sin los hombros caídos.
Ya frente a la taquilla (hay dos funcionando), la mujer
atractiva y yo nos concentramos en nuestros trámites de dinero; el hombre grueso
está un par de pasos más allá, terminando de llenar una de las planillas. Los
miro en silencio. Gente anónima. Gente con dificultades y planes de emigrar
también. Gente que prefiere intentarlo afuera y no quedarse con los brazos
cruzados sobre el pecho. No es fácil. No será fácil. Pero se explora una
alternativa. Antes de salir del banco me cuelo entre ellos, todavía acodados
frente a la taquilla.
—Nos vemos en el exterior —les digo.
—Amén —dice ella.
—Con el favor de Dios, amigo —dice él.