«Hijo, lo siento. Tu mamá
falleció.»
Leí el mensaje después; primero
hablé con Edeika, ella me lo dijo. El tono de voz bajo, lento, calmado,
impidiéndome cualquier desahogo violento. Me pregunto ahora si de alguna manera
inconsciente ya estaba preparado para ese desenlace. Mamá estaba tan
desmejorada, tan débil, tan apagada. Se parecía a una flor que va marchitándose
poco a poco, aunque me decía a mí mismo que todo eso formaba parte del
tratamiento, que su aspecto era parte del efecto del tratamiento, de los
medicamentos, y que debíamos tener fe, esperanza, paciencia, para verla
recuperarse con la misma lentitud con la que se había deteriorado. En ningún
momento pensé que podía morir tan pronto, tan rápido; supongo que estaba
cansada, agotada, sin fuerzas para seguir un poco más. Enfrentar la verdad a
solas, deambulando por el apartamento, sin tener a alguien cerca con quien
hablar, con quien desahogarme. El silencio de la madrugada. Y luego la espera,
la interminable espera, mientras traían el cuerpo desde San Fernando. Los mensajes
de Ninoska para decir que Papá no podía hablar, que no quería hablar, que por
favor me fuera hasta la funeraria para esperarlos. Solo. Nunca me había sentido
tan solo como en esos momentos. Josefina estaba allí, y Ramoncito también; eso
lo recuerdo. Mi tío Jaime. Naty. Zoraida. Pero todo lo demás me resulta
confuso, hasta que Papá llegó con el cuerpo de Mamá. El cuerpo de Mamá en un
féretro de madera.
El rostro apacible de mi madre, como si estuviera dormida, y
las ganas a duras penas contenidas de sujetarla por los brazos y pedirle que
despertara, que yo estaba con ella, que ya estaba conmigo. Las lágrimas. La visión
borrosa de su rostro porque las lágrimas me impedían verla con claridad. El dolor.
El indescriptible dolor que llegaba en oleadas lentas, cada vez más punzantes,
más profundas, más pesadas. Un dolor como nunca antes lo había sentido. El murmullo
apagado de la gente. Las frases de consuelo que sonaban huecas, vacías,
lejanas, insuficientes para la magnitud del dolor que estrujaba mi cuerpo. Las ganas
de gritar, de cerrar los ojos, de salir corriendo, de sentarme en el piso, de
desconectarme de todo. El dolor pasó a formar parte de mi cuerpo, se trenzó con
él, él conmigo, como si fuésemos uno solo. No pensé que tanto dolor pudiese
existir. Tenía tanas ganas de estar con mi madre, abrazarla, meterme con ella
dentro de ese rectángulo de madera y apretarla con todas mis fuerzas, no
dejarla ir más lejos, hablarle, decirle, contarle todo lo que sentía y pedirle
que me ayudara, que me consolara como lo había hecho durante tantos años antes.
Pero Mamá no me decía nada. No hacía nada. Y sólo podía llorar.
Las horas muertas, las horas lentas, las horas entumecidas
que siguieron están llenas de pequeños rostros, algunas bocas que se movían con
lentitud, sin decir nada, silenciosas; todo lo que quería era bajar los párpados
y quedarme solo, seguir solo, buscar mi nuevo lugar en el mundo ahora sin ella.
Quería una explicación, una respuesta coherente, y de vez en cuando la
encontraba, acariciaba sus contornos, pero entre las lágrimas y el dolor volvía
a perderla. ¿Por qué, Mamá? ¿Por qué? Quedaba tanto por decir, tanto por hacer,
tanto por compartir, tanto por reír juntos. ¿Por qué? Gente que desfilaba,
gente que se acercaba hasta mí, gente que hablaba y decía palabras mudas. Abrazos.
Carne apretada. Susurros. Cosas sin sentido. Escenas irreales. Fragmentos de
conversaciones. La mañana de mi graduación en el liceo. La certeza de que si me
llamaba por el nombre completo significaba que había hecho algo malo y no sabía
qué era. Las vacaciones infantiles lejos de ella, cuando comenzaba a extrañarla
callado en las noches. La decisión de renunciar a mi trabajo en Caracas y el
peso de su mirada. Las frases sólidas que se quedan conmigo, que siempre están
conmigo: «Cállate boca, ciérrate pico», en momentos de fútil discusión; o «Yo
no sé qué van a hacer cuando yo me muera»,
en los momentos álgidos de búsquedas frenéticas: «¡Mamá! ¿Dónde está el
pantalón azul?...» «¡Mamá! ¿Dónde está la carpeta que dejé encima de la
mesa?...» «¡Mamá! ¿Dónde guardaste la carne? » «¡Mamá! ¿Lavaste la camisa
blanca?» O las últimas frases que pronunciaba mientras ella reposaba en la
hamaca: «Má, me voy…» «Ajá, Dios te bendiga, hijo». «Má, ya llegué…» «Ajá,
¿salió todo bien?» Frases que todavía pronuncio en voz baja cada vez que entro
al apartamento y la imagino en la misma hamaca, quieta, inmóvil, viendo sus
programas favoritos en el canal Gourmet, aunque no le gustaba mucho cocinar y
prefería que lo hiciera mi abuela Dora por las dos.
Tengo muchas fotos de mi madre, fotos que mandé a digitalizar
e imprimir de nuevo, en portarretratos plateados. Mamá sonríe. Mamá ríe. Mamá con
Papá. Mamá conmigo, cuando celebré mis 18 años, abrazados, felices, rodeados de
mis amigos en la casa de mi abuela. Esa foto la llevo siempre en mi billetera. Un
recordatorio. Un guiño entre nosotros. Un momento de felicidad que perdura para
siempre, o hasta que nos reunamos de nuevo. Me gusta mirar las fotos de Mamá
con una sonrisa y la mirada cómplice para adivinar mis emociones. La sonrisa de
mi madre. Prefiero pensar en eso y no en la tristeza que me anulaba durante el
funeral, con la mano de Papá apretando fuerte la mía y sin dejar de llorar. Nunca
lo había visto tan roto, tan vulnerable, tan diminuto. La cara de Patricia en
el cementerio. Y las Negras. Mis tías también. Rostros apiñados a nuestro
alrededor. Gente que conocía de vista y amistades de toda la vida. Gente. La conversación
con Luisana camino al cementerio. La respiración profunda y el dolor que
aumentaba más conforme el ataúd descendía en la fosa. Una despedida momentánea.
La tristeza que nunca se apacigua; sólo se disimula, se esconde, se camufla,
pero jamás deja de estar allí, en las comisuras, agazapada.
Hay quien dice que ese dolor jamás desaparece. Hay quien dice
que ese dolor mengua con los años. No lo sé. Ya no me pesa tanto el dolor sino
la ausencia, el silencio de mi madre. De vez en cuando converso con ella,
dentro de mi cabeza, imaginando sus respuestas, sonrisas o miradas
reprobadoras. Mamá era una artista con las frases visuales, podía decir tanto
con una sola mirada. Un solo gesto. Me gusta hablar con ella, porque me hubiese
gustado decirle tanto que no tuve oportunidad de decirle, por negligencia, por
falta de tiempo, por miedo. No sabía entonces que una madre entiende todo, lo
sabe casi todo y perdona sin disculpas de por medio. Hoy lo sé. Pero me habría
gustado saberlo antes de separarnos. Hoy me siento triste porque es el
aniversario de su muerte, pero cuando el dolor amenaza con desbordarse intento
recordar su sonrisa, el tono de su voz, la textura de su piel, el aroma de su
cuerpo cuando me abrazaba, la mirada juguetona cuando tocaba a mi puerta y
asomaba la cabeza para preguntar: «¿Estás “maquineando”?», como decía en broma
si me veía sentado frente a la máquina de escribir. Me gusta recordarla en sus
momentos alegres, como esa vez cuando la vi bailando por el pasillo del
apartamento, sola, sin saber que la miraba, feliz después de la mudanza; o
cuando nos espantaba de la cocina porque estaba preparando una torta y prefería
estar sola, escuchando música. Así prefiero recordarla, llevarla conmigo,
tenerla junto a mí. No soy una persona religiosa (Mamá sí lo era), pero me
consuela creer que allí donde está ahora, sea donde sea, está tranquila,
serena, y me sigue escuchando y mirando con la misma atención de antes, atenta,
permeable. Sonreída. La extraño mucho, muchísimo; pero creo que de alguna
manera indivisible la sigo llevando conmigo, a pesar de sus refunfuños:
—¡Mamá! Préstame plata…
—¡No! No vas a estar comprando más libros…