Hoy
me hubiese levantado temprano para darle un abrazo y un beso y decirle: «Feliz cumpleaños, ma».
El café caliente. La tibieza de su piel. El ramo de flores de Papá. El desayuno
tardío y los preparativos del almuerzo. Tal vez una torta en la noche, y risas,
muchas risas, siempre las risas entre nosotros. Hoy pienso en todo lo que no le
dije, en todo lo que nos faltó por hacer y compartir. Creo que a todos les
sucede igual. Cada quien lleva su cuota de ausencias a cuestas. Me han dicho
que el dolor se atenúa con los años; he descubierto que no es así, al menos en
mi caso: el mío se matiza, algunas veces se vuelve intenso, pero nunca
desaparece. La extraño, la extraño mucho. Siempre se dice que hay que valorar,
respetar, apreciar, demostrar el afecto; pero sólo aquellos que llevan una
pérdida sobre los hombros saben que jamás habrá el tiempo suficiente para todo
lo que se añora después. Es una añoranza estéril.
Patricia y la Negra me escriben.
Agradezco que no pregunten cómo me siento. Creo que ellas lo saben bien. Cada una
ha pasado por lo mismo. Nos apoyamos. Nos entendemos. Y sus palabras se
transforman en un pequeño piso que me evita caer aún más en la melancolía, en
la nostalgia. Pero ¿qué hacemos con las lágrimas? ¿Qué hacemos con las frases
que se quedaron sin pronunciar? ¿Qué hacemos con lo que se retuerce en la
garganta y que no llegaremos a expresar jamás? ¿Qué se hace con todo eso? Me habría
gustado decirle que soy homosexual, me habría gustado aprender a hacer su carne
molida; hubiese querido agradecerle más por todo lo que hizo por mí, hubiese
querido que me mostrara cómo economizar el detergente para lavar; tal vez
preguntarle sobre las singularidades de su vida cotidiana, o quizás conversar
sobre mis amores frustrados y escuchar sus consejos. Quedó tanto por decir, por
confesar, por hacer.
Una de mis tías me contó que
habló mucho con ella ya cerca del final, cuando mi abuela Dora había muerto. Su
mamá. Una muerte sobre la cual tuve que armarme de valor para decírselo, y una
acción que no le deseo a nadie. En los días sucesivos Mamá se mostró poco dada
al llanto, a la tristeza; es probable que se sintiera cansada, agotada por su
enfermedad: eso es lo que pensé. Mi tía me contó algo más. Mamá le dijo que
ella había sido una buena hija, que estuvo pendiente de su madre en todo
momento, que le demostró su cariño siempre, y que por eso no sentía el peso de
su ausencia; también le dijo que creía haber sido, ella misma, una buena madre
conmigo. Lloré. Lloré mucho cuando me lo contó. Y habría querido gritar: «¡Sí!
¡Claro que sí! ¡Siempre, ma!» Admiro hoy la seguridad de Mamá. Pero me pregunto
si habré sido un buen hijo, si se lo demostré lo suficiente como para que
pudiera partir con esa certeza en su pecho.
Hoy es su cumpleaños. No la
extraño más por eso. La extraño todos los días. No hay un día en que no espere
verla al entrar en la cocina o dé por sentada su presencia cuando busque mi
ropa interior limpia en la gaveta. Lo confieso: fui un niñito de mamá hasta el
final, consentido y egoísta. Pero he aprendido a hacer las paces con su
ausencia, a hablarle en voz alta cuando trato de conseguir su sazón con la
carne molida, a fruncir el ceño cuando el detergente que vierto en la lavadora
es más del indicado o cuando miro un programa en la televisión que sé que ella
disfrutaba. También hoy descubrí, sin proponérmelo, el último mensaje de texto
que Mamá me envió. Leí las palabras, las frases, imaginé sus dedos sobre el
teclado de su teléfono celular mientras lo escribía y pensaba en mí, su mirada
fija en la pantalla. No lo borré. Sonreí como un niño que recibe un regalo
tardío. Y por un segundo pensé en responderle, en escribirle para contarle todo
lo que he hecho y todo lo que nunca le dije, imaginando que esa respuesta
podría conseguir una vía cósmica hasta donde ella está. Sentí curiosidad.
¿Quién tendrá ese número asignado ahora? ¿Dónde fue a parar su teléfono
celular? ¿Le pasará esto a alguien más?
Sólo al sufrir una pérdida
irremediable pensamos en la esterilidad (o la futilidad) de una añoranza que
nunca podrá ser aplacada. Ya no hay vuelta atrás. Se deben evitar los clichés,
las frases comunes, las palabras huecas; nadie aprende por experiencia ajena. Es
por eso que cada quien debe cargar con su cuota de ausencias en la espalda, y
cada quien la sobrelleva como puede. Es inútil aconsejar a los otros que
valoren más a sus vivos; todos lo hacemos cuando ya están muertos. Hoy sonrío
entre lágrimas porque intento concentrarme en lo que sí compartí con ella, en
lo que nos contábamos, en lo que pudimos hacer. Prefiero fijar mi atención en
eso. Y creer que de alguna manera inexplicable para la ciencia, todavía ella
sigue a mi lado, silenciosa, amorosa, cómplice y serena. Te quiero, ma.