Llegamos
cuando todavía era de noche. Había una larga e irregular fila de gente apoyada
contra la pared de la escuela. No sabíamos cómo interpretarlo: podía ser bueno,
porque el barrio era peligroso y así nos refugiábamos en la multitud; o podía
ser malo, porque eso indicaba que ya teníamos demasiadas personas por delante.
José se estacionó junto a la acera, casi al final de la fila, y bajé el vidrio
para preguntar si allí podíamos sacar el carnet de la patria. Un muchacho alto
me miró con desdén y murmuró una respuesta afirmativa. Todos nos bajamos: José
y yo de primeros, Carlos y Gigi después; ella se tardó un poco porque traía a
la niña con ella, y eso significaba un bolso grande y un oso de peluche. Noté
que había espacios en la fila, como si fuese un largo mensaje telegráfico con
puntos y rayas. Al otro lado de la calle, la acera era un poco más alta; allí
la gente estaba sentada formando pequeños grupos. Gigi preguntó si alguno de
nosotros quería café y todos dijimos que sí.
—Me
levanté temprano —dijo ella— para hacer unas arepas y café.
—Menos
mal —dijo Carlos—, porque yo ando en blanco. Me levanté corriendo.
—Tú
siempre te levantas corriendo, marico —dijo José mientras reía.
Me
acuclillé junto a la pared y bebí un par de sorbos de café caliente. La noche
era fría, justo antes del amanecer, pero eso iba cambiar en el transcurso de la
mañana. El sol del trópico nos golpearía de frente. Resultaba inútil quejarse
entonces por el frío, era mejor guardar esas lamentaciones para cuando
arreciara el calor. La niña se sentó en la acera, cerca de mí, mientras Gigi le
desenvolvía la arepa con cuidado, dejando la mitad dentro del envoltorio de
servilletas para que no se ensuciara las manos. Una precaución estéril, pensé;
los niños no están pendiente de esas cosas cuando tienen hambre.
—¿Quedó
café? —dijo Carlos.
Me
entretuve en fijar mentalmente el rostro del muchacho que nos precedía en la
fila. Era importante prestar atención a estos detalles para evitar que se nos
coleara algún improvisado. Vi sus botas sucias y la camisa de cuadros azules.
El pantalón había pasado por muchas lavadoras. El muchacho conversaba con un
par de amigos. Intuí que podían venir desde alguna población cercana porque
tenían ese aspecto distintivo de la gente curtida del llano. Gente recia. Gente
práctica. Gente sencilla. Gente pobre. Después el cielo comenzó a clarear por encima
de las copas de los árboles. La mañana se nos echaba encima y ya la fila se
había alargado detrás de nosotros. Quizás unas cincuenta o sesenta personas.
Calculé que ocupábamos puestos rondando la centena. La entrada de la escuela
donde tramitaríamos los carnets estaba casi al principio de la cuadra. Cuando
el sol salió para iluminar la calle pude ver que la fila de personas ya
alcanzaba el final de la cuadra y torcía en la esquina, perdiéndose de vista.
Pensé que tal vez pudimos haber llegado más temprano, para tener un mejor
puesto; pero la gente que estaba más allá de la esquina tenía menos
posibilidades de entrar. Eso representó un triste consuelo. La hija de Gigi
pidió agua con insistencia.
—Bebe
un poquito —dijo Gigi—; esto nos tiene que durar hasta que nos vayamos.
—No
estamos tan lejos —dijo Carlos—. Yo creo que antes de las diez deberíamos estar
listos. Yo creo…
Alargó
el sonido de la “e” con un gesto entre pesimista y esperanzado. Todo era
posible y dependía de la hora en que comenzáramos a ser atendidos. Una señora
mayor, cruzada de brazos y parada detrás de José, dijo que el día anterior
habían empezado a trabajar entre las ocho y media y las nueve de la mañana.
José miró su reloj.
—Son
veinte para las siete —dijo—. Queda poco.
—Primero
dejan entrar a los de la tercera edad —dijo la señora, envuelta en un suéter
amarillo—. Después pasan a los de este lado. Yo vine ayer. Hoy le estoy
guardando el puesto a mi hijo.
—¿Y
el proceso es rápido, señora? —dijo Carlos.
Ella
torció los labios en un gesto afirmativo y dijo:
—Sí…
Lo que pasa es que se tardan más con las preguntas.
—¿Con
las preguntas? —dijo Carlos—. ¿Qué preguntas, señora?
La
mujer cambió el peso de su raquítico cuerpo hacia la otra pierna.
—Ay,
que si tienes perro, que si dónde vives, que con quién vives, que si perteneces
a las misiones; lo de siempre, pues.
Todos
intercambiamos miradas de disimulado espanto, pero ninguno dijo nada porque la
señora estaba muy cerca. José dejó caer su voluminoso peso contra la puerta del
carro.
—Ay,
chiamo… —dijo.
—Yo
lo que quiero es café —dijo Carlos.
El
primero de muchos vendedores ambulantes apareció cerca de las siete de la
mañana. Vendía café y cigarrillos detallados. Un vaso pequeño de café en 150
bolívares. Igual costo los cigarrillos. Otros vendían dulces o empanadas. Pensé
en la facilidad que tiene el venezolano para resolver su situación económica a
través de la informalidad. Hay que trabajar. Hay que producir. Pero una ayuda
del gobierno nunca cae mal. Hay que estar con Dios y con el diablo, me dije en
silencio. El sol se fue acercando a nosotros con lentitud, como una mano que se
extiende palmo a palmo, y ya cerca de las 7:30 am nos alcanzó de lleno.
Entonces comprendí por qué muchas de las personas estaban sentadas en la acera
opuesta: desde allí guardaban su puesto en la fila sin permanecer bajo el sol
fastidioso de la mañana. Nos unimos a ellos, siempre atentos al muchacho que
iba delante de nosotros. Él y sus amigos.
En
la otra acera había menos formalidad en los lugares. Algunos se apoyaban contra
las rejas de una casa. Otros se sentaban en el piso. La intuición general era
que debíamos tener paciencia porque el proceso no sería rápido. Carlos se
entretuvo haciendo unas llamadas por su teléfono celular. José fumaba. Gigi
intentaba que su hija se mantuviera jugando cerca de ella. Saqué un libro de mi
bolso y me puse a leer. Al fin, sobre las nueve de la mañana, apareció una
camioneta con las siglas de la Guardia Nacional Bolivariana. Se apearon algunos
uniformados y entraron en la escuela. La misma camioneta reapareció un par de
veces más, trayendo algunas mujeres con un chaleco rojo. Eso es lo que pude ver
desde donde estábamos. Al sacar la vista del libro presté atención a mi
alrededor. Carlos volvía a hablar por su teléfono y le insistía a alguien para
que fuese a buscarlo. La niña de Gigi jugaba con las hojas secas amontonadas
junto a la acera. José deambulaba con las manos en los bolsillos de su
pantalón. Y Gigi apretaba al oso de peluche contra su pecho y repetía una
cantinela:
—¡No
juegues con tierra! ¡No te ensucies, coño!
Esa
misma frase se repitió a lo largo de la mañana hasta que pudimos entrar a la
escuela. Pero antes, un agente de la GNB pasó caminando para informar que el
sistema estaba caído y que debíamos tener paciencia. Paciencia. La larga
espera. La espera eterna. Una burla pintada en la comisura de la boca. Me llené
de preguntas tontas: ¿por qué no había sistema?, ¿cuál era el problema real con
el sistema?, ¿por qué la deficiencia en una gestión tan básica? Pero eso me
llevó a pensar en la supuesta ausencia de materiales para tramitar cédulas de
identidad y pasaportes. Una negligencia generalizada, multiplicada, enquistada.
¿Por qué? ¿Por qué? Miré a la gente que nos rodeaba. De vez en cuando la multitud
corría y ocupaba su lugar en la fila junto a la pared. Hicimos lo mismo las
primeras dos veces, después nos quedamos sentados viendo cómo esa misma gente
regresaba a la pared opuesta huyendo del sol. Eso se repitió muchas veces. ¿Qué
los impulsaba a correr? ¿Cuál era el detonante sorpresivo que agilizaba sus
pasos?
Me
concentré en sus expresiones faciales. A media mañana, cerca de las nueve, ya
los rostros de la gente mostraban un cansancio soportado con paciencia, como si
no hubiese otra opción. Una dádiva. Una ayuda. Un trámite engorroso. Para
obtener ¿qué? ¿Qué significaba el carnet de la patria? Una nueva propuesta del
gobierno lanzada con bombos y platillos. Una treta para desviar la atención de
lo que era importante. Me concentré en sus expresiones faciales. Me concentré
en la gente que nos rodeaba. Gente humilde. Gente pobre. Gente que hacía
malabarismos para llegar al final del mes. Gente que se formaba en largas filas
para obtener unos beneficios que debían ser reglamentarios bajo cualquier otro
gobierno. Una guerra informativa constante donde se afianzaba la idea de que
gubernamentalmente no se podía hacer más porque distintos factores y personajes
maliciosos lo impedían: el imperio, la oposición, los apátridas, la burguesía,
los terroristas, el fenómeno de El Niño, la sequía, las lluvias, el precio del
petróleo, las grandes corporaciones multinacionales; siempre uno o varios o
todos juntos a la vez, pero nunca la culpa es del mismo gobierno, jamás la
responsabilidad es de ellos.
Giré
la cabeza hacia la derecha y presté atención a lo que decía una mujer joven
sentada cerca de nosotros. Hablaba con otra muchacha, de pie junto a ella. Le
decía algo sobre su hijo. Entendí que el padre del chico era un hombre bastante
mayor, pero que ese viejo la había sacado al fin de su casa y la proveía de lo
básico. Su mamá no estaba de acuerdo, se quejaba cada vez que podía, «pero,
bueno, chama, eso es lo que hay». El meollo del asunto, comprendí luego, no era
la edad de su marido sino la situación del niño en la escuela, porque había
estado llegando al mediodía con mucha hambre, hasta que ella descubrió que en
la escuela sólo les estaban dando una porción de arroz y caraotas negras para
comer al mediodía. La muchacha estaba indignada. Detallé su aspecto, el maquillaje
en su rostro, el movimiento de sus manos, el tono de su voz. Una muchacha con
limitaciones. Una muchacha conformista. Una muchacha que no veía más allá del
techo de su cabeza. Estaba seguro de que como ella había muchas, quizás allí
mismo en la fila de gente sentada en la acera. Muchachas jóvenes, con una
educación deficiente, con una cultura inexistente, intuitivamente seguras de
que sólo a través del sexo podrían conseguir una mínima ventaja. Sentí lástima
por ellas. Podían ser y conseguir muchísimo más.
Al
fin, cerca de las diez, una mujer salió de la escuela y habló en voz alta a los
que estaban al principio de ambas filas. Les pidió más paciencia y que
guardaran silencio en la medida de lo posible porque las aulas estaban llenas
de niños recibiendo sus clases y era mejor evitar las interrupciones, los
gritos y las distracciones innecesarias. Nos movimos con rapidez cuando
observamos que los ancianos comenzaban a entrar con agilidad. Cada quien retomó
su lugar en la fila, bajo el sol, y esperamos por veinte minutos hasta que poco
a poco fuimos llegando hasta la puerta de la escuela. Allí, dos uniformados de
la GNB nos indicaban otra fila de personas cerca de unos salones vacíos. Esa
fila se adentraba por un largo pasillo techado entre dos estructuras similares
de aulas estudiantiles llenas de pupitres.
—Coño
—dijo José—, al menos aquí no nos pega el sol.