Detrás
de las cajas de los libros, en el clóset, había dos cajas más que no recordaba
haber guardado. El entusiasmo inicial se diluyó conforme abría esas cajas y me
enfrentaba a su contenido. Eran viejos álbumes de fotografías, pañuelos de
batista, recortes de periódico, una caja de costura llena de hilos y agujas, chequeras
sin utilizar, cartas manuscritas de mis padres y, en el fondo, un álbum de
bebé. Me senté en el piso para revisar todo con calma. La verdad es que no
recuerdo haber guardado esas cajas. Luego de la muerte de mi madre, mientras
Papá se iba un tiempo con mi abuela y mis tías, aproveché para vaciar el clóset
de mi vieja y donar su ropa al geriátrico local; también saqué todo lo que
hubiese en sus gavetas y mesas de noche. Lo hice de manera automática, sin
detenerme a pensar mucho en ello, prestando poca atención al aroma que
desprendía su ropa, el olor a crema humectante que flotaba en su baño, la
cantidad enorme de pequeños objetos y detalles que resumían su vida con
nosotros; lo que quería era anticiparme a una nostalgia que ya comenzaba a
morderme en las esquinas. Por eso sé que fui yo quien debe haber guardado esas
cajas, porque al mismo tiempo quise evitarle a Papá el dolor aumentado de mirar
y tocar todo aquello que asociábamos con ella.
Lo
último que saqué de las cajas fue el álbum de bebé. Acaricié la tapa amarillenta
y dura antes de abrirlo. En la portada, enmarcada en un óvalo de flores y ramas
doradas, la frase: “Nuestro bebé”. En la primera página, sueltas, varias
tarjetas pequeñas de felicitación, similares a las que se colocan en los ramos
de flores. Nombres desconocidos que me felicitaban pocos días después de mi
nacimiento. Una de las tarjetas tiene un alfiler con pequeñas marcas de óxido. En
la siguiente página, la invitación a la boda de mis padres; un pliego de papel
delicado, opaco, doblado en tres partes sobre sí mismo. Debajo, apiladas, las
boletas de mis calificaciones del primer grado, del segundo grado, del tercer
grado, del cuarto grado, del sexto grado; sólo faltaba la del quinto grado. La letra
manuscrita de mis maestras junto a las notas recibidas. Sonreí al comprobar que
fui un alumno de excelentes calificaciones. Leí las observaciones de mis
maestras: «Te
felicito. Eres un niño muy educado»;
«Es
colaborador, amable y buen estudiante»;
«Le
gusta indagar e interviene en el desarrollo de la clase»; «Conserva la postura correcta, es
ordenado y limpio»;
«Colabora
y participa en las actividades del salón».
¿Qué
pensaría Mamá de todo esto? ¿Se sentiría orgullosa de mí? Supuse que habría
guardado mis boletas de calificaciones por alguna razón que nunca me comentó.
¿Todas las madres lo hacen? ¿Incluso ahora? Pero a través de lo que Mamá había
decidido guardar pude retrotraerme hasta esa época de mi infancia en la escuela
primaria: mis maestras, mis amigos, los recreos, las formaciones matutinas en
línea para cantar el Himno Nacional, las risas, las tareas; me sorprendió un
poco comprobar que aún conservo amistades de ese tiempo que parece ahora tan
remoto. Y Mamá guardó todo eso. Una pequeña cápsula de papel en el tiempo. Respiré
profundo antes de pasar a la página siguiente. Las hojas tienen dibujos en el
fondo, dibujos de bebés en colores pasteles, atenuados, y algunas leyendas: “Pesa”,
“Mide”, “Color de los ojos”, “Cantidad de cabello”, “Color de la piel”; y la
letra de Mamá, su caligrafía particular, los trazos que podría identificar en
cualquier parte, anotando: «3,420
kg»; «55 cm»; «Grises»; «Abundante», «Clara». Tuve la visión de Mamá sosteniéndome
en sus brazos. Las frases se empañaron por efecto de las lágrimas. Sí, comencé
a llorar; no pude evitarlo. Pensé en Mamá, sentada junto a mi cuna, con el álbum
abierto sobre sus piernas, escribiendo frases cortas mientras me lanzaba
miradas de vez en cuando para verme mientras dormía.
La
otra página está dedicada a los regalos y las visitas. Está anotado:
escarpines, una cuna grande, una canastilla, pañaleras, un corral, un
portabebé, camisitas, monitos, adornitos para la cuna, teteros, álbum para fotos,
interiores de colores, andadera, una cucharita y un tarrito de plata, abriguitos,
un esterilizador, peluches; y después, bajo el título “Crecimiento del bebé”,
descubrí que ya pesaba 10 kilos en el séptimo mes, y medía 76 centímetros. Más adelante,
Mamá escribió que la cura del ombligo ocurrió el martes 19 de febrero de 1974,
y la primera consulta médica fue el lunes 11 de marzo. Los datos iniciales se
multiplican: la primera salida en carro fue el 19 de febrero; la primera vez
que noté el sonido fue el 28 de mayo; mi primera sonrisa el 11 de marzo; me reí
por primera vez el 12 de junio; luego, el 18 de junio, me moví solo, sin ayuda;
ya en agosto podía sentarme sin apoyo; y en septiembre me puse de pie. Al final
de la página, otro título: “Primeras palabras”, y sólo una frase: «Mamá», a los cuatro meses. Mi vista se
empañó de nuevo. Por extraño que pareciera, sentí que de alguna manera todo
aquello se transformaba en un inesperado mensaje de mi madre; un mensaje que me
alcanzaba justo en el aniversario de su muerte. Si era una coincidencia o no,
decidí creer que sus palabras me llegaban para hacerme saber lo que ella
pensaba de mí, lo que le llamaba la atención de mi niñez y lo que cruzaba por
su cabeza mientras escribía en el álbum que me alcanzaba más de 40 años
después.
Guardé
todo lo demás de nuevo en las cajas, pero he decidido quedarme con el álbum “Nuestro
bebé” porque siento que es una manera de sentir cerca a Mamá. Su caligrafía. Sus
impresiones. Las manos que imagino acariciando esas páginas y que ya no pueden
tocarme a mí. La sonrisa de Mamá. La mirada de Mamá. La fragancia del cuerpo de
Mamá. Me pregunto si otras madres han hecho lo mismo, si se trata de algo
bastante común. ¿Habrá otros hijos e hijas que hagan descubrimientos similares
en la adultez? ¿Otros reencuentros salvando la distancia del tiempo? Dedos que
se extienden hasta alcanzarnos en el presente. ¿Y las mamás actuales? ¿Llevarán
un registro minucioso sobre sus recién nacidos? En una época saturada de
inmediatez y tecnología, ¿se contentarán sólo con las fotos almacenadas en sus
teléfonos celulares? ¿Tienen la paciencia para sentarse a escribir pequeñas
notas alusivas al crecimiento de sus niños? Ojalá que sí. Porque sólo
descubrimos el valor y el peso de estos paréntesis manuscritos cuando ya
estamos grandes, cuando nuestras madres han partido, cuando sólo pueden
hablarnos a través de las frases y palabras que han dejado escritas en algún
viejo álbum para bebés.