15 de diciembre de 2020

Fisonomía.

 
 
Él volvió a decirlo: dijo que a los hombres les gusta que les digan que tienen el pene hermoso. Me tendí en la cama, a sus pies. Él bajó la mirada de nuevo al libro que tenía entre las manos. Detallé su pecho desnudo, el vello rizado que salpicaba sus piernas, la blancura de sus pies. Estiré la mano para colocarla sobre uno de ellos, el que estaba más cerca de mí. La otra pierna permanecía un poco flexionada en la rodilla, formando un ángulo interesante. La tela arrugada de su bóxer formaba pliegues en torno a sus muslos pálidos. Sentí que esa tela tenía muchos años adaptándose a su pelvis, a su forma, a sus líneas. Parecía una tela cómoda y vieja. Una prenda familiar saturada de su olor más íntimo. Él también era ese bóxer, con sus arrugas y sus olores prohibidos, pensé.
 
—Eso depende —dije—. Es un asunto de estética —agregué.
 
Él siguió con la vista clavada en el libro, pero me había escuchado, sin comprender, parecía. Dijo que las vaginas estaban relacionadas con un asunto de plisados, según estaba leyendo. Esa palabra me hizo sonreír.
 
—Los penes son penes —dijo él—. Un pedazo largo de carne y una cabeza.
 
Moví los dedos encima del dorso de su pie. Allí también tenía algunos vellos. Y en sus dedos. Percibí la tibieza de su carne bajo mi mano.
 
—Nah… —insistí—: los penes tienen su estética. Hay penes largos, gruesos, pequeños, con el glande en forma de hongo o muy triangulares, o tienen el glande pequeño, pero son muy gruesos en el cuerpo. Hay de diferentes formas y tamaños. Además —agregué después de una pequeña pausa—, hay penes bonitos y hay penes verdaderamente feos.
 
Él alzó la mirada hacia mí y noté un esbozo de sonrisa en sus pupilas.
 
—Verás —seguí—: he conocido tipos muy hermosos, parecidos a dioses griegos, pero al desnudarse y ver sus penes, toda la excitación inicial se evaporó. Pero nunca he conocido un tipo feo que tenga un pene bonito. El sexo masculino no puede mentir. O es atractivo, o no lo es. 
 
Moví de nuevo los dedos sobre su pie. Acaricié con delicadeza la punta de sus dedos y la planta lisa y tibia. Él desvió sus ojos hacia mi mano antes de hacer un leve movimiento de los dedos de su pie.
 
—¿Por qué te gusta tanto hacerme cariño en los pies?
 
Tardé unos segundos en responderle, pensando en algo más.
 
—¿Te molesta?
 
Él hizo un gesto negativo con la cabeza.
 
—Tienes los pies bonitos. Y suaves. Se parecen a tu pene, ¿sabes?
 
La sonrisa se ensanchó en sus pupilas y en sus labios.
 
—¿Por qué inventas tanto? —dijo—. Tú nunca me lo has visto. Es de las nenitas.
 
Sostuve su mirada sin dejar de acariciar la planta de su pie.
 
—Sí te lo he visto —dije—. Cuando estabas dormido.
 
La sonrisa de antes se resquebrajó un poco, en las comisuras.
 
—¿Qué?
 
—Estabas dormido —repetí—. Fue el día que bebimos ron, ¿recuerdas? Estábamos revisando los poemas del libro de Jacqueline Goldberg. Hablamos hasta tarde. No puedo creer que lo hayas olvidado ya…
 
Él se mostró desorientado al principio, pero parecía reconocer lo que yo le contaba.
 
—Sí, claro; eso lo recuerdo, pero… ¡Me estás jodiendo! ¡Eres una rata! —y soltó una carcajada.
 
Me mantuve serio, impasible, sin apartar los ojos de su rostro risueño ahora.
 
—Después te quedaste dormido —continué—. Creo que estabas borracho. No lo sé.
 
Su sonrisa se atenuó en oleadas sucesivas.
 
—¿Qué?
 
—Sentí curiosidad, eso es todo… Estabas dormido. ¡Tampoco fue que te violé!
 
Percibí la rigidez de sus músculos bajo mis dedos. El pie se mantuvo inmóvil.
 
—Fue sin querer… —dije—. Prefiero decírtelo. Espero que no te moleste. ¡Te juro que no hice nada! Sólo lo toqué un poco, por encima del bóxer.
 
Bajé la mirada hacia su bóxer. Creo que él también quiso hacerlo, pero mantuvo sus ojos fijos en mi cara.
 
—Dime que me estás jodiendo, marico…
 
—¡Pero no hice nada! Sólo lo toqué por encima. Y levanté un poco la goma para verlo. Fue rápido.
 
Comencé a mover la mano una vez más. Movimientos tenues y delicados encima de su pie.
 
—Lo vi un momento y ya. Estaba acurrucado al principio, y después pareció despertarse un poquito, no mucho. Debe haber sido porque lo estaba tocando.
 
La risa de antes comenzó a sacudirse de manera espasmódica, una risa nerviosa, incrédula, paranoica.
 
—Es bonito —repetí—. En serio.
 
La piel tibia de su cuerpo contra la piel fría de la pared.
 
—Pensé que te gustaría saberlo —agregué—. No sé si tus nenitas te lo dicen.
 
—¡Marico, te volviste loco!
 
Los dos soltamos la risa. La tensión se relajó un poco.
 
—¿Por qué haces eso? —dijo—. Qué bolas tienes tú. Casi me lo creo, marico…
 
—Recuerda que soy un escritor. Es lo que hacemos: jugar con las probabilidades y las verosimilitudes.
 
—Sí… Eso me pasa por compartir piso con un gay como tú. Estás loco —dijo y volvimos a reír.
 
—¿De qué te quejas? Ya quisieras que alguna de tus nenitas te atendiera como yo.
 
—Te quiero, hermanito —dijo él—. Eres loco y te quiero por eso.
 
Sonreí otra vez antes de inclinarme un poco para besar con cuidado la punta del dedo gordo de su pie sin dejar de mirarlo a los ojos. Él me observó mudo. Lo hice con mucha delicadeza y en el último momento bajé la vista hacia su pie, sólo un momento, antes de tropezar de nuevo con sus pupilas.
 
—Sabes que me tienes rendido a tus pies —dije—. Literalmente.
 
Él volvió a reír y yo me levanté de su cama.
 
—Pero tienes el pene bonito —dije a media voz.
 
Intercambiamos una larga mirada antes de dirigirme hasta la puerta. Escuché su voz y su risa detrás de mí:
 
—¡Eres un cabrón!