31 de diciembre de 2006

La última noche.

La última noche del año. Mis padres se han reunido con sus respectivas familias, pero he escogido quedarme en casa, a solas. Lejos de sentirme abandonado, disfruto con la serenidad que me otorga este íntimo momento. Hoy quiero brindar por aquellos que ya no están; por los que alguna vez fueron y ya no son; los que aparecieron para enseñar y continuaron su ruta; aquellos que acompañaron mi senda durante algún tiempo, dejando una valiosa lección; los que amé intensamente y me mostraron la vía del amor: la única que hay... Gracias a cada uno de ellos, hoy puedo escribir estas líneas maravillosas.
Una deliciosa copa de vino blanco atestigua mis sonrisas. Muy pronto comenzarán los fuegos artificiales, anunciando la despedida de un año y la llegada de otro nuevo. La renovación. El cambio. La metamorfosis. Una esplendorosa página en blanco: impoluta, virginal, inspiradora, mágica. Mi propia página.
Reconozco que no acierto a comprender, exactamente, dónde nace este inesperado sentimiento de resolución, de determinación, de suprema conclusión; pero allí está: no puedo esquivarlo. No obstante, lo disfruto, lo saboreo, acaricio sus informes contornos. Me siento preñado de posibilidades.
Hoy me toca cerrar un año, un ciclo que me llevó por caminos desconocidos, hacia personajes inspiradores y situaciones decisivas; mi balance es armónico, equilibrado. Estoy satisfecho con lo que hice y con lo que dejé de hacer. Siento que aún me queda mucho por descubrir, por aprender y por amar. Hoy estoy solo, pero no me siento solo; me acompañan mis ilusiones, mis esperanzas, mis pasiones y mis fracasos. Un amigo citó dos frases de Dickens muy significativas: "el recuerdo, como una vela, brilla más en Navidad" y "cada fracaso enseña al hombre algo que necesita aprender"; pues bien, hoy rememoro los hombres determinantes de mi vida, aquellos que marcaron mi corazón, por las buenas y por las malas. Uno a uno desfilan frente a mí: silenciosos, sonrientes, trajeados de recuerdos que muy pronto serán sus mortajas.
Especialmente, el primero; el que irónicamente, también fue el último. Un breve encuentro después de 16 años, sólo para comprobar que ese ciclo también se ha cerrado, ha finalizado. Me cuesta describir la felicidad que me embarga. Hoy le digo adiós a él y a todos los que le sucedieron en mi ambivalente corazón. Y les agradezco: sin cada uno de ellos no estaría aquí, hoy, escribiendo estas palabras. Cada uno me trajo hasta este instante eterno.
Levanto mi copa para brindar por ellos. Levanto mi copa para brindar por ese amor ideal que me enseñaron a esperar y atesorar. Levanto mi copa por ese mítico príncipe azul que, lo sé, está en camino a encontrarse conmigo, desde siempre y para siempre. Esta misma noche doy inicio a una nueva etapa, más íntima y esclarecedora. Finalmente...
¡Feliz Año Nuevo!
También levanto mi copa por ustedes...

11 de diciembre de 2006

El zoológico humano.

Una fiesta infantil es el telón de fondo perfecto para desplegar máscaras y disfraces; aunque no me refiero a los niños. En la mesa en la que he quedado, me rodean madres y amigas de la anfitriona: son mujeres preocupadas por la próxima cita para aumentarse el tamaño de los senos, la consabida inyección de botox, los accesorios de la última temporada y descubrir quién es la mejor vestida hoy...
Por supuesto, mi estupefacción no conoce límites. Me encuentro rodeado de mujeres que parecen sobrevivir en un submundo particular, un país lejano al que sólo ellas poseen acceso, una confortable jaula de cristal que las mantiene ricamente prisioneras. Conforme la velada apresura su paso, me presto al juego frívolo de participar en sus disertaciones: Louis Vuitton, Miami, las fallas de la nana de turno, el cirujano plástico, las infidelidades del marido y las puñaladas verbales que se dan unas a las otras con una sonrisa impecable. Por alguna extraña razón, me parece que contemplo animales salvajes disfrazados de precarios humanos; lo cierto es que debería ser al contrario: mujeres arropadas por pieles de animales, pero en este caso es al revés: animales envueltos en pieles humanas.
¡Y pobre de la que se levante primero de la mesa! Será devorada por la estridencia de los murmullos que deja detrás. La miríada de féminas no se siente amenazada por mí: un despreocupado joven homosexual que se supone entiende a la perfección sus diatribas domésticas, sus escogencias y sus suplicios. No tengo otra opción más que sonreír mientras intento digerir mi desasosiego. Su banalidad. El brillo que nos rodea.
En ese momento, hubiese dado cualquier cosa por intercambiar mis congéneres por otros muy distintos, incluso metamorfosear el fastuoso escenario que nos rodeaba; soñé con una charla amena, chispeante e interesante: libros, prosa, estructuras literarias, pintura, matices, texturas, pinceladas, formas, debate ideológico... cualquier cosa que me sustrajera de aquél zoológico humano. No sé hasta qué punto permanezco cautivo de mi propia ingenuidad, pero no pude evitar sentir lástima por los que me rodeaban. Imaginé cuán grises podrían ser sus vidas comparadas con el caleidoscopio multicolor de mi sencilla existencia; a pesar de que reconozco que está mal comparar: ellas han tenido la libertad de escoger tanto como yo.
¿Si mi vida es mejor? No lo sé; pero ciertamente creo que es menos complicada, menos frívola, más estimulante. Espero que nunca tenga que sucumbir a un peligroso juego de vanidades, de excesos, de disfraces y máscaras...
Ya no soy un niño.