Resulta prodigioso cómo, algunas veces, ciertos eventos aleatorios provocan y conectan ideas inconexas; son como piezas de dominó dispuestas en sucesión: al caer la primera, detona una cascada lineal que no se puede parar. Fluye en contra de nuestra voluntad, se sucede siguiendo una coreografía desordenada y enigmática. Eso fue lo que pasó con la inesperada noticia de Angel.
Creo que, en el fondo, lo que pasa es que siempre he sido un idealista sin remedio, un cultor impenitente de los cuentos de hadas; por eso es que acuso los golpes de la vida con tanta sorpresa y melancolía.
Una de las ideas que había echado raíces en lo profundo de mi mente era la de que “en la época del liceo establecemos esas amistades que serán para toda la vida”. Una utopía que, hasta cierto punto, se hizo realidad; porque Angel no fue el único con el que compartí nexos tan fuertes.
Hoy quiero escribir sobre Carmen y Yira.
A ambas las conocí en ese período turbulento de la adolescencia, cuando todo es más fuerte y visceral: los amores, los odios, las fiestas, las emociones y las ambivalentes amistades. En el salón donde recibíamos clases estaban aglutinados 30 muchachos/as con tan dispares puntos de vista que era tarea difícil hacernos callar. En torno a esta torre babilónica coincidí con Carmen. Desde el principio compartimos esa química perfecta que bendecía nuestra unión. Inmediatamente nos contamos todo, compartimos secretos, establecimos alianzas y discutíamos a nivel estratosférico. Nuestro vínculo era tan fuerte que no podíamos postergar nuestros comentarios. Al mediodía, después de clases, era obligatoria una prolongada llamada telefónica.
- ¡Pero si se acaban de ver! –vociferaba mi abuela-, estos muchachos son un caso. Estuvieron juntos toda la mañana y todavía siguen hablando… -y desaparecía por los rincones murmurando.
Lo cómico es que, aún hoy día, mi abuela a veces pregunta por Carmen.
Una de las cosas que más teníamos en común, era la predisposición ineludible de embarcarnos en amores turbulentos; ella tuvo una sucesión de novios incongruentes, un matrimonio fallido, un hijo muy despierto y finalizó con una irreverente relación lésbica. Todo esto fue contribuyendo a que nuestros senderos se separaran poco a poco, hasta ahora, cuando el contacto es nulo. Todo esto lo he recordado a propósito del bizarro episodio con Angel. ¿Dónde quedó Carmen? ¿Adónde fueron a parar todos los secretos que compartimos? ¿Y las risas? ¿Las vivencias? ¿El tránsito de la adolescencia a la madurez? Ahora no es más que un recuerdo agridulce, una sombra, un susurro pretérito. Ni siquiera fue que nos peleamos y decidimos separarnos, no; sencillamente tornamos a desencontrarnos, con tanta suavidad como se asimila la vigilia que precede al sueño profundo. Sí: creo que nuestra amistad se durmió sin avisarnos que quería hacerlo.
Mejor suerte tuve con Yira. Nuestra unión se inició como una combustión incandescente. Era muy parecida a la sostenida con Carmen, pero magnificada en su intensidad. Las conversaciones con la primera eran, si se quiere, banales en su contenido, porque se limitaban a las vivencias compartidas; con Yira todo fue varios pasos más allá. La esencia del vínculo que sobrellevamos era sublime, dinámico; compartíamos algo que ella ajustadamente definió entonces como “una simbiosis humana”.
Establecimos como pauta ineludible reunirnos todos los miércoles por la tarde y ha sido la amiga con la que más cartas he cruzado: a veces hasta dos en un mismo día. Nuestro chispeante diálogo estaba salpicado con disertaciones filosóficas, literarias y existencialistas; a través de ella vislumbré por vez primera la clase de vida que quería tener. Hoy agradezco haberme cruzado con sus pasos y desearía que cada uno de ustedes hubiese tenido una amiga tan iluminadora e iridiscente.
En este particular caso, ambos realizamos esfuerzos por no someter a las inclemencias del olvido lo que habíamos construido; pero la vida, con sus desviaciones en la ruta, nos enseñó mejor. Después de estudiar psicología, mi más querida amiga partió a España, donde prosiguió sus estudios y contrajo matrimonio con un hombre muy especial. Siempre hubo una carta (de uno u otro lado) para mantener oxigenada la relación iniciada hace poco más de 15 años. Con eso nos contentamos por un tiempo.
Ya casada, se ocupó de organizar viajes consecutivos para ver a su familia venezolana y reencontrarse con sus amigos (este servidor incluido). Y tales veladas resultaban reconfortantes: podíamos hablar como antes, recordar o reacomodar reminiscencias; pero nunca le hablé sobre la inquietante madurez que pendía sobre nosotros. Parecía, a veces, que jugábamos a ser los de antes, no más de allí.
Por supuesto, no pretendo anclarme en lo que alguna vez fuimos, pero hubiese querido que nuestra relación madurara a la par nuestra. Hoy quisiera tenerla cerca y poder interactuar con la misma intensidad de entonces, la misma fuerza y fidelidad; mas el sendero se ha desdibujado. Y si se lo comunico, temo que no me entienda. Cómo decirle que a veces añoro su mirada franca e imparcial, sus palabras certeras y sedosas; su mano tibia, pues.
Pero entiendo que su camino la ha llevado a vivir experiencias enriquecedoras e inolvidables; no soy tan egoísta. Quiero concentrarme en lo más importante: tuvimos la invalorable oportunidad de conocernos, caminar juntos y compartir una época idílica, llena de sueños y promesas.
Hoy comprendo que debo aprender a decir adiós con una sonrisa. No debo aferrarme. Ayer estuvieron Angel, Carmen y Yira; mañana no sé con quién podría encontrarme. No obstante, tengo fe en que me aguardan aún encuentros decisivos. Quizás no tan intensos, pero sí tan memorables. Si veo hacia atrás observo cómo mi sendero se ha bifurcado sin remedio; pero también alcanzo a ver, si me volteo, que hacia delante se perfilan nuevas aventuras, otros senderos.
De todas formas, Yira me escribió hace poco. Pronto vendrá de visita y espera verme. Aguardo con ansias hasta entonces.
Y sonrío.
Creo que, en el fondo, lo que pasa es que siempre he sido un idealista sin remedio, un cultor impenitente de los cuentos de hadas; por eso es que acuso los golpes de la vida con tanta sorpresa y melancolía.
Una de las ideas que había echado raíces en lo profundo de mi mente era la de que “en la época del liceo establecemos esas amistades que serán para toda la vida”. Una utopía que, hasta cierto punto, se hizo realidad; porque Angel no fue el único con el que compartí nexos tan fuertes.
Hoy quiero escribir sobre Carmen y Yira.
A ambas las conocí en ese período turbulento de la adolescencia, cuando todo es más fuerte y visceral: los amores, los odios, las fiestas, las emociones y las ambivalentes amistades. En el salón donde recibíamos clases estaban aglutinados 30 muchachos/as con tan dispares puntos de vista que era tarea difícil hacernos callar. En torno a esta torre babilónica coincidí con Carmen. Desde el principio compartimos esa química perfecta que bendecía nuestra unión. Inmediatamente nos contamos todo, compartimos secretos, establecimos alianzas y discutíamos a nivel estratosférico. Nuestro vínculo era tan fuerte que no podíamos postergar nuestros comentarios. Al mediodía, después de clases, era obligatoria una prolongada llamada telefónica.
- ¡Pero si se acaban de ver! –vociferaba mi abuela-, estos muchachos son un caso. Estuvieron juntos toda la mañana y todavía siguen hablando… -y desaparecía por los rincones murmurando.
Lo cómico es que, aún hoy día, mi abuela a veces pregunta por Carmen.
Una de las cosas que más teníamos en común, era la predisposición ineludible de embarcarnos en amores turbulentos; ella tuvo una sucesión de novios incongruentes, un matrimonio fallido, un hijo muy despierto y finalizó con una irreverente relación lésbica. Todo esto fue contribuyendo a que nuestros senderos se separaran poco a poco, hasta ahora, cuando el contacto es nulo. Todo esto lo he recordado a propósito del bizarro episodio con Angel. ¿Dónde quedó Carmen? ¿Adónde fueron a parar todos los secretos que compartimos? ¿Y las risas? ¿Las vivencias? ¿El tránsito de la adolescencia a la madurez? Ahora no es más que un recuerdo agridulce, una sombra, un susurro pretérito. Ni siquiera fue que nos peleamos y decidimos separarnos, no; sencillamente tornamos a desencontrarnos, con tanta suavidad como se asimila la vigilia que precede al sueño profundo. Sí: creo que nuestra amistad se durmió sin avisarnos que quería hacerlo.
Mejor suerte tuve con Yira. Nuestra unión se inició como una combustión incandescente. Era muy parecida a la sostenida con Carmen, pero magnificada en su intensidad. Las conversaciones con la primera eran, si se quiere, banales en su contenido, porque se limitaban a las vivencias compartidas; con Yira todo fue varios pasos más allá. La esencia del vínculo que sobrellevamos era sublime, dinámico; compartíamos algo que ella ajustadamente definió entonces como “una simbiosis humana”.
Establecimos como pauta ineludible reunirnos todos los miércoles por la tarde y ha sido la amiga con la que más cartas he cruzado: a veces hasta dos en un mismo día. Nuestro chispeante diálogo estaba salpicado con disertaciones filosóficas, literarias y existencialistas; a través de ella vislumbré por vez primera la clase de vida que quería tener. Hoy agradezco haberme cruzado con sus pasos y desearía que cada uno de ustedes hubiese tenido una amiga tan iluminadora e iridiscente.
En este particular caso, ambos realizamos esfuerzos por no someter a las inclemencias del olvido lo que habíamos construido; pero la vida, con sus desviaciones en la ruta, nos enseñó mejor. Después de estudiar psicología, mi más querida amiga partió a España, donde prosiguió sus estudios y contrajo matrimonio con un hombre muy especial. Siempre hubo una carta (de uno u otro lado) para mantener oxigenada la relación iniciada hace poco más de 15 años. Con eso nos contentamos por un tiempo.
Ya casada, se ocupó de organizar viajes consecutivos para ver a su familia venezolana y reencontrarse con sus amigos (este servidor incluido). Y tales veladas resultaban reconfortantes: podíamos hablar como antes, recordar o reacomodar reminiscencias; pero nunca le hablé sobre la inquietante madurez que pendía sobre nosotros. Parecía, a veces, que jugábamos a ser los de antes, no más de allí.
Por supuesto, no pretendo anclarme en lo que alguna vez fuimos, pero hubiese querido que nuestra relación madurara a la par nuestra. Hoy quisiera tenerla cerca y poder interactuar con la misma intensidad de entonces, la misma fuerza y fidelidad; mas el sendero se ha desdibujado. Y si se lo comunico, temo que no me entienda. Cómo decirle que a veces añoro su mirada franca e imparcial, sus palabras certeras y sedosas; su mano tibia, pues.
Pero entiendo que su camino la ha llevado a vivir experiencias enriquecedoras e inolvidables; no soy tan egoísta. Quiero concentrarme en lo más importante: tuvimos la invalorable oportunidad de conocernos, caminar juntos y compartir una época idílica, llena de sueños y promesas.
Hoy comprendo que debo aprender a decir adiós con una sonrisa. No debo aferrarme. Ayer estuvieron Angel, Carmen y Yira; mañana no sé con quién podría encontrarme. No obstante, tengo fe en que me aguardan aún encuentros decisivos. Quizás no tan intensos, pero sí tan memorables. Si veo hacia atrás observo cómo mi sendero se ha bifurcado sin remedio; pero también alcanzo a ver, si me volteo, que hacia delante se perfilan nuevas aventuras, otros senderos.
De todas formas, Yira me escribió hace poco. Pronto vendrá de visita y espera verme. Aguardo con ansias hasta entonces.
Y sonrío.