13 de junio de 2007

Senderos II.

Resulta prodigioso cómo, algunas veces, ciertos eventos aleatorios provocan y conectan ideas inconexas; son como piezas de dominó dispuestas en sucesión: al caer la primera, detona una cascada lineal que no se puede parar. Fluye en contra de nuestra voluntad, se sucede siguiendo una coreografía desordenada y enigmática. Eso fue lo que pasó con la inesperada noticia de Angel.

Creo que, en el fondo, lo que pasa es que siempre he sido un idealista sin remedio, un cultor impenitente de los cuentos de hadas; por eso es que acuso los golpes de la vida con tanta sorpresa y melancolía.

Una de las ideas que había echado raíces en lo profundo de mi mente era la de que “en la época del liceo establecemos esas amistades que serán para toda la vida”. Una utopía que, hasta cierto punto, se hizo realidad; porque Angel no fue el único con el que compartí nexos tan fuertes.

Hoy quiero escribir sobre Carmen y Yira.

A ambas las conocí en ese período turbulento de la adolescencia, cuando todo es más fuerte y visceral: los amores, los odios, las fiestas, las emociones y las ambivalentes amistades. En el salón donde recibíamos clases estaban aglutinados 30 muchachos/as con tan dispares puntos de vista que era tarea difícil hacernos callar. En torno a esta torre babilónica coincidí con Carmen. Desde el principio compartimos esa química perfecta que bendecía nuestra unión. Inmediatamente nos contamos todo, compartimos secretos, establecimos alianzas y discutíamos a nivel estratosférico. Nuestro vínculo era tan fuerte que no podíamos postergar nuestros comentarios. Al mediodía, después de clases, era obligatoria una prolongada llamada telefónica.

- ¡Pero si se acaban de ver! –vociferaba mi abuela-, estos muchachos son un caso. Estuvieron juntos toda la mañana y todavía siguen hablando… -y desaparecía por los rincones murmurando.

Lo cómico es que, aún hoy día, mi abuela a veces pregunta por Carmen.

Una de las cosas que más teníamos en común, era la predisposición ineludible de embarcarnos en amores turbulentos; ella tuvo una sucesión de novios incongruentes, un matrimonio fallido, un hijo muy despierto y finalizó con una irreverente relación lésbica. Todo esto fue contribuyendo a que nuestros senderos se separaran poco a poco, hasta ahora, cuando el contacto es nulo. Todo esto lo he recordado a propósito del bizarro episodio con Angel. ¿Dónde quedó Carmen? ¿Adónde fueron a parar todos los secretos que compartimos? ¿Y las risas? ¿Las vivencias? ¿El tránsito de la adolescencia a la madurez? Ahora no es más que un recuerdo agridulce, una sombra, un susurro pretérito. Ni siquiera fue que nos peleamos y decidimos separarnos, no; sencillamente tornamos a desencontrarnos, con tanta suavidad como se asimila la vigilia que precede al sueño profundo. Sí: creo que nuestra amistad se durmió sin avisarnos que quería hacerlo.

Mejor suerte tuve con Yira. Nuestra unión se inició como una combustión incandescente. Era muy parecida a la sostenida con Carmen, pero magnificada en su intensidad. Las conversaciones con la primera eran, si se quiere, banales en su contenido, porque se limitaban a las vivencias compartidas; con Yira todo fue varios pasos más allá. La esencia del vínculo que sobrellevamos era sublime, dinámico; compartíamos algo que ella ajustadamente definió entonces como “una simbiosis humana”.

Establecimos como pauta ineludible reunirnos todos los miércoles por la tarde y ha sido la amiga con la que más cartas he cruzado: a veces hasta dos en un mismo día. Nuestro chispeante diálogo estaba salpicado con disertaciones filosóficas, literarias y existencialistas; a través de ella vislumbré por vez primera la clase de vida que quería tener. Hoy agradezco haberme cruzado con sus pasos y desearía que cada uno de ustedes hubiese tenido una amiga tan iluminadora e iridiscente.

En este particular caso, ambos realizamos esfuerzos por no someter a las inclemencias del olvido lo que habíamos construido; pero la vida, con sus desviaciones en la ruta, nos enseñó mejor. Después de estudiar psicología, mi más querida amiga partió a España, donde prosiguió sus estudios y contrajo matrimonio con un hombre muy especial. Siempre hubo una carta (de uno u otro lado) para mantener oxigenada la relación iniciada hace poco más de 15 años. Con eso nos contentamos por un tiempo.

Ya casada, se ocupó de organizar viajes consecutivos para ver a su familia venezolana y reencontrarse con sus amigos (este servidor incluido). Y tales veladas resultaban reconfortantes: podíamos hablar como antes, recordar o reacomodar reminiscencias; pero nunca le hablé sobre la inquietante madurez que pendía sobre nosotros. Parecía, a veces, que jugábamos a ser los de antes, no más de allí.

Por supuesto, no pretendo anclarme en lo que alguna vez fuimos, pero hubiese querido que nuestra relación madurara a la par nuestra. Hoy quisiera tenerla cerca y poder interactuar con la misma intensidad de entonces, la misma fuerza y fidelidad; mas el sendero se ha desdibujado. Y si se lo comunico, temo que no me entienda. Cómo decirle que a veces añoro su mirada franca e imparcial, sus palabras certeras y sedosas; su mano tibia, pues.

Pero entiendo que su camino la ha llevado a vivir experiencias enriquecedoras e inolvidables; no soy tan egoísta. Quiero concentrarme en lo más importante: tuvimos la invalorable oportunidad de conocernos, caminar juntos y compartir una época idílica, llena de sueños y promesas.

Hoy comprendo que debo aprender a decir adiós con una sonrisa. No debo aferrarme. Ayer estuvieron Angel, Carmen y Yira; mañana no sé con quién podría encontrarme. No obstante, tengo fe en que me aguardan aún encuentros decisivos. Quizás no tan intensos, pero sí tan memorables. Si veo hacia atrás observo cómo mi sendero se ha bifurcado sin remedio; pero también alcanzo a ver, si me volteo, que hacia delante se perfilan nuevas aventuras, otros senderos.

De todas formas, Yira me escribió hace poco. Pronto vendrá de visita y espera verme. Aguardo con ansias hasta entonces.

Y sonrío.

12 de junio de 2007

Senderos I.

Todo comenzó con una inocente llamada telefónica. Poco podía saber sobre el descubrimiento que se dirigía hacia mí a una velocidad supersónica. Imagino que su trascendencia me tomó desprevenido, pero reconozco que la mayoría de tales eventos no suelen avisar acerca de su contenido.

Allí estaba yo, intentando comunicarme con Angel: si acaso el amigo que he tratado por más tiempo en mi existencia; casi 25 años compartiendo risas, lágrimas, desamores e ilusiones. El clímax de nuestra relación se produjo en la época del liceo; entonces nos limitábamos a vivir la vida un día a la vez, sin preocuparnos por lo que sucedería después. Y a pesar de nuestras diáfanas diferencias (socioeconómicas, de orientación sexual, culturales), nos ocupamos de encontrar siempre un punto de equilibrio.

Angel estuvo allí cuando enfrenté mi primera relación homosexual, tendiéndome su hombro atento para soliviantar mis dudas; juntos transitamos el dolor del fallecimiento de su primera hija; mis palabras le brindaron aliento luego del penoso divorcio y él se ocupó de darme apoyo cuando asumí que, tras diez largos años, el hombre con el que compartía mi vida no era el mismo del que me había enamorado al principio.

Eventualmente, por supuesto, fuimos tomando una discreta distancia. Yo continué mis estudios fuera del pueblo donde nacimos, comencé a interesarme por la escritura y a satisfacer mis ansias de ver mundo. Él se permitió entregarse al gozo de su nueva soltería y abrió una pequeña consultoría académica. Matemáticas, Física, Biología, Química, Trigonometría, Cálculo… su lenguaje se adecuó a los números que tan bien aprendió a manejar, mientras yo me encontraba con Simone de Beauvoir, Anaïs Nin, Gide, Duras, Sartre y Heidegger.

Estos últimos años parecíamos haber perdido cualquier nexo restante, pero nos las ingeniábamos para intercambiar llamadas y cortas visitas. Reíamos igual, seguíamos compartiendo el mismo pasado y evocábamos graciosas reminiscencias. ¿Qué fue entonces lo que pasó? ¿Dónde estuvo la ruptura definitiva?

Ayer me dejó saber, muy despreocupadamente, que nuestro acostumbrado encuentro de la semana pasada no se efectuó porque estaba de viaje, preparando todo lo concerniente a la fiesta…

- ¿Qué fiesta?-pregunté con inocencia.
- Bueno… Todo lo del matrimonio, pues.
- ¿Matrimonio? ¿Y quién se casó ahora?
- Yo mismo.-remató con una risa fría.

Hacía mucho tiempo que mi mente no quedaba en blanco por completo. No supe qué decir ni cómo reaccionar. El amigo más longevo que tenía había contraído matrimonio y ni siquiera pudo participarme. El silencio abrupto que se sobrevino plasmó con amplitud la mezcolanza emotiva que me asaltó: incredulidad, desilusión; un peso muerto.

- ¿Y por qué no me avisaste?
- No fue nada importante. Además, todo se mantuvo íntimo y pequeño.

¿¡Íntimo y pequeño!? O sea, ¿yo era un desconocido?

La conversación finalizó entre bromas estériles y pausas graves. Colgué el teléfono sintiendo como si me hubiesen arrebatado un pedazo de vida sin mi consentimiento. Después de tantos años, quedábamos reducidos a… ¿a qué? Al principio, luego de asimilar la noticia, estuve tentado de justificar todo a un berrinche de mi parte; quizás estaba maximizando mis reacciones, la forma de ver las cosas… Pero, ¿era así?

¿Tanto nos habíamos alejado sin darme cuenta? ¿Podía la transformación y los senderos tomados separarnos tan abruptamente? Y él se notaba tan relajado, tan lineal. Incluso, sobre la marcha, planifiqué discutirlo con él; pero casi al mismo tiempo me golpeó la simplicidad del hecho: era como pretender llorar sobre la leche derramada. No nos hemos convertido en extraños, mas el fuerte vínculo que alguna vez nos unió se ha distendido mucho, inexorablemente. Irremediablemente.

Somos senderos que se bifurcan. Él con su nueva esposa; yo con mis páginas secretas. Sé que no estoy haciendo una tormenta en un vaso de agua; sólo me impacta internalizar la magnitud de lo sucedido, porque no estoy enfocándome nada más en lo acontecido ahora; contemplo más allá, hacia los viejos caminos abandonados.

Continuará…

7 de junio de 2007

La revolución de los claveles.

1.968. Francia.
A través de una pequeña (al principio) manifestación estudiantil, la sociedad francesa se pronunció en contra de un sistema que consideraba obsoleto y no ajustado a la realidad; querían y clamaban por reivindicaciones. Hayan tenido o no la razón, no es mi punto; lo que encuentro relevante fue el surgimiento inesperado de un poder que amenazaba con derribar lo establecido: los jóvenes estudiantes. Nadie, dentro del gobierno o en la sociedad gala, sospechaba entonces lo que esos muchachos desencadenarían con sus acciones. Fue un movimiento histórico que arrojó ecos; ecos que resuenan, aún hoy, vibrantes, a más de 5.000 kilómetros de distancia. Ahora es mi país. Ahora les toca el turno a nuestros estudiantes. Ahora es Venezuela.

Superando las diferencias geográficas, ideológicas y argumentativas, el pueblo venezolano se ha visto sorprendido por un sector subestimado. Desde que Hugo Chávez comenzó su ordalía de atropellos y bravuconerías, la oposición se limitó a trastabillar en un error tras otro. Asistimos impávidos a los desagradables sucesos de abril de 2.002; un referendo revocatorio amañado y unas elecciones presidenciales adulteradas. Para el mundo entero es muy difícil comprender a cabalidad la compleja situación interna que nos aqueja. Los organismos internacionales se presentan atados de manos debido a la burocracia y la diplomacia. Los gobiernos vecinos se limitan a resolver sus propios problemas. ¿La Organización de Estados Americanos? ¿Las Naciones Unidas? ¿La Comunidad Andina de Naciones? Un puñado de testigos de palo. Nada más.

Me resulta poco comprensible la actitud de los demás países. ¿Es que acaso no existe ningún mecanismo internacional para ponerle freno a este desastre político? Imagino que algo parecido cruzaría por la cabeza de alguien durante el tiempo que duró Hitler al frente de Alemania, Mussolini en Italia, Stalin en la extinta U.R.S.S.; incluso apuesto que debe haber más de un cubano pensando lo mismo acerca de su propio desquiciado líder revolucionario. ¿Qué hizo el mundo mientras esto sucedía? ¿Qué ha hecho la sociedad civilizada tras tantos descalabros? Nada. Y ella continúa cruzada de brazos. Lo estuvo frente a la hambruna en Somalia, el genocidio en Rwanda y en la Camboya de Pol Pot.

Pero los venezolanos hemos aprendido, por las malas, que nadie vendrá a resolver nuestros problemas; e irónicamente lo descubrimos a través de los estudiantes. Me cuesta un poco no pensar en el Mayo Francés, cuando la causalidad histórica ha querido que se desarrolle nuestro propio Mayo Venezolano; sin ánimos de comparar.

Los estudiantes nos han sacado de nuevo a las calles, nos devolvieron la esperanza y la fuerza para protestar por nuestros derechos. El gobierno descalifica y despliega unas fuerzas policiales desproporcionadas. ¿Los muchachos? Pues ellos se limitan a esgrimir claveles en contra de los fusiles y la cruda represión. Piden paz, con sus manos teñidas de blanco, donde han pintado en grandes caracteres la palabra “Libertad”. La respuesta del pueblo es estrepitosa. Los estudiantes triunfan allí donde los políticos fracasaron vergonzosamente.

Por ahora, las marchas y concentraciones prosiguen. Con flores, muchas flores. Quiero conservar la esperanza. Quiero creer que no todo está perdido. Quiero imaginar con claridad la luz al final del túnel.

La revolución de los claveles ha comenzado…


“Ce n’est qu’un début, continuons le combat”.
Consigna estudiantil. Mayo del ’68.