En la novela El filo de la navaja, de W. Somerset Maugham, uno de los personajes principales tiene una intervención muy significativa. Dentro del diálogo que comparte con otro personaje, él expone lo siguiente:
“Si un amor no es pasión, no es amor, sino otra cosa; y la pasión no prospera siendo satisfecha, sino estorbada […] porque la pasión no piensa en las consecuencias. Dice Pascal que el corazón tiene razones que la razón no toma en cuenta. Si quiso decir lo que yo supongo, opinaba que cuando la pasión se apodera del corazón, inventa razones que no solamente parecen plausibles, sino convincentes, para demostrar que vale la pena perder el mundo por salvar un amor. Y nos convence de que vale la pena sacrificar el honor y de que no es precio caro el sentir oprobio y vergüenza. La pasión es destructora. Destrozó a Marco Antonio y Cleopatra, a Tristán e Isolda, a Parnell y a Kitty O’Shea. Y cuando no destroza, muere ella. Y entonces quizá se encuentre uno enfrentado con el desolador descubrimiento de haber malgastado los mejores años de su vida, de que se ha deshonrado uno con su conducta, soportado los terribles dolores de los celos, tragado las más amargas mortificaciones, que ha gastado toda su ternura, y vaciado todo el precioso contenido de la propia alma sobre una pobre ramera, un necio o un fantoche al cual buscamos vestir con nuestros ensueños y que no valía lo que una pastilla de goma de masticar.”
Creo que existen momentos en que las aflicciones del alma coinciden con la buena literatura. Allí, algunas veces, tropezamos con diáfanos espejos donde podemos contemplar con claridad aquello que nos atormenta. En mi caso, recientemente, tuvo el devastador efecto de una necesaria bofetada. Entonces uno se permite esa extraña sonrisa de comprensión, de lucidez, tal vez de secreta vergüenza. Pero una vez que el velo ha caído, ya no hay vuelta atrás. No hay retorno desde el conocimiento. Habrá, por supuesto, quien deseé regresar a la anestesia de la ignorancia; pero siempre estará presente esa pequeña llama que iluminará el resto de nuestras decisiones. Será como un murmullo, un agrio susurro que danza en las comisuras de la mente.
Sólo entonces sobreviene la pregunta: ¿y ahora? ¿Cómo se avanza después de experimentar semejante descubrimiento? ¿De qué forma recomponemos un maltrecho corazón? Porque la ira estará presente; también la impotencia de querer hacer algo sin saber con exactitud qué. Las recriminaciones vendrán, acompañadas por el dolor del sacrificio impune. Pero es cierto que todo esto forma parte del aprendizaje de cada quien. Resta, quizás, ponerse en marcha de nuevo. Levantarse, sacudirse el polvo, y avanzar. Agradecer por estas experiencias que nos enseñan una mejor perspectiva y, en el mejor de los casos, dejan algunos gramos de prudente madurez sentimental.
El proceso no es rápido, pero se acostumbra uno a colocar un pie delante del otro. A levantarse en las mañanas con gesto mecánico. A comer porque el cuerpo lo necesita. Arrastrarse desde el hueco oscuro porque la luz del sol calentará nuestras gélidas extremidades. Con el paso del tiempo, antes de lo que se espera, las sonrisas llegarán. Y a través de ellas, nuestra fe renacerá; y podremos intentar creer de nuevo en las fuertes palpitaciones que nos recuerdan el maravilloso obsequio de estar vivos, de sentir, de experimentar ese regocijo con que nos salpica el amor. Es un punto de vista bastante idílico, si se quiere, pero no por ello menos cierto.
Se los aseguro, con la mejor de mis sonrisas.
“Si un amor no es pasión, no es amor, sino otra cosa; y la pasión no prospera siendo satisfecha, sino estorbada […] porque la pasión no piensa en las consecuencias. Dice Pascal que el corazón tiene razones que la razón no toma en cuenta. Si quiso decir lo que yo supongo, opinaba que cuando la pasión se apodera del corazón, inventa razones que no solamente parecen plausibles, sino convincentes, para demostrar que vale la pena perder el mundo por salvar un amor. Y nos convence de que vale la pena sacrificar el honor y de que no es precio caro el sentir oprobio y vergüenza. La pasión es destructora. Destrozó a Marco Antonio y Cleopatra, a Tristán e Isolda, a Parnell y a Kitty O’Shea. Y cuando no destroza, muere ella. Y entonces quizá se encuentre uno enfrentado con el desolador descubrimiento de haber malgastado los mejores años de su vida, de que se ha deshonrado uno con su conducta, soportado los terribles dolores de los celos, tragado las más amargas mortificaciones, que ha gastado toda su ternura, y vaciado todo el precioso contenido de la propia alma sobre una pobre ramera, un necio o un fantoche al cual buscamos vestir con nuestros ensueños y que no valía lo que una pastilla de goma de masticar.”
Creo que existen momentos en que las aflicciones del alma coinciden con la buena literatura. Allí, algunas veces, tropezamos con diáfanos espejos donde podemos contemplar con claridad aquello que nos atormenta. En mi caso, recientemente, tuvo el devastador efecto de una necesaria bofetada. Entonces uno se permite esa extraña sonrisa de comprensión, de lucidez, tal vez de secreta vergüenza. Pero una vez que el velo ha caído, ya no hay vuelta atrás. No hay retorno desde el conocimiento. Habrá, por supuesto, quien deseé regresar a la anestesia de la ignorancia; pero siempre estará presente esa pequeña llama que iluminará el resto de nuestras decisiones. Será como un murmullo, un agrio susurro que danza en las comisuras de la mente.
Sólo entonces sobreviene la pregunta: ¿y ahora? ¿Cómo se avanza después de experimentar semejante descubrimiento? ¿De qué forma recomponemos un maltrecho corazón? Porque la ira estará presente; también la impotencia de querer hacer algo sin saber con exactitud qué. Las recriminaciones vendrán, acompañadas por el dolor del sacrificio impune. Pero es cierto que todo esto forma parte del aprendizaje de cada quien. Resta, quizás, ponerse en marcha de nuevo. Levantarse, sacudirse el polvo, y avanzar. Agradecer por estas experiencias que nos enseñan una mejor perspectiva y, en el mejor de los casos, dejan algunos gramos de prudente madurez sentimental.
El proceso no es rápido, pero se acostumbra uno a colocar un pie delante del otro. A levantarse en las mañanas con gesto mecánico. A comer porque el cuerpo lo necesita. Arrastrarse desde el hueco oscuro porque la luz del sol calentará nuestras gélidas extremidades. Con el paso del tiempo, antes de lo que se espera, las sonrisas llegarán. Y a través de ellas, nuestra fe renacerá; y podremos intentar creer de nuevo en las fuertes palpitaciones que nos recuerdan el maravilloso obsequio de estar vivos, de sentir, de experimentar ese regocijo con que nos salpica el amor. Es un punto de vista bastante idílico, si se quiere, pero no por ello menos cierto.
Se los aseguro, con la mejor de mis sonrisas.