Llegué a la iglesia bien entrada la mañana, con un sol que amenazaba con quemar las sombras. Había poca gente allí reunida. Nada más entrar casi tropecé con una vieja amiga, un rostro pretérito que me alcanzaba con una sonrisa fresca y un abrazo sincero. Nos sentamos juntos, cerca del altar. Justo entonces, poco a poco, los demás invitados comenzaron a llegar; también el novio, por supuesto. Él se acerco después de haber saludado a otras personas y estrechó mi mano con seguridad, quizás feliz de estar en esta iglesia extranjera, en este pueblo extraño, rodeado de personas nada familiares; pero su sonrisa evidenciaba el regocijo, el tenue nerviosismo, la ambivalencia de la espera.
Ella llegó con unos minutos de retraso. Era la novia: podía permitirse ese gesto femenino. El cortejo nupcial comenzó su recorrido y descubrí que su hermana lucía radiante, hermosa; tal vez un anticipo de la mujer que estaba a punto de seguir sus pasos. No quedé decepcionado. Yira comenzó su entrada del brazo de su padre. Mi querida amiga se notaba luminosa, expectante, posiblemente trémula debajo del traje de gasa color vainilla, sin velo; aunque confieso que se trataba de una imagen espectacular, única. Y de pronto, mientras ella daba sus primeros pasos hacia el altar, no la vi como era sino como la adolescente que yo había conocido veinte años atrás.
Recordé los escarceos iniciales, las conversaciones prolongadas, los debates ideológicos, el cariño sincero que comenzó a echar raíces dentro de nuestros corazones; Yira había sido una de esas amigas con las que se podía hablar de cualquier cosa, de un tema al otro, de todo. Desde el principio nos unió esa singular empatía que raras veces se consigue en abundancia. Con ella aprendí las sutilezas del lenguaje visual: muy pronto descubrí que no hace falta decir mucho si la mirada desentraña los silencios.
Entonces aquella delgada e inquieta muchachita que vi por primera vez, curiosa y llena de pasiones, se metamorfoseaba en esta mujer que con paso lento iba al encuentro de su marido. Pero a mitad de camino hubo una alteración, un pensamiento irreprimible, una ausencia latente en lo profundo de su corazón. El amago de lágrimas se precipitó por encima del maquillaje, se hizo una pausa y casi sentí la presión de sus dedos en el brazo paterno, buscando un apoyo inmediato para aquella sensación inesperada. Los segundos se sucedieron en lenta agonía hasta que la novia pareció hacer una íntima inspiración y dio el siguiente paso, luego el otro, hasta que la marcha continuó.
Yira alcanzó a Manolo antes de que la preocupación tomara asiento junto a los invitados; y la boda prosiguió su curso esperado, con la liturgia, la lectura de los evangelios, la comunión y las promesas compartidas por los novios. Todo eso sucedió antes de que finalmente explotaran las sonrisas, los abrazos y los estallidos consecutivos de las múltiples cámaras. Mi amiga celebraba un rito pospuesto, se animaba a cerrar otro círculo, abría un nuevo capítulo dentro de su historia. Y yo me sentía muy feliz por ella.
El banquete de bodas fue programado en un pequeño restaurante. La celebración fue íntima, tibia, amena como sólo un matrimonio en un pueblo de provincias puede ser. La música nos paseó a lo largo de esa inolvidable tarde, con bailes y risas para marcar la ocasión; desde un conjunto de cuerdas para interpretar piezas clásicas hasta un set de merengue ochentoso que obligó a la novia a transformar su vestido, sobre la pista, para poder ejecutar los vaivenes de una época más rebelde y pachangosa. Y mientras bailábamos, ella se atrevió a sugerir:
―Me muero por saber cómo escribirás sobre esto en tu diario.
Pero lo más importante fue la alegría, el regocijo, el gozo suspendido que pudimos compartir unos con otros, y con la pareja nupcial. Fue una tarde memorable, maravillosa; y me sentí profundamente agradecido con ella por permitirme disfrutar de esta celebración especial, única, irrepetible.
Me tocó despedirme de los novios hacia el final de la tarde. Ella protestó, como era de esperarse; su esposo, probablemente ya acostumbrado a nuestro peculiar lenguaje, se limitó a sonreír antes de opinar que debía atenerme a la negativa de su mujer; pero había alcanzado mi propio límite. Necesitaba regresar a mi espacio, a mis páginas, a mi diario. Ella sostuvo mi mirada un par de segundos, sopesando una idea, antes de decidir acompañarme hasta el estacionamiento.
―Cierra los ojos ―me dijo ya junto al carro. No pude evitar, una vez más, rememorar nuestros juegos adolescentes. Ambos reímos al mismo tiempo. Ella continuó―: ¿No confías en mí?
Me animé a colaborar, aunque sólo cerré un ojo. Nuevas risas me empujaron a permanecer expectante en una inquieta oscuridad. Escuché el crujir de la gasa de su vestido, sentí su mano en mi hombro, pero no quise arruinar su sorpresa. Al cabo de varios segundos, Yira me invitó a abrir los ojos. Frente a mí sostenía el pequeño liguero de encaje y cinta azul.
―Quiero que lo tengas tú. ¿Quién mejor para recibirlo?
Una tímida protesta se inició en mi garganta, pero su abrazo acalló cualquier duda remanente. La apreté entre mis brazos, disfrutando de ese aroma íntimo, la esencia de su ser, ese que va marcado por encima y debajo de su piel, armando en mi mente un mosaico de recuerdos y promesas inconclusas. Supe entonces que nuestra historia marcaba un nuevo comienzo, lejos de la pubertad, internándonos en la madurez exquisita de la vida adulta. Nos miramos fijamente antes de compartir una frase que se ha transformado en nuestro mantra particular:
―Seguimos juntos.
Ella llegó con unos minutos de retraso. Era la novia: podía permitirse ese gesto femenino. El cortejo nupcial comenzó su recorrido y descubrí que su hermana lucía radiante, hermosa; tal vez un anticipo de la mujer que estaba a punto de seguir sus pasos. No quedé decepcionado. Yira comenzó su entrada del brazo de su padre. Mi querida amiga se notaba luminosa, expectante, posiblemente trémula debajo del traje de gasa color vainilla, sin velo; aunque confieso que se trataba de una imagen espectacular, única. Y de pronto, mientras ella daba sus primeros pasos hacia el altar, no la vi como era sino como la adolescente que yo había conocido veinte años atrás.
Recordé los escarceos iniciales, las conversaciones prolongadas, los debates ideológicos, el cariño sincero que comenzó a echar raíces dentro de nuestros corazones; Yira había sido una de esas amigas con las que se podía hablar de cualquier cosa, de un tema al otro, de todo. Desde el principio nos unió esa singular empatía que raras veces se consigue en abundancia. Con ella aprendí las sutilezas del lenguaje visual: muy pronto descubrí que no hace falta decir mucho si la mirada desentraña los silencios.
Entonces aquella delgada e inquieta muchachita que vi por primera vez, curiosa y llena de pasiones, se metamorfoseaba en esta mujer que con paso lento iba al encuentro de su marido. Pero a mitad de camino hubo una alteración, un pensamiento irreprimible, una ausencia latente en lo profundo de su corazón. El amago de lágrimas se precipitó por encima del maquillaje, se hizo una pausa y casi sentí la presión de sus dedos en el brazo paterno, buscando un apoyo inmediato para aquella sensación inesperada. Los segundos se sucedieron en lenta agonía hasta que la novia pareció hacer una íntima inspiración y dio el siguiente paso, luego el otro, hasta que la marcha continuó.
Yira alcanzó a Manolo antes de que la preocupación tomara asiento junto a los invitados; y la boda prosiguió su curso esperado, con la liturgia, la lectura de los evangelios, la comunión y las promesas compartidas por los novios. Todo eso sucedió antes de que finalmente explotaran las sonrisas, los abrazos y los estallidos consecutivos de las múltiples cámaras. Mi amiga celebraba un rito pospuesto, se animaba a cerrar otro círculo, abría un nuevo capítulo dentro de su historia. Y yo me sentía muy feliz por ella.
El banquete de bodas fue programado en un pequeño restaurante. La celebración fue íntima, tibia, amena como sólo un matrimonio en un pueblo de provincias puede ser. La música nos paseó a lo largo de esa inolvidable tarde, con bailes y risas para marcar la ocasión; desde un conjunto de cuerdas para interpretar piezas clásicas hasta un set de merengue ochentoso que obligó a la novia a transformar su vestido, sobre la pista, para poder ejecutar los vaivenes de una época más rebelde y pachangosa. Y mientras bailábamos, ella se atrevió a sugerir:
―Me muero por saber cómo escribirás sobre esto en tu diario.
Pero lo más importante fue la alegría, el regocijo, el gozo suspendido que pudimos compartir unos con otros, y con la pareja nupcial. Fue una tarde memorable, maravillosa; y me sentí profundamente agradecido con ella por permitirme disfrutar de esta celebración especial, única, irrepetible.
Me tocó despedirme de los novios hacia el final de la tarde. Ella protestó, como era de esperarse; su esposo, probablemente ya acostumbrado a nuestro peculiar lenguaje, se limitó a sonreír antes de opinar que debía atenerme a la negativa de su mujer; pero había alcanzado mi propio límite. Necesitaba regresar a mi espacio, a mis páginas, a mi diario. Ella sostuvo mi mirada un par de segundos, sopesando una idea, antes de decidir acompañarme hasta el estacionamiento.
―Cierra los ojos ―me dijo ya junto al carro. No pude evitar, una vez más, rememorar nuestros juegos adolescentes. Ambos reímos al mismo tiempo. Ella continuó―: ¿No confías en mí?
Me animé a colaborar, aunque sólo cerré un ojo. Nuevas risas me empujaron a permanecer expectante en una inquieta oscuridad. Escuché el crujir de la gasa de su vestido, sentí su mano en mi hombro, pero no quise arruinar su sorpresa. Al cabo de varios segundos, Yira me invitó a abrir los ojos. Frente a mí sostenía el pequeño liguero de encaje y cinta azul.
―Quiero que lo tengas tú. ¿Quién mejor para recibirlo?
Una tímida protesta se inició en mi garganta, pero su abrazo acalló cualquier duda remanente. La apreté entre mis brazos, disfrutando de ese aroma íntimo, la esencia de su ser, ese que va marcado por encima y debajo de su piel, armando en mi mente un mosaico de recuerdos y promesas inconclusas. Supe entonces que nuestra historia marcaba un nuevo comienzo, lejos de la pubertad, internándonos en la madurez exquisita de la vida adulta. Nos miramos fijamente antes de compartir una frase que se ha transformado en nuestro mantra particular:
―Seguimos juntos.
4 comentarios:
Hermoso LuisGui, me encanta como tus escritos me dejan un sabor a melancolía en el corazón, como de nostalgía por los gratos momentos de la vida que se recuerdan como emociones, que se perciben mas allá de los sentidos... Es extraño, pero me encantan los sentimientos que se producen en mí al leerte. Saludos.
Te cité en mi blog, con tu permiso =)
Deliciosa su crónica.
Considérese afortunado: no muchas relaciones de la adolescencia llegan a la adultez.
No pude estar en la boda de Yira, no en persona. Hoy asistí, un poco tarde, pero sin perderme los detalles. Sin poder evitar las lágrimas de emoción. Gracias por compartirlo. Y claro que son fortunados, muy afortunados por mantener esa hermosa relación, que sólo mejora con el tiempo. Te quiero mucho.
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