3 de agosto de 2009

Los personajes particulares II

A media mañana me tomo una pausa para salir y fumar un cigarrillo. Se trata de un paréntesis reflexivo, contemplativo. La calle está vacía, tal vez por los oscuros nubarrones que cruzan con lentitud sobre este sector; aunque el calor es sofocante, se pega a la piel como una sombra invasora. A lo lejos, en la esquina donde comienza la calle, una pareja cruza e inicia su largo recorrido hacia donde estoy.

Ella es una mujer alta, madura, bien formada; se asemeja a una amazona que ha superado grandes batallas. El hombre que la acompaña no es muy alto; más bien es grueso, compacto. Forman una pareja contrastante y llamativa. Me recuerdan a los personajes que Carson McCullers utilizó en La balada del café triste. La mujer va vestida con tonalidades fuertes, intensas; el maquillaje en su rostro es excesivo, apenas tan temprano. Él lleva colores pardos, oscuros. Parece que se complementan en un nivel íntimo, secreto. Noto que los labios se mueven, que conversan entre ellos; algunos fragmentos me alcanzan con claridad, pues el timbre que tiene la mujer es bajo, grueso.

Mi jefe me ha hablado antes de ellos, aunque no mucho. A ella la conocen como María La Ronca y era una conocida prostituta. Él era un antiguo cliente que quiso sacarla de esa vida miserable y decadente. Ella se avino a sus deseos sin protestar. Por un momento, conforme caminan frente a mí, me pregunto si esta antigua meretriz sentirá algo de amor por su diminuto caballero andante, quisiera saber lo que cruza por la mente de ella mientras hacen el amor, si acaso él se arrepiente de la decisión tomada; el diálogo íntimo que se ejecuta entre ellos cuando están solos.

Porque la verdad es que nunca los he visto interactuando con otras personas; se parecen a esos personajes reiterativos que aparecen a lo largo de una novela extensa: nunca expresan opiniones, no participan directamente en la trama; pero están allí, inmersos en la historia, forman parte del paisaje de fondo. Son figuras representativas, nunca protagonistas. Pero hoy la mujer escoge fruncir sus labios y regalarme una sonrisa: se trata de un gesto cordial, neutro. Ella ignora mis pensamientos, tanto como yo desconozco los detalles precisos de su historia. Por un ínfimo segundo hubiese querido levantar la mano y detenerlos, preguntar cualquier cosa, suscitar una conversación. Me siento hechizado por sus personajes. Temo que pueda malinterpretar mi curiosidad, así que devuelvo su sonrisa y sigo fumando en silencio.

Casi al final de la tarde, ese mismo día, llega una anciana a la oficina para vender dulces. Suele aparecer una semana sí y otra no; esta vez se sienta y nos envuelve con sus diatribas domésticas mientras mis compañeras de trabajo escogen entre los múltiples confites. Me excuso para encargarme de la cafetera y lavar las tazas; la voz de la anciana me persigue hasta el rincón donde me entretengo preparando las minucias de la merienda.

Entonces, de pronto, el sonido de su voz penetra hasta lo más profundo. Intuyo que esa cadencia sonora habrá de reproducirse en uno de mis personajes, las mismas articulaciones, el mismo maltrato del lenguaje. Me olvido de todo y me transformo en una grabadora humana, queriendo captar hasta el último fragmento, cada una de las frases que la vieja emplea, la modulación que la caracteriza. A solas, sonrío. He descubierto que mis personajes particulares aparecen cuando menos los espero, para regalarme un retazo de sus historias sin contar, un trozo de sus vidas anónimas, un vistazo de verosimilitud siempre bien agradecida que incorporo en mis narraciones, a mi diario.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy conmovedor, Luis Guillermo, eso de estar adentro del mundo con sus personajes cotidianos, y a la vez estar afuera, mirándolos a la distancia, curioseando más allá de la palabra escuchada. Me encantó.

Vinz dijo...

Excelente. Otro ejemplo de tu prosa bien calculada y taimada. Tienes buen ritmo, bróder, leerte es como escuchar "Kind of Blue" de Miles Davis.
Saludos...