13 de marzo de 2010

La catedral estaba repleta de miradas curiosas, rostros sudorosos y mucha más gente de la que usualmente ocupaba los pulidos bancos de madera. La plaza, frente a la iglesia, mostraba una concentración similar, poco corriente bajo el sol del mediodía. El calor era intenso, vivo, como una entidad que se multiplicaba entre las escasas sombras aglutinadas frente a los altos portones del templo. Pude captar estos detalles en un nivel subconsciente, ajeno a mi voluntad, porque lo que de verdad importaba era no perdernos unos con otros, respetar la fila que habíamos organizado antes de entrar, porque se nos dijo que teníamos puestos asignados para la misa fúnebre.

La concentración apiñada de la gente exacerbaba el calor, la sensación de ahogo, y la escasa ventilación del santuario hizo que los aromas se intensificaran: el incienso, el sudor corporal, uno que otro perfume dulce, femenino, exagerado, tan temprano, o tan tarde, como prefiera verse. En medio del laberinto de carne humana pudimos percatarnos de que el protocolo no se había respetado y que todo era un desorden de caras y figuras incongruentes: damas aristocráticas en un mismo banco con señoras humildes y malolientes; tuvo que haber sido un golpe duro para las narices respingonas de la alta sociedad. Ligeramente por encima del espeso aroma se deslizaba un sostenido murmullo lineal, nada estridente, casi con respeto al recinto, al difunto, a la ceremonia misma.

Intentamos conseguir una ubicación idónea cerca del altar, pero la atención generada por la familia del fallecido concentraba allí la muchedumbre. A pesar de todo, pudimos quedar cerca, apretados, casi inmovilizados entre la marea que muy poco se desplazaba, a escasos pasos de nuestras amistades en duelo. A nadie extrañó que la ceremonia se retrasara; que los minutos pesados se alargaran conforme más y más gente se las ingeniaba para abrirse paso y echar una mirada al ataúd ubicado frente al altar. Estuvimos allí lo suficiente como para exasperarnos y cabecear en busca de un mejor espacio, un sitio donde el calor no se pegara de la ropa y colgara del cuello. Una de las muchachas señaló algunos puestos al otro lado del altar que permanecían extrañamente vacíos. Ella le pidió a su guardaespaldas que verificara primero y nos avisara si podíamos sentarnos allí. Al mismo tiempo que el hombre se movía con agilidad entre la masa compacta de pieles húmedas, nosotros hicimos el intento de seguirlo, pidiendo permiso, moviendo los codos, teniendo paciencia.

El desplazamiento se asemejó a una de esas tardes en la playa, cuando uno quiere acceder al mar y las olas consecutivas impiden el avance, retroceden los pasos y se termina forcejeando con la marea hasta encontrar un punto neutro, sin resaca. Del otro lado del templo había un pequeño resquicio junto a una efigie de la Virgen María, alta, descolorida, triste. Un par de bancos permanecían desiertos, como si hubiesen estado esperando por nosotros. Me pareció un dato bastante curioso, sobre todo debido a la multitud que llenaba la nave central. Ocupamos los puestos en silencio, justo al lado del altar, en una peculiar posición de primacía, de primera fila, antes de comenzar la misa; pero nada sucedió. El sacerdote iba y venía, indeciso, lanzando miradas por encima de los lentes a la apretada congregación. Entonces tuve la impresión de estar ante un espectáculo organizado de antemano, un show mediático, cualquier cosa menos una ceremonia eclesiástica para conmemorar al difunto.

Desde la entrada nos alcanzaban los reflejos de los flashes, cazando a los rostros prominentes que se atrevían más allá de las fauces ominosas de la catedral, adentrándose en la penumbra, entre los asistentes y curiosos. Uno que otro reportero se aventuró cerca del féretro, lanzó miradas al rostro firme de la viuda, los hijos, los familiares obligados a compartir una despedida pública y colectiva. Se trataba de un funeral poco corriente. Pensé en todo esto antes de que el excesivo calor de marzo distrajera mis pensamientos y me obligara a subir la mirada, prestar atención a la bóveda sobre nuestras cabezas, como si así pudiera escapar de la pegajosa temperatura. Me concentré en los arcos superiores, las tonalidades de los vitrales multicolores, la forma en que los rayos del sol se filtraban en estrechas líneas luminosas para dar sobre la pared posterior del altar.

Mis amigas, precavidas, ya habían sacado sus abanicos y los agitaban para ahuyentar el vapor circundante. El cura dijo algunas palabras, algo referente a una despedida general, abrir un espacio para aquellos que deseaban despedirse del difunto, tocar el féretro, expresar sus condolencias a la familia. De inmediato pensé en la viuda, en cómo detestaba estos despliegues melodramáticos y hubiese jurado que habría preferido algo más sencillo, íntimo, menos protocolario. Quizás una ceremonia familiar, con algunos amigos cercanos, en vez de este circo que pronto amenazaba con adelgazarnos a todos por igual. Fue entonces cuando reparé en los diferentes sacerdotes, el arzobispo, los trajes largos con hilos dorados, los adornos eclesiásticos, los monaguillos bajo la mirada atenta y severa del cura principal, los muchachos dispuestos en el coro, la parafernalia implícita en el funeral. ¿Era en verdad necesario todo aquello?

Evoqué mis lecturas, la antigüedad de la Iglesia católica, los ritos ancestrales que llevaban poco más de dos mil años. ¿Cómo había podido sobrevivir la Iglesia a tantos siglos de cambios, revoluciones, guerras, genocidios? Y ella impertérrita. Por encima del bien y del mal. Una historia que se convirtió en leyenda, que sufrió metamorfosis, adulteraciones, páginas depuradas, concilios; todo hasta alcanzar esa tarde de marzo, en plena sequía, a mitad de un caluroso funeral. El sacerdote atrajo mi vista, desplazándose con parsimonia a través del altar, queriendo darle inicio a la misa. Observé sus cargados ropajes, el peso de los accesorios; también pensé en Jesús, las enseñanzas que dejara a sus seguidores. Me pregunté si entre todo lo que proclamó estuvo el discurso recargado, la burocracia religiosa, el juego de capitales, su Iglesia como una empresa multinacional con sucursales alrededor del mundo. ¿Le habría gustado esta imagen? ¿Se habría sentido satisfecho con lo que sus acólitos predicaban? Recordé que se trataba de un hombre sencillo, simple y humilde, con pocas posesiones. De pronto lo contrasté con la visión del Papa, sus zapatos de rica gamuza, las joyas eclesiásticas. ¿Dónde se efectuó el cambio?

Una de mis compañeras tosió. Alguien dijo que necesitaba beber agua. El calor subía y bajaba, como si se tratara de una marea invisible que intentara ahogarnos en silencio. Me pregunté cuánto tiempo más nos llevaría toda la misa. Recordé que había ciertas culturas para quienes la muerte resultaba una fiesta, una celebración sobre la trascendencia de la materia. Podía entender el dolor, la tristeza del alma, la nostalgia, pero no la ceremonia ampulosa y burocrática. Eso no. Una vez más pensé en la viuda, en los hijos, obligados a saludar, colgarse una sonrisa de resignación, estrechar las manos de múltiples desconocidos, la mirada atenta del sacerdote, casi como un maestro de ceremonias diligente y perspicaz, lúcido ante cada detalle, cada gesto, cada parte del tinglado religioso. ¿Dónde quedaba Jesús y todo lo que predicó? ¿Por qué nadie mencionaba eso?

La religión era algo muy complejo, eso lo concedí. Quise concentrarme en la arquitectura, las sombras góticas que pendían del techo, las figuras de yeso sobre las esquinas, el tintineo de las velas, la opresión del incienso de nuevo. Un efecto curioso fue la ausencia de ventiladores o de un aire acondicionado central; parecía que el templo se hubiese quedado en el pasado, en el siglo anterior, a través de una serie de arañas de bronce que colgaban con infinitas cuentas de cristal ahumado. Me pareció escuchar la breve melodía de sus cantos fúnebres, solitarios, ajenos a lo que sucedía quince metros más abajo. La llegada del gobernador agitó las masas y los murmullos. El cardenal se preparó para ocupar su puesto. Uno de los monaguillos agitó la campana y los que estaban sentados se pusieron de pie. La figura del Crucificado captó todo con una mirada benévola, condescendiente, casi con lástima. La misa comenzaba y la temperatura no daba señales de bajar. La gente comenzó a persignarse. Yo quise estar en otra parte.

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