Uno lee las noticias en los periódicos e intenta asimilar la pena ajena. En la superficie se trata de datos estadísticos, como ya lo mencioné, pero debajo esconden una realidad trágica para casi todos los venezolanos. Secuestros, robos, homicidios; las razones para sentirse abatido son múltiples y variadas. Algo muy diferente sucede cuando se pasa a formar parte de esos números sin rostros. Luego de la desagradable experiencia vivida con mi madre, solemos leer lo que le sucede a otros con una mirada que no teníamos antes. Se entiende, se asimila, se sabe por lo que les tocó pasar. No es una empatía agradable. Para nada.
Poco después de aquellos sucesos, supe que una de mis mejores amigas de Valencia padeció un encuentro similar: tres hombres armados que la sometieron junto a su madre y su hija pequeña, dentro de su casa, esta vez en pleno mediodía. Todo ocurrió muy rápido, pero la sensación amarga todavía le queda en la boca. Su madre se rehúsa ahora a quedarse sola en la casa. “Todo salió bien”, así, entre comillas, porque los delincuentes no las violaron, ni las mataron, ni dejaron un trauma indeleble después de la huida. “Créeme que ahora sí te entiendo”, me dijo cuando pudimos comunicarnos. A los pocos días, mi madre se encontró con un viejo amigo del liceo en el banco. Él le preguntó por lo que nos había pasado. Ella le contó todo. Su antiguo compañero de clases se lamentó, soltó algunos improperios, pero todo quedó allí, justo antes de pasar a la taquilla.
Esa misma noche, en una trágica coincidencia, le tocó a él vivir en carne propia lo que nosotros pasamos en aquella madrugada. Lo golpearon, lo amarraron, dejaron su casa como un campo de batalla. Luego, lo único que pudo agradecer fue que su esposa estaba de viaje al momento del asalto. Las palabras que le dijo a mi madre después, cuando se volvieron a ver, fueron muy parecidas a las de mi amiga de Valencia. Lo triste es que asumimos que estábamos cayendo como moscas. Una pregunta quedó colgando mientras almorzábamos en casa, hace pocos días: “Y ahora, ¿a quién le tocará?”. No es que deseemos que los demás pasen por esto, pero resulta asombroso que siga sucediendo, que se regularice esta tendencia delictiva, y entonces, poco a poco, se haga costumbre y parte de nuestro día a día.
Fue cuando choqué de frente con las risitas maliciosas de Andrés Izarra en la televisión. Mi sorpresa fue genuina, casi infantil. Mi cerebro tenía problemas para procesar cuál era la causa de su hilaridad tan rampante. Pero no quise precipitarme en juzgarlo. Comprendí que era su reacción a las conjeturas de otro entrevistado, que todo lo que este señor decía produjo esta respuesta de su parte, pero poco a poco se fue filtrando la idea de que las cifras y situaciones que el otro mencionaba, para él, para Izarra, eran causa de mucha risa. Me pregunté en silencio, sin apartar la vista de la pantalla, ¿lo que pasamos mamá y yo era risible? ¿Y mi amiga en Valencia? ¿Y el antiguo compañero de clases de mi madre? ¿Y los familiares de cada uno de los venezolanos que caían bajo el fuego cruzado del hampa? ¿Por qué reía? ¿No pudo haber rebatido los argumentos del otro a través de una respuesta menos cínica y detestable? ¿Dónde vive Andrés Izarra? ¿No tiene a su alrededor a nadie que haya pasado por una experiencia similar? ¡¿Por qué reía, coño?!
Muchas amistades me han comentado que el Gobierno sabe bien lo que sucede, pero juegan a mirar el traje nuevo del emperador. Quiero decir, prefieren no mencionarlo y creen que de esa forma, no diciéndolo, le restan importancia, le quitan valor; porque asumirlo sería reconocer el fracaso y darle municiones a la oposición oligarca y escuálida de este país. Cuando me dicen eso, suelo responder con una inquietud: ¿cuántos oligarcas y escuálidos viven en los cerros de Caracas y en los barrios del resto del país? ¿No saben acaso que la mayoría de las víctimas suelen ser personas de bajos recursos, inermes ante la ola de delincuencia que los revuelca contra la orilla cada día? ¿Será que desconocen lo que significa tener que viajar en transporte público sin saber si será ese el día en que un grupo de asaltantes escogieron para quitarles sus pocas pertenencias a los pasajeros de un autobús? ¿Será porque esos mismos pasajeros no saben lo que es desplazarse con chofer y escoltas como los altos jerarcas del Gobierno? ¿Será porque ninguno de ellos tiene que enfrentarse a la escena espantosa de reconocer a sus seres queridos entre un revoltijo de cadáveres como lo mostró El Nacional en primera plana?
La guinda de la torta fue la trágica experiencia de los niños que creían ir en un viaje de placer y que se transformó en una inesperada pesadilla; para ellos y todos los representantes que los acompañaban. ¿Con qué ganas se llega a la playa luego de una escena tan pavorosa? Supongo que todo esto también le resultará gracioso a Izarra. Aunque, después de mucho pensarlo, tiendo a creer que tanto él como todos los demás encumbrados sólo ríen para no llorar. La vergüenza y el descalabro obligan a montar esta farsa, esta respuesta bufa por parte de cada uno. Nada es eterno. Todo cumple un ciclo en la vida. Pareciera que la cercanía del mes de septiembre los tiene tan enajenados, que lo único que les queda es reír para no llorar. Así, me encontré hoy con las palabras de Rodolfo Izaguirre en una entrevista sobre cinematografía nacional: “Este país es una tragicomedia permanente. Hay situaciones muy dramáticas y terribles, pero de pronto hay unos personajes ahí que lo que inspiran es risa. En el cine, la gente se ríe cuando está pasando una cosa espantosa porque es un arma de defensa. Te ríes para que eso no te toque, no te pase”.
Lo entiendo perfectamente. Es probable que para muchos miembros del Gobierno la realidad nacional se haya convertido en un asunto tragicómico, cinematográfico, chistoso, virtual, qué sé yo; pero desde mi rincón prefiero otra frase que me ayuda a pasar el mal trago televisivo: “El que ríe de último ríe mejor”. No digo más.