1 de agosto de 2010

Dígitos en las estadísticas (II)

Después de pasar toda la noche con múltiples descargas de adrenalina, el color del día trajo consigo una relativa calma. La luminosidad espantó las sombras que se escondían en los rincones y la mente dejó de jugar con los contornos. Ya no había la posibilidad de reconocer un rostro oculto mirándote a través de la ventana, el pie de alguien apenas camuflado en una esquina, la sensación ambigua de que en cualquier momento ellos regresarían. Nos quedamos mucho tiempo en medio de la sala descompuesta, detallando los fragmentos, como si nuestra casa se hubiese convertido en un gigantesco rompecabezas que tuviéramos que ensamblar de nuevo. Creo que sentíamos una mezcla imprecisa de temor, cansancio acumulado, desesperanza, nerviosismo y algunas dosis de agradecimiento por estar vivos, aunque ninguno de los dos lo mencionó.

En medio del desorden, debajo de algunas cosas, el teléfono comenzó a repicar. Mi madre y yo nos vimos sin saber muy bien qué hacer. Luego de una experiencia tan desagradable, estoy seguro de que no nos hubiese extrañado que los vándalos se ocuparan de llamar para verificar que siguiéramos sus instrucciones. Pero no eran ellos. La voz de mi abuela materna sonaba acuciosa, como si instintivamente sintiera la obligación de llamar tan temprano. No pude hablar. Pasé el auricular a mamá y dejé que le explicara. La conversación duró poco, muy poco. A partir de allí nos separamos, nos atrevimos a hacerlo por primera vez. Ella a lo que quedaba de su habitación, yo a la cocina: necesitaba una urgente taza de café, un cigarrillo, abrir los ojos y descubrir que todo había sido una pesadilla incolora. Nos movimos en silencio, pronunciando algunas frases retóricas, nunca esperando respuesta del otro. Cada vez que mi mente evocaba la sensación de ahogo y vejación y furia, trataba de concentrarme en lo más importante: estábamos vivos.

Allí, junto a la cafetera, de cara al fregadero, me pareció reconocer de nuevo las figuras informes de los tres hombres saltando sobre nosotros, el sabor metálico en la boca, la respiración entrecortada, las voces toscas demandando y pidiendo todo lo que teníamos. Fue una impresión que se repitió varias veces, hasta que el café estuvo listo; pero aún no nos atrevíamos a abrir la puerta principal, un gesto de precaución que llegaba con retraso, aunque firme. A través de una de las ventanas pude observar el exterior, el corredor principal salpicado de sol, el portón eléctrico abierto por completo, incluso la cara de ligero asombro de algunos vecinos que pasaron temprano de salida a sus trabajos y que reconocieron como inusual esa escena matutina. ¿Descuido involuntario?, ¿desperfecto nocturno? Bueno, ya se enterarían.

El par de horas posteriores al amanecer se transformaron en un intento por reconocer las pertenencias revueltas. Me quedé un poco más tranquilo cuando noté que mamá se entretenía en intentar poner orden dentro de sus cuatro paredes particulares: su closet, su baño, los alrededores de la cama y los muebles en su habitación. Supuse que lo hacía mecánicamente, pero al menos se entretenía en algo concreto. Mi abuela la encontró allí. Lloraron juntas por un rato. No sería el único desahogo a lo largo del día, pero aún no lo sospechaba. Me concentré en el café, en deambular sobre los destrozos de mi cuarto, recoger algunas hojas escritas, fumar y volver a tomar café. Con la llegada de papá sentí que nos acercábamos un poco más a un sentido de normalidad, de realidad recuperada, de salvación; los tres nos abrazamos en una unión que me cuesta describir. Fue un momento intenso y prolongado. Pero la mañana seguía su curso y había mucho por hacer.

Posteriormente llegó lo que defino como la nebulosa. Fue un espacio de tiempo que se caracterizó por los detalles inciertos, imágenes sueltas, frases a medias que logré captar sin proponérmelo. Me sentí cansado, con ganas de dormir un poco, casi seguro porque contemplaba la casa llena de rostros conocidos, gente a nuestro alrededor, ojos que estarían pendientes mientras mis párpados se cerraban, pero la duermevela fue fugaz, momentánea, porque pronto llegó la abogada de la familia para encargarse de las cuestiones legales y judiciales. Trajo consigo a algunos agentes del CICPC para que nos tomaran las declaraciones preliminares e hicieran una revisión del lugar. Mi mirada se tornó atenta de nuevo. Como fiel seguidor de algunas series detectivescas, quise prestar atención a los métodos, las preguntas, sintiéndome bizarramente dentro de uno de esos capítulos que tanto había disfrutado de CSI, Law&Order, o quizás esperando que en cualquier momento ingresara un Maigret, un Poirot, tal vez una versión latina del personaje de The Mentalist, pero no. Estábamos en Venezuela, pasando a formar parte de una larga lista de víctimas, apenas meros dígitos en unas estadísticas, sólo eso, sin luces, ni cámaras, ni directores gritando: “¡Corten!”.

La decepción fue mayúscula. Encontré que los agentes hacían preguntas banales, con respuestas que podían obtenerse a través del sentido común, interrogantes prefabricadas con las cuales rellenar un papel; parecían actores que ejecutaran una escena fastidiosa, ya repetida hasta el cansancio, como autómatas cumpliendo un rol repetitivo. Los papeles se invirtieron cuando sentí lástima por ellos. ¿Qué número pasábamos a ser nosotros? ¿Cuántos casos más tendrían que atender a lo largo de la semana? ¿A cuántos de esos delincuentes les echarían la mano encima? Por supuesto que aún quedaban remanentes de esa peculiar indefensión de la noche anterior pero, ¿qué nos hacía especiales a nosotros? ¿En qué sobresalíamos dentro de una larga lista de quejas, asesinatos, secuestros, homicidios, violencia callejera y corrupción gubernamental? ¿En qué? ¿Cómo? Me volví a sentir molesto, aunque me obligué a canalizar la frustración en algún objeto inanimado.

Los miembros del CICPC partieron poco antes del mediodía, sin respuestas claras, con algunas huellas parciales, y una declaración somera de lo sucedido. Mientras eso duró, papá se encargó del cuerpo de Agatha. No supe lo que hizo y preferí no preguntárselo. Pensé que era mejor así. En otro momento él regresó con un par de paquetes, comida de la calle, se improvisó todo sobre la mesa, pero ninguno quiso comer, nos quedamos allí empujando los cubiertos, haciendo un esfuerzo por no pensar y analizar las imágenes insistentes dentro de la cabeza. Acordamos con los agentes policiales que iríamos en la tarde a realizar la denuncia formal, llenar otros formularios, ser interrogados una vez más; así que me encerré dentro del baño, me desnudé y permití que el agua tibia lavara parte de los recuerdos tumescentes que se negaban a desaparecer. Nunca cerré los ojos.

El paso del mediodía a la tarde y las siguientes horas fue bastante lento, incómodo. Presentí que el cansancio y la falta de sueño se marcaban con amplitud en nuestras caras. Hubo un desfile de rostros anónimos en la sede del CICPC, hombres y mujeres haciendo su trabajo rutinario, ajenos por completo a nuestra pesadilla de la noche anterior, quizás indiferentes a la experiencia porque debían enfrentarse a múltiples víctimas de semana en semana. Nos pidieron esperar un poco, tomar asiento en unas sillas oscuras y aguardar por nuestro turno. Supongo que nos veíamos extraños allí sentados, sin hablar entre nosotros, sin querer mencionar la razón de nuestra permanencia en ese sitio. Eventualmente, un hombre se acercó. Dijo que tomaría las declaraciones y que debíamos seguirlo, con uno sería suficiente. Mamá volteó a verme y preferí hacerlo yo; no quería que mi vieja tuviera que avanzar y retroceder varias veces sobre un mismo tema tan desagradable.

Una oficina estrecha. Una computadora que había visto mejores tiempos. Nada de modernidad dentro de esas paredes con cortinas baratas. Ni siquiera ofrecieron café. El agente me obligó a repetir todo de nuevo, fragmentos aleatorios, visiones fugaces de lo acontecido en la madrugada; pero en verdad encontré que ninguna de sus interrogantes aportaba mucho al caso. Miré la pantalla frente a él, adiviné que no hacía sino repetir las preguntas hechas ya mil veces, nada que delimitara nuestro caso, nada que lo etiquetara aparte de las otras carpetas que se apilaban en una esquina del escritorio. En determinado momento, lo confieso, llegué a temer por lo que estaba contando. Habiendo leído tantas cosas en los periódicos, ¿quién me garantizaba que los delincuentes de la noche anterior no fueran agentes de la policía o cualquier otro cuerpo gubernamental? ¿Quién podía asegurarme que mi denuncia no se convertiría en un disparo que sale por la culata? ¿De verdad hacíamos bien en seguir los canales burocráticos y formalizar una delación que podía regresarse en contra nuestra? ¿O sencillamente estaba siendo paranoico? Con tanto que sucede en nuestro país, ¿dónde se dibuja la línea que separa el bien del mal? ¿Dónde comienzan mis derechos y dónde se difumina el delito?

Ya en casa no nos quedó otra que armarnos de paciencia y caer de rodillas para recoger todo. Comenzar desde cero. Llorar las pérdidas materiales y enjugarse la frustración de pagar cara la ingenuidad. Pensar en otras mañanas y tardes mejores, noches diferentes sin la vacilación de una duda. Al menos tuvimos la oportunidad de hacer una limpieza general y terminar de deshacernos de todo lo que quisimos, esos objetos que suelen almacenarse por flojera de inventariar y sacar lo que no se usa. Sí, pagamos caro el descuido, pero en mi interior creo mucho en las cuentas del Universo, y el Universo siempre ajusta sus cuentas. Mamá insiste en creer, todavía hoy, que los malandros necesitaban dinero para alguna operación urgente, algo desconocido que justificara sus acciones; lo cierto es que admiro su potencial de mirar lo bueno y despegar los ojos de lo feo.

Hizo falta medicamento y algo de terapia, pero hemos recuperado parte de la antigua normalidad. Por supuesto, mi madre aún tiene reservas de permanecer sola en la casa, verifica las cerraduras cada par de horas, a veces llora un poco si hay bastante silencio y piensa en lo sucedido; pero me alegra que su mente haya bloqueado la mayor parte de la noche. Una que otra vez se acerca y me pregunta sobre ciertos momentos que permanecen en blanco para ella. Me esfuerzo y miento, invento una versión edulcorada, matizo los diálogos y las escenas, sustituyo los gritos por silencios. Creo que es una de las ventajas de ser escritor: puedo alterar los sucesos a mi conveniencia, y a la de ella, hacerle creer en mi visión. Algunas veces descubro un brillo de inseguridad en su mirada, como si sospechara que cambio pequeños pedazos, pero creo que en el fondo prefiere conformarse con mi ficción antes de volver a su realidad.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Solidario ante la mala experiencia y gradecido por este relato. Pero atencion al ultimo parrafo : no deberia ser leido por todo el mundo.

Alejandro Pravia dijo...

Sé que sonará tosco y poco sensible, pero de verdad admiro tus letras y la forma en que canalizas esta experiencia y la traspasas a mi pantalla entre párrafos me tiene hasta envidioso. Es hermosa la capacidad que tenemos los escritores para jugar con la experiencia, lo cierto y lo falso y tal cual como lo expones, creo que adoro tu cristal para mirar.

Dios te bendiga y bendiga tu familia. Yo también creo que el universo paga y nos quita el vuelto justo.

Saludos desde Puerto Ordaz