Hay días en que mi sonrisa no cabe entre los labios. Se desparrama por los ojos, se sacude entre los dedos, se camufla entre los comentarios que salen despavoridos y sin control. Entonces me siento como un niño: excitado, inquieto, fastidioso; pero no sucede siempre. He logrado identificar ya que mi sonrisa y la literatura van juntas, la mayoría de las veces. La última vez que sonreí así fue el viernes. Todavía lo hago. No puedo evitarlo. Mi estado de ánimo va unido a los libros. Soy feliz cuando recibo un paquete nuevo, una encomienda distinta cada mes, una sorpresa a pesar de saber de antemano lo que oculta el envoltorio blanco y azul. Suelo abrir el envío con cuidado, con calma, saboreando el instante como si se tratara del último caramelo del envase. Ya dije que me pongo como un niño.
Saco los libros con cuidado, acariciando las cubiertas y detallando las letras escritas en la portada. Cualquiera creería que manipulo objetos de cristal, pero mi respeto es grande, mi placer es mayúsculo, íntimo, poco compartido. No me importa. No tengo que rendirle cuentas a nadie sobre las cantidades que gasto ni la frecuencia con que hago las compras. Es lo único en lo que invierto gran parte de mi pequeño sueldo. Alguna vez creí que esta obsesión literaria generaba poca comprensión entre mis amistades; hoy ya no tanto, ellos han aprendido a respetar mis decisiones, mis neurosis, mis devaneos con la letra impresa. Saben que prefiero gastar en un libro antes que en un par de zapatos o en un teléfono celular de última generación. Cada uno tiene sus propios demonios.
Evidentemente, ya me queda poco espacio. La biblioteca se nota sobrecargada, pesada, a punto de sucumbir bajo el peso de los libros que se han ido acumulando en sus anaqueles. Tuve que improvisar, claro. Las restantes paredes desaparecieron bajo los lomos que se alinean como soldados de tinta y papel. Los cuadros que antes adornaban las superficies color crema pasaron a mejor vida, en otros hogares donde son tratados con más respeto y atención visual. Aquí estorbaban, ocupaban un sitio valioso que fue suplantado casi de inmediato. Aún así, no fue suficiente. Ahora camino entre pilas ordenadas según un orden específico: los que necesito leer pronto; los que ya fueron leídos pero permanecen cerca; aquellos que representan una lectura especial, a la que siempre se vuelve por una u otra razón; también los que preciso intercambiar, tramas que me han decepcionado o han perdido su interés inicial. Deambulo sobre pequeñas colinas impresas.
Si salgo de paseo, mis ojos se fijan primero en las vidrieras de una librería. Es difícil no acceder a la tentación de comprar aunque sea un solo título. Siempre hay algo nuevo, o usado, o a buen precio, o recomendado, o cuyo(a) autor(a) me interesa demasiado. Lo digo, lo confieso: es compulsivo. Es cierto que la velocidad con la que compro supera la velocidad con la que leo, pero lo interpreto como una red de seguridad, una inversión hacia el futuro, un rasgo particular de mi carácter introspectivo. No hablo mucho, pero lo que callo se llena con palabras ajenas, delirantes, ricas, sugerentes. No imagino mi vida sin un libro. Algunas veces he fantaseado sobre un posible exilio, y me entristece la posibilidad de tener que dejar atrás muchas lecturas pendientes. Esa vieja pregunta sobre qué libro se llevaría cualquiera a una isla desierta a mí me deja mudo: imposible escoger sólo uno, no podría decidirme; y luego, todavía fantaseando, estoy seguro de que me recriminaría por haber dejado atrás otros títulos diferentes. Soy inconforme.
Recientemente pasó la fecha de mi cumpleaños. Almorcé con unas amigas un par de semanas antes del evento. Ellas discutían en total confianza sobre los posibles obsequios. Una se atrevió a preguntar qué prefería. Guardé silencio porque supuse que la respuesta era obvia. Otra fue más asertiva y dijo: «Es lógico que lo que quiere son libros». Luego la primera que lo había mencionado se enfurruñó: «Ay, no. Qué fastidio. ¿Un libro? Hay cosas mejores». Me limité a sonreír. Hay comentarios que ameritan apenas una sonrisa de condescendencia. Cada quien juzga de acuerdo a sus propios parámetros, por supuesto. Lo irónico fue descubrir que sin darme cuenta había hecho lo mismo, pero a la inversa. A cada una de mis amigas solía regalarle un libro. Resulta estimulante cuando el placer de la lectura es compartido; pero hay que abrir bien los ojos antes de hacer un presente que puede resultar aburrido o poco acertado.
Mientras escribo todo esto, desvío la vista hacia las pilas de distintos tamaños que rodean mi escritorio. Saber que están allí me hace sentir seguro, tibio, protegido del mundo que ruge afuera. Aquí soy feliz. Me conformo con poco. Y ya ni siquiera necesito salir. Esta semana descubrí otro sitio virtual que se encarga de conseguir los títulos que uno quiere y enviarlos por correo. Es un gasto extra, pero bien vale la pena. Esta noche sigo con Iris Murdoch, mientras George Steiner aguarda su turno con exquisita paciencia.
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