Supongamos
por un momento que usted va a una panadería a comprar pan. Es una actividad
sencilla, sin complicaciones, donde se conoce bien lo que hay que hacer. Entonces
la persona que lo atiende, luego de pedir su orden, le responde con un
garrotazo; lógicamente usted pide hablar con el dueño, con la persona encargada
de dirigir la panadería, y este señor viene y sin más le propina otro
garrotazo. Lo más probable es que usted se sienta desorientado, incapaz de
asimilar lo sucedido, y decide que no comprará más pan en ese sitio. Mucho después,
le convencen para que regrese al mismo lugar y vuelva a comprar pan, pero al
intentar hacer lo mismo que antes hizo, le asestan otro garrotazo (Manuel
Rosales) y las escenas se repiten.
No obstante
lo sucedido, a pesar del dolor residual de los primeros golpes, desoyendo la
voz del sentido común, usted, como es una persona honesta y confiada, al ver la
insistencia de sus amigos en decir que las condiciones están mejoradas en la
susodicha panadería, accede a hacer sus compras en el mismo establecimiento, aunque una
vocecita interior le advierte que se mantenga alerta; pero como ve la cantidad
de gente que también se cree la promesa del cambio en la atención, lo más fácil
es seguir la corriente y prepararse para hacer su pedido. ¿Cuál es la sorpresa?
Ninguna. Usted vuelve a recibir otro leñazo (Henrique Capriles), más
contundente, si se quiere, y entonces (una reacción natural) decide botar
tierrita y decidir que no comprará más pan en esa panadería. Bastante sencillo,
¿no?
Estoy seguro
de que existen analogías mejores, análisis más sesudos sobre lo que pasó en las
últimas elecciones venezolanas, pero a mí no me gusta complicarme la vida. Intento
mirar más allá de los números y las explicaciones académicas; puede ser un
punto de vista simplista, no lo niego, pero creo que no tenemos porqué enredar
lo que no está enredado. Piense, piense un poco y pregúntese: ¿a cuántas
elecciones hemos asistido?, ¿dónde están las garantías blindadas?, ¿quién se
encarga de defender hasta el último voto frente al dueño de la panadería? Muchos
critican que numerosas gobernaciones se perdieron debido a la abstención, y,
ojo, no lo justifico, pero sí lo entiendo. ¿Qué esperaban? ¿Creyeron que
después de la zaparrapanda de garrotazos recibidos en octubre, la gente saliera
sonriente a votar ahora? Existe algo que se llama ratón moral, y muchos
(muchísimos) lo sentimos al saber el resultado de las elecciones presidenciales
y la tibieza con que la oposición
asumió su derrota.
Desde mi
trinchera, el asunto sigue siendo sencillo. No se trata de supurar por la
herida, no se trata de no querer ver la realidad, no se trata de edulcorar el
amargo trago de una derrota, no; reconozco que no soy político, ni pretendo
hacer análisis políticos sobre lo que sigue sucediendo, pero, carajo, uno lee
los periódicos, oye las declaraciones, piensa en lo que pasa, y medianamente
trata de mirar más allá del humo que queda después de cada y-que-sufragio.
¿Ustedes no sienten que a pesar del tiempo transcurrido, de las elecciones
superadas, seguimos estancados en el mismo fango? ¿Ustedes creen que la gente
es tonta? Yo entiendo que prefieran el facilismo con el que los tienta el
Gobierno, pero la gente no es tonta. Esa cantidad de muertos que se acumulan
cada semana, ¿ustedes creen que son oligarcas y burgueses que se echan
plomo porque están aburridos de contar su dinero? No me jodan.
Muchos creemos
que la Oposición sigue confiada en que se enfrenta a un adversario que respeta las
reglas. Muchos creemos que la pasividad opositora (ese corrido rumor de que se
reconoce una rápida derrota para evitar derramamientos de sangre, como si no
corriera ya campantemente) es permisiva. Muchos creemos que el árbitro no es
imparcial, pero nadie hace algo sensato para remediarlo. Es más: si reconocemos
que el susodicho árbitro no es imparcial, ¿para qué seguimos yendo a la misma
panadería una y otra vez? Hay decisiones incomprensibles para mí. Tal vez
cualquiera de ustedes me diga que continuamos votando porque no existe otra
opción, porque hay que seguir las reglas del juego, porque hay que ser
democrático. Y estoy de acuerdo, claro, pero eso funciona si el dueño de la
panadería también cree que debemos atenernos a las reglas democráticas, ¿no?
El punto
es que estoy molesto. Me siento decepcionado, burlado, utilizado, con mis
derechos pisoteados, porque la dirigencia opositora pareciera que prefiriese
seguir jugando, manteniendo un fulano equilibrio que no existe, apareciendo
cada vez más como una entelequia que sólo ofrece promesas y planes futuros,
pero nada hace para remediar este farragoso presente. Yo no digo que aplauda
una solución no democrática, un golpe militar o una vaina de esas, porque
pienso que no somos animales en plena jungla; pero sí creo que hemos sido
demasiado permisibles con la conducta del otro, del que adversamos
políticamente, y que seguir poniendo las mejillas es una decisión ilógica si
quien nos pide que la pongamos no hace nada para garantizar que no nos salgan
con otro garrotazo. Bajo esa luz, entiendo (ojo, lo entiendo, pero no lo
comparto) la idea de evadir una responsabilidad porque unos y otros ya sabemos
lo que va a pasar. Y si lo sabemos, ¿para qué perder el tiempo en asistir a un
remedo que nada soluciona?
¿Usted
no oyó las justificaciones? Frases como: ¿para qué votar si ellos igual van a
ganar?, ¿para qué hacer una cola si ya los resultados están maquillados? Es decir:
¿para qué ir a comprar pan si ya tengo varios chichones? La verdad, créanme que
entiendo bien y por eso no critico ferozmente a los que decidieron no asistir a
las elecciones del pasado domingo. Quizás mañana alguien me lo explique bajo
otro punto de vista y lo entienda mejor; quizás mañana descubra cuán equivocado
estoy ahora; quizás pasado mañana logre ver más allá de la rabia y la
incomprensión; quizás el mes que viene (si sobrevivimos al cataclismo del 21)
la luz se haga y diga “Bueno, si hubiese sabido esto antes…”; pero justo en
este momento me siento muy, muy decepcionado, y no logro asimilar tanta
flaccidez opositora.
Entonces
lo que queda es lamerse las heridas y lamentarse de que seamos un país tan
hermoso, tan cálido, tan amable, pero al mismo tiempo tan cortoplacista, tan
vivo-pendejo, tan conformista, tan reacio a trabajar duro y devolverle el
garrotazo al dueño de la panadería pero con planes inteligentes y adecuados a
la realidad mugrienta de la panadería. A este paso, creo que será muy difícil
que vayamos a comprar más pan cuando nos inviten de nuevo.