Hay una camioneta roja
estacionada frente a mi edificio. Desde mi balcón veo la parte trasera llena de
mazorcas de maíz. Es un contraste atractivo: rojo y verde sobre la calle gris.
Esa imagen me hizo recordar a mi madre y la pasión que sentía por las cachapas
de agosto. Era uno de los pocos placeres culposos de Mamá. Mi abuela se afanaba
junto al budare caliente y Mamá podía comerse hasta cuatro cachapas de una sola
vez, con mantequilla y queso blanco rallado. Papá, por supuesto, se encargaba
de los acompañantes: cochino frito bien tostado. Éramos felices durante esos
domingos comiendo cachapas todo el día. Me parece que es un recuerdo agradable.
Pensar en eso me hizo recordar algo más: la renuencia de Mamá a conservar
objetos rotos en nuestro hogar. Papá intentaba convencerla de que tenían
arreglo, que podían pegarse, pero ella se mostraba firme:
—No,
no, no… —decía—. Yo en mi casa no quiero vainas rotas. Lo roto se bota.
También
solíamos tener una muchacha que ayudaba con la limpieza y no era muy delicada
con las manos. Era una mujer humilde que tenía poco cuidado con los floreros de
cristal o las piezas de porcelana de Mamá. Mi vieja se mordía la lengua para no
reclamarle tanto a la pobre muchacha, pero era inevitable que todo aquello que
descubriésemos con una grieta, una fisura, una fractura, por muy leve que
fuera, terminara en la basura. Creo que eso se ha quedado conmigo. Hoy pienso
de nuevo en ello a través de la visión de las mazorcas de maíz y la sonrisa al
rememorar el tono de voz de mi madre al decir: «Lo roto se bota». Y pienso en
ello porque me parece que hay un ambiente de apatía muy generalizado allá
afuera. El ambiente es opaco bajo el fuerte sol de agosto. No hay alegría. No
hay entusiasmo. No hay ánimo de celebración. Creí que se trataba de una
impresión subjetiva reforzada por mi desilusión electoral, pero conforme he caminado
y conversado con otras personas, descubro que mi sentimiento es un reflejo de
los demás. La victoria es fraudulenta y parece que todos lo saben, incluso los
que se atreven a conmemorarlo en voz alta, como si intentaran engañarse a sí
mismos.
Yo
no soy un político. No soy un estratega político. Tampoco soy un dirigente
local, regional o nacional del movimiento opositor; soy un hombre de clase
media con 43 años encima y que hace lo posible por mantener la cabeza fuera del
pantano en que se ha sumergido nuestro país. Creo que todos hacemos
malabarismos, y unos más que otros. Venezuela se ha convertido en un bote
salvavidas en el que debemos entrar la mayoría e ingeniárnosla para remar en
una misma dirección. El naufragio es evidente para el que quiera verlo. El
buque se hunde con las mujeres del CNE proclamando que todo está bien y que hay
botes para todos. Allá ellas. Yo me conformo con recordar esa frase de mi madre
y respirar profundo. «Lo roto se bota». Nada se gana a estas alturas con
intentar repartir culpas o jugar con los “Si hubiésemos”. Ya está hecho. En
otra parte leí alguna vez que de nada sirve llorar sobre la leche derramada.
Pero como seres humanos tenemos la capacidad de aprender, de digerir, de
comenzar de nuevo, de sacudirnos el polvo y levantarnos del piso. La decepción
es válida. El periodo de reajuste es necesario. Y no tengo intenciones de
señalar con el dedo u ofrecer una solución mágica. Ya lo dije: no soy un
político. Soy un hombre que trata de ensamblar palabras.
Desde
mi esquina seguiré leyendo y escribiendo de la mejor manera que puedo. Prefiero
concentrarme desde ahora en lo positivo, en lo luminoso, en las alternativas,
en las posibilidades y en el entusiasmo que siento todos los días al despertar
y saber que tengo otra jornada por delante. Ustedes podrán llamarme comeflor,
idealista, tonto o pendejo; es su derecho y no voy a refutarlos aunque me
disgusten las etiquetas facilistas. En este punto lo único que me interesa es
ser proactivo y arrimar el hombro, apretar los músculos y remar hacia la
orilla, cualquier orilla que nos aleje del naufragio. Escribir. Leer. Caminar.
Respirar profundo. Tomar fotografías. Descubrir que la vida todavía puede
ofrecer sorpresas en medio del fango. Es mi decisión ver el vaso medio lleno y
no medio vacío, y haré mi mejor esfuerzo para encontrar razones oportunas y
seguir adelante. Mientras tanto, desde el balcón veo que la camioneta roja
sigue allí estacionada, así que bajaré a comprar algunas mazorcas para preparar
aunque sea un par de cachapas en nombre de mi madre. Un paso a la vez.
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