—¿En serio? —dijo Martha—. ¿No
te molesta?
—No, querida. ¿Por qué habría de
molestarme? Creo que los dos salimos ganando.
—Leí lo que escribiste sobre tu
biblioteca y eso me animó a llamarte.
—Claro. Sucede en el momento
justo.
—Había pensado en venderlos,
pero estoy agobiada con todos los papeles que he tenido que tramitar y la
verdad es que no tengo tiempo para dedicárselo a los libros. O me concentro en
una cosa o me concentro en la otra. ¿De verdad no te importa?
—No, no; para nada. Más bien te
agradezco que pensaras en mí.
—Sí, bueno; también pensé en
otros amigos, pero tú eres el primero al que llamo.
—De verdad, mil gracias por eso.
—¿Te puedo mandar una lista,
entonces? Así escoges los títulos que prefieres y dejamos otros libros para los
demás. ¿Te parece bien si lo hacemos así?
—Por supuesto. Mándame la lista
a mi correo. La reviso con calma y te escribo de vuelta.
—Maravilloso, querido —dijo ella—.
No sabes cuánto te lo agradezco. Me da mucho dolor dejar mis libros, pero me
voy tranquila porque los dejaré en buenas manos. Tú sabrás apreciarlos tanto
como yo. Y no puedo llevármelos. Eso ni pensarlo.
—No, claro. Sólo de imaginar el
peso…
—Exacto. Y mi esposo quiere que
simplifiquemos todo. Hay que hacer sacrificios.
—Te entiendo. No tienes que
explicarme nada. Aquí serán bien recibidos y cuidados.
—Gracias, Luis Guillermo. No sabes
cuánto me ayudas. Respiro mejor sabiendo que mis libros están en tus manos y no
por ahí, quién sabe dónde, manoseados por extraños. Contigo sé que estarán
seguros.
—Claro. Puedes contar con eso.
—Además, tu biblioteca está
quedando tan bonita. Vi las fotos. Te felicito.
—Gracias, querida.
—Te mando la lista apenas la
termine. Tú escoges lo que quieras. De todas formas, ya son tuyos,
prácticamente.
Los dos reímos y finalizamos la
conversación. Respiré profundo. Era la tercera vez que eso me sucedía, y me
pareció curioso. Entendí bien que resulta muy incómodo y difícil para los que
se deciden a emigrar llevarse sus libros, pero la confluencia de esas
decisiones de dejarlos conmigo me llenaba de orgullo y nostalgia al mismo
tiempo. Y todo por haber publicado en Facebook unas fotos de mi biblioteca
mientras la iba armando. Fue un impulso repentino. Casi todos mis libros seguían
en cajas grandes luego de mi propio conato de partida. Fracasado ese intento,
ellos se quedaron en ese sueño suspendido y oscuro hasta nuevo aviso. Un fin de
semana me armé de valor y comencé a abrir las cajas, una por una, luego de
haber contratado a un chico para que colocara los estantes de nuevo en las
paredes de mi estudio. Me estimuló bastante hacerlo, porque tengo una relación muy
simbiótica con los libros, y comprendí que los necesitaba a mi alrededor para
impulsarme a seguir adelante. Y no me equivoqué al respecto. Supe de inmediato
que había tomado la decisión correcta.
El correo electrónico de Martha
llegó dos días después. Una larga lista de títulos que me hicieron emocionar
conforme avanzaba en la lectura. Reconozco que no fue fácil decidirme. Pensé en
el precio posterior del envío; aunque Martha se había ofrecido a pagar la mitad
del costo, yo decidí que no podía dejarla hacer eso. Me estaba regalando sus
libros, ¿y encima tendría que pagar por hacérmelos llegar? No. Definitivamente,
no. Decidí que yo asumiría el gasto, convenciéndola de ello sobre la marcha. En
la lista, como sucede en toda buena biblioteca, había volúmenes de filosofía,
de literatura, enciclopedias, y una mezcla de autores que sólo un lector
acucioso suele reunir bajo un mismo techo. Así, poco a poco, fui anotando
títulos y nombres en una hoja blanca para decidir al final con qué me quedaría.
Insisto, no resultó una tarea sencilla.
Entretenido en eso, recordé el
pedido inicial de otra amiga, la primera en ofrecerse a dejarme sus libros
porque se iba del país. Ella vivía en Valencia. Apartó un fin de semana para
recibir a sus amigos más cercanos, y dejar que cada uno seleccionara libros en
su biblioteca y se quedara con ellos. Acordamos vernos el sábado por la tarde. Llegué
con dos bolsos grandes, sin vergüenza y sin remordimientos ante lo que estaba a
punto de hacer. Me tocó ser atendido en la tarde porque otra de sus amigas ya
había apartado la mañana para hacer sus escogencias. Yo me limité a cruzar los
dedos para que hubiese dejado algo interesante para mí. Marianne me recibió con
una sonrisa de complacencia y la noticia de que su amiga había tenido un
percance y por eso no pudo llegar a la hora indicada. “¿Soy el primero?”, le
pregunté con alegre incredulidad. Marianne asintió y subimos a su apartamento
para llenar con paciencia mis bolsos. Todavía, al día de hoy, agradezco en
secreto el hecho de que su amiga no pudiera llegar a tiempo y me cediera la
oportunidad de “hacer mercado” literario. “Por favor”, dijo Marianne a media
tarde, ofreciéndome una taza de café, “deja algo para los demás. Se van a
sentir frustrados y te van a maldecir en voz baja”.
Los
correos intercambiados con Martha, mucho después, me hicieron sentir como un
niño que escribía su carta a Santa Claus en Navidad. Aquella lista primigenia
se vio reducida varias veces antes de llegar a algo definitivo. Siempre con el
costo del envío en mente, por supuesto. No llegué a escoger todo lo que quería,
pero me sentí satisfecho de haberme decidido por los autores y los títulos que
más me interesaban. Allí había muchas joyas esperándome. La caja llegó al cabo
de un par de semanas. Tuve que pedirle el favor a Papá de que me llevara a
buscarla porque pesaba mucho. Él ni siquiera preguntó qué había dentro. Sonrió mientras
negaba con la cabeza en una clara señal de que desaprobaba mi gasto, pero
comprendiendo que ya estaba hecho. Ese día pasé toda la tarde sentado en el
piso, sacando un libro a la vez, acariciándolo, leyendo la cubierta posterior, oliendo
sus páginas centrales, descifrando las notas manuscritas de Martha en los
márgenes, buscándole un lugar especial dentro de mi biblioteca. Confieso que la
sensación de regocijo infantil fue muy grande. Y al final me invadió una
extraña melancolía. Eran los libros de Martha. Y ahora estaban en mi biblioteca.
Imaginé a Martha sintiendo una alegría similar a la mía mientras los compraba,
al leerlos, al saberlos seguros en su propia biblioteca. Supuse también que
ella debía haberse sentido muy triste al desprenderse de ellos. Las lecturas de
su vida. Sus escogencias. Sus autores favoritos. Sus horas apartada del mundo. Sus
silencios acompañados. Todo eso pasaba a formar parte de mi burbuja literaria. Me
sentí como si le hubiese robado algo a Martha, o me hubiera aprovechado de su viaje
inminente para saquear los estantes llenos de libros. ¿Qué pudo haber sentido
ella cuando los colocaba con lentitud dentro de la caja? ¿Qué recuerdos habría
conjurado cada título? ¿Cómo se apartaría de la caja para fijar la mirada en
otra cosa? ¿Habíamos hecho lo correcto?
También
pensé en Marianne. Y en Víctor. Otros lectores voraces. Otros escritores
forzados a abandonar eso que tanto nos nutre y nos estimula. Sólo alguien con
un amor similar podría entender esa decisión apresurada, ese corte quirúrgico,
esa mutilación emocional de la que quizás es preferible no hablar por un
tiempo. Una pérdida. Un duelo literario. Una despedida muda. Creo que ellos
deben sentirse medianamente tranquilos porque sus libros han venido a parar con
los míos. Y yo agradezco muchísimo lo que me obsequiaron porque de otra forma,
con la escasez actual, me hubiese resultado imposible ponerle las manos a
semejantes títulos y autores. Cortázar. Borges. Lispector. Algunas novelas de Rubem
Fonseca. Los cuentos completos de Virgilio Piñera. Cuatro volúmenes con los
relatos de Raymond Carver. Y también Gógol. Fitzgerald. Lessing. Grass. Un peculiar
tomo de relatos cortos de Elizabeth Bishop que guardo con mucho celo. Austen.
Akutagawa. De Stefano. Ana Teresa Torres. Onetti. Cabrera Infante. Millás. Balza.
Vargas Llosa. Lo cierto es que he salido ganando con los envíos de mis amigos
emigrantes. Mi biblioteca se ha enriquecido bastante gracias a los libros que
ellos dejaron atrás. Pero me dejan una sonrisa agridulce.
Hoy me siento como si
fuese un custodio literario de libros ajenos. Ellos se han ido y me han dejado
sus reliquias llenas de letras y frases memorables. Pero a pesar de todo lo
dicho y escrito, ninguno se acerca a comprender la magnitud de mi
agradecimiento. Las palabras a las que tanto nos hemos aferrado, fallan en este
momento. Entonces es preferible dejarlo así, evitando la treta de recurrir a
cualquier lugar común para expresar lo inexpresable. Los libros nos unen. Espero
que algún día podamos vernos de nuevo, conversar como antes, y que mis amigos
puedan reconocer en mi risa y en mis lecturas el amor multiplicado que ellos también
sintieron por los volúmenes que dejaron conmigo, que me dejaron en adopción. Ahora
son míos, pero todos sabemos que siguen siendo de ustedes. Allí no hay
discusión.